Por Jairo Rivera Morales
“Yo soy yo y mis circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo” (José Ortega y Gasset: ‘Meditaciones del Quijote’).
Quisiera, en verdad, que usted, Presidente, meditara en serio y a consciencia sobre esto. Pues no es el Nobel sino la salvación de “su circunstancia” lo que va a constituirse en el conjuro suyo ante la historia: Entregarles a sus compatriotas, en el 2018, un país sin guerra.
Claro está, sin dejar de advertir que -en mi entender- no está “salvado” ante la historia, ninguno de los 27 ciudadanos que ocuparon el “Solio de Bolívar” durante los setenta años de violencia y guerra comprendidos entre 1.946 y el momento que vivimos.
Entre esos 27 ciudadanos, algunos -por impreparación, ineptitud o impudicia- no tendrían por qué haber llegado a tales alturas del poder. Otros llegaron simplemente porque estaban predestinados para ello. Varios lograron “coronar” sus carreras políticas en la Primera Magistratura del Estado sencillamente como culminación de la perseverancia y la habilidad para el muñequeo politiquero y la manzanilla. Venturosamente no todos se prestaron a la comisión de genocidios y a la organización sistemática de expediciones punitivas contra el pueblo, que -no obstante el perdón- nunca se borrarán de la memoria colectiva. La mayoría incurrieron en irreparables excesos autoritarios, amparados en el llamado “Estado de Excepción”. También sabemos quiénes le vendieron su alma al diablo de la concupiscencia financiera, comprometiendo sus agendas de gobierno con grupos de presión o con carteles del narcotráfico. Casi todos fueron funcionales a los intereses, tentativas y abusos del “Imperio” y a los dictados del catecismo neoliberal, con sus consecuenciales horrores económicos. El país tiene grabado en su memoria el nombre de quien ascendió en andas de los paramilitares y co-gobernó con ellos. Alguno de todos estos mandatarios, tal vez el que menos culpas había acumulado durante su carrera, comenzó a sentir que las sombras del olvido se apoderaban de su ser cuando ya era Presidente; y las posibilidades de su gestión se evaporaron en la noche de la desmemoria.
A los más preparados para el “buen gobierno”, Alberto Lleras Camargo, Alfonso López Michelsen y Carlos Lleras Restrepo, les faltaron voluntad política y sentido del compromiso: para desafiar los intereses creados por el orden establecido y gobernar “con el pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Por ello vale la pena acotar con pesadumbre que para hacer referencia a aquellos “grandes estadistas” resulta vigente lo que otro político del Establecimiento -de “claro oriente y triste ocaso” como diría Vargas Vila- le espetara al último de los mencionados, en 1.970, al culminar su cuatrienio: “¡El drama palpitante de Carlos Lleras es saber que no hizo lo que debía haber hecho, sabiendo que tenía que hacerlo!”.
Presidente: Su circunstancia lo ha puesto ante la encrucijada de encontrarse en “la otra orilla” de personajes de la vida colombiana que un día fueron compañeros suyos de travesías y jornadas. Las concepciones sobre guerra y paz, vida y muerte, cultura y ferocidad, pluralismo y monocracia, conforman el río que media entre las dos orillas. Se trata de una circunstancia que lo invita a no abordar la barca de Caronte. A no atender los cantos de sirena que pretenden aproximarnos hacia remolinos de confusión e indefinición que podrían consumirnos en estancamientos y ahogamientos de esa paz que avizoramos con el cese al fuego y el desarme de la guerra. Se trata de no ceder ante quienes repetirían, sin pudor, el grito necrófilo de Millán Astray en Salamanca: “¡Viva la muerte, muera la inteligencia!”. Se trata de no contemporizar con quienes, sin rubor, le harían coro a la expresión de Goebbels, el jefe de propaganda del ‘Tercer Reich’: “Cuando oigo la palabra cultura, saco mi pistola”. De no malograr lo desarrollado y consolidado en materia de aproximaciones ciertas a la paz, condescendiendo con los que sin ninguna vergüenza harían suyas las palabras del “héroe” de Ray Bradbury y -una vez alcanzada la temperatura a la que arde el papel (Farenheit 451)- se regodearían tanto como aquel pirómano disfrazado de bombero: “Es un hermoso trabajo. El lunes hay que quemar a Millán, el miércoles a Whitman, el viernes a Faulkner; quemarlos hasta convertirlos en cenizas, luego quemar las cenizas. Ese es nuestro lema”. Seguramente también era el lema de quienes ordenaron asesinar a Rodrigo Lara Bonilla en una avenida de nuestra Capital y un año después, haciendo estallar una bomba en su monumento, notificaron al país que no había derecho de rendirle tributo a su memoria.
La racionalidad de la historia, como lo hemos aprendido en Hegel, es racionalidad en la historia; y su realización es el combate contra las fuerzas de lo irracional. La historia viva es el presente, el cual será mañana relato, drama, sainete o tragicomedia. En términos de la “realpolítik” lo racional es lo posible. Lo posible para que no vuelva a retumbar el ruido de las armas. A los que padecen el “Complejo de Adán” y creen estar en el día de la creación se les olvida todo lo actuado durante cinco años de concienzudos diálogos en La Habana, complementados por Foros abiertos y amplios con participación de todos los sectores de la sociedad colombiana, en los cuales ellos, deliberadamente, se abstuvieron de participar. Y se les olvida que los mencionados diálogos no han sido producto de una rendición ni de una derrota de las FARC sino de la voluntad política de dicha organización guerrillera y el gobierno nacional. Usted mismo exhortaba hace unos días a los promotores del No a no plantear imposibles, ceñirse a la realidad y a la verdad y actuar con celeridad, dado el apremio de las circunstancias que los colombianos estamos padeciendo. Aquí resulta válido parodiar la sentencia sartreana, y decir: Ser libre, actual y sensato no es poder hacer lo que se quiere sino querer hacer lo que se puede.
La historia real, la que estamos protagonizando, es el escenario de la confrontación entre razón y sinrazón, libertad y esclavitud, civilización y barbarie… Para quien ha decidido cambiar el rumbo del presente, resulta inaplazable empoderarse con las razones del aquí y del ahora.
Todo esto tiene que ver con las ideas que albergamos acerca de la democracia. En un país como el nuestro, con una democracia atormentada y excluyente, violenta y tramposa (“violenta por tramposa y tramposa por violenta”, ha escrito Francisco Gutiérrez), con un elevado déficit civilizatorio, conviviente con el terrorismo de Estado y con la represión exterminadora, forzoso es decir que el necesario punto de partida hacia la construcción de una democracia verdadera debe ser la adopción de la sinceridad como norma fundante de conducta pública. Partiendo de ahí, quienes en procura de adhesiones engañan a la comunidad, mienten ante el pueblo, malinforman, intimidan y violentan -lo que hicieron los promotores del No durante la campaña que culminó con el plebiscito del pasado 2 de Octubre-, no pueden reclamarse demócratas.
Recuerdo a Luis Carlos Galán Sarmiento planteando en incontables debates, que no consideraba interlocutores válidos de su organización política a los sectores, movimientos y partidos cuyos objetivos eran no sólo ajenos sino contrarios al bien común. Por ahí debería comenzar el asunto en este momento vital y señero de la nación. Por lo demás, la democracia no puede reducirse al simple aforo cuantitativo de unas precarias mayorías del 1 % de perezosos votantes que no alcanzan a sumar el 36 % de los ciudadanos aptos para expresarse en las urnas. Se impone la adopción del voto obligatorio, como expresión fehaciente de la apertura hacia una Democracia abierta y participativa.
Intente salvar “su circunstancia” con todos los recursos a su alcance. No permita que, por cuenta de la intransigencia de quienes confunden el interés superior de la república con vitandas apetencias personales, familiares o grupales, la púrpura de los humildes continúe siendo regada a lo largo y ancho de nuestra geografía. Pase a la historia como el Presidente que abrió las avenidas de la paz. Invite a los reacios a que se suban a ese tren; y a los que se rehúsen a hacerlo déjelos rumiando imposturas en estaciones prehistóricas. Convoque un Gran Acuerdo Nacional por la Paz y por la Democracia, pero con la gente del común. Con los que están llenando las calles y las plazas, y pidiendo “Acuerdo ya”. No más Frentes Nacionales excluyentes y humillantes que provoquen más violencias y engendren nuevas guerras. No más sanedrines; no más camarillas amañadas; no más politiquería, ni mermelada, ni maniobras soterradas a espaldas de la opinión nacional, ni aspirantes al poder que condicionen la feliz culminación del proceso a las ventajas competitivas para una próxima campaña.
¿Será mucho pedirle, Presidente? Yo no lo creo. Parapétese usted en el decir de Ortega y Gasset y proceda: Sálvese. Salvémonos. Salvemos el futuro. Salvemos el Acuerdo. Salvemos la Paz. Salvemos a Colombia.
En su obra ‘De la historia a la acción’ escribió Hannah Arendt: “La manifestación del viento del pensar no es el conocimiento; es la capacidad de distinguir lo bueno de lo malo, lo bello de lo feo. Y esto, en los raros momentos en que se ha llegado a un punto crítico, puede prevenir catástrofes…” ¡Valdría la pena no olvidarlo!
“Un abrazo colombiano y de Paz”, como decía en sus tiempos el ‘Alto Consejero’ John Agudelo Ríos.