Por Campo Elías Galindo A.
Al lado de la implementación de los acuerdos de La Habana y el proceso de negociación con el ELN, el tema de la corrupción irremediablemente va a acaparar los contenidos de las campañas electorales que ya se inician para Congreso y presidencia de la República en Colombia.
Una de las consecuencias del bipartidismo tanto institucionalizado como implícito en la política nacional, ha sido la ausencia de controles reales de la administración pública, en manos de unas “ías” capturadas por los mismos grupos políticos que gobiernan. Así, la clase política ha sido al mismo tiempo juez y parte en la función de controlar el gasto público y evitar el desvío de recursos a los bolsillos de particulares.
La corrupción estatal, mal llamada “pública”, es tan antigua como la misma clase política colombiana, y tiene dimensiones tales que le dan connotaciones de una burla permanente a la ciudadanía. Todo político que se respete en nuestro país, promete luchar contra la corrupción “hasta las últimas consecuencias”. Este fenómeno es el principal responsable del apoliticismo, el abstencionismo y la frustración generalizada de millones de ciudadanos, que al dar la espalda al Estado y a la política, les dejan a los traficantes de votos todo el espacio libre para continuar el saqueo. De esta manera, la corrupción termina siendo funcional al sistema político cerrado e ilegítimo que monopoliza la toma de decisiones en todos los niveles.
Desde hace muchas décadas, la clase política, carente de un norte ético y de un proyecto nacional, convirtió al Estado en un botín, en una fuente de recursos a través de la cual enriquece a los suyos y a quienes le sirven. Son las cuotas burocráticas, las tajadas del presupuesto, las remuneraciones desproporcionadas, los honores, y los dineros que de mil maneras se filtran a través de la contratación, el botín al que se han aferrado unas élites voraces totalmente distanciadas del interés público y ciudadano.
La corrupción en Colombia vive mimetizada. Para los grandes medios de comunicación, cuyos dueños no son ajenos a ella, cada negociado es un simple evento que se tapa con otro. La opinión pública no alcanza a entender los intríngulis de cada desfalco o cada “miti-miti” cuando ya están en las primeras planas los siguientes escándalos.
Es cierto que la corrupción está desbocada, pero no desde que llegó Odebrecht a Colombia. En los días que corren, de hostilidades y virulencias entre las élites que nos gobiernan, los eventos dolosos contra el tesoro nacional se han convertido en un campo de batalla entre los partidos y sectores hegemónicos de la clase política. Ha bastado que el uribismo y el santismo radicalizaran sus contrariedades, para que decidieran esculcarse mutuamente y publicarse sus porquerías. Cada fuerza busca movilizar contra la adversaria todo el aparato mediático nacional. Empiezan a arder los rabos de paja, nadie quiere perderse el espectáculo y los competidores en las elecciones de 2018 van tomando las posiciones más estratégicas. Ya algunos de ellos están diciendo, en medio de un nuevo exterminio de líderes campesinos y comunitarios que nos devuelve a la década de los ochentas, que el tema de la guerra y la paz está resuelto, que ya se puede “chuliar” y que llegó la hora, por fin, de elegir políticos que no nos roben.
Lo anterior ha abierto una discusión nacional sobre prioridades. Es innegable que hay avances en la consecución de la paz y que muchos quisiéramos pasar la página, pero los hechos son tozudos: sigue habiendo, contra las buenas voluntades mayoritarias, una extrema derecha mafiosa dispuesta a atajar la reconciliación del país consigo mismo. Las estadísticas de asesinatos del año pasado y lo transcurrido de este, no dejan espacio a la duda. La implementación legislativa de los acuerdos de La Habana apenas empieza, al igual que la negociación con el ELN. El gobierno por su parte, es poco lo que aporta negando el neoparamilitarismo, y repitiendo el libreto de los años ochentas de la “no sistematicidad” en los asesinatos, para no comprometerse en el combate contra estructuras que de muchas maneras, están emparentadas con el Estado y con grandes empresarios del campo.
Pero más allá del debate sobre prioridades, y lejos de subvalorar la lucha contra todos los corruptos y formas de la corrupción, es necesario señalar que alrededor de ese término hay malos entendidos, verdades a medias y verdaderas trampas que muchos incautos no perciben. Lo primero es que maliciosamente se le asigna a la corrupción un espacio de residencia, el Estado; con lo cual se difunde el mensaje neoliberal de que este es necesariamente corrupto porque es a la vez el espacio donde reside la política. La conclusión no puede ser otra: la política y el Estado son sucios; lo limpio son los negocios y las economías de mercado. Este mensaje es pieza fundamental del ideario neoliberal, y brinda sustento a otras estrategias bien conocidas en todo el mundo desde las últimas décadas del siglo pasado, que apuntan a minimizar el Estado, a reducir sus funciones y sus campos de acción, a despojarlo de las que son sus razones de ser, en favor del mercado y la desregulación, en unas sociedades de “sálvese quien pueda” y de capitalismo salvaje.
Como el Estado es la residencia “natural” de la corrupción, el círculo de la falacia se cierra asignándole a la corrupción, un apellido supuestamente legítimo: “pública”. Según nuestra clase política y los grandes medios de comunicación entonces, lo que hay que combatir es la corrupción pública, que para ellos es la estatal, pues en el sector privado todo es transparencia y honradez.
Lo primero que hay que decirles a estos predicadores ahora alborotados, es que lo público no es idéntico a lo estatal. Son también públicos, aunque ajenos al Estado y en otra escala, los recursos de las cooperativas, los sindicatos y entidades similares, los espacios que la ciudadanía se apropia como las calles y los parques, los patrimonios culturales colectivamente construidos como la historia misma, etc. Hay una renuncia tácita a luchar contra la corrupción por fuera del Estado, siendo esta cotidiana y abrumadora en los ámbitos privados; allí permanece a salvo del escrutinio de las mayorías ciudadanas, y con pocas excepciones, de los grandes medios de comunicación. El saqueo de la riqueza socialmente producida que llena tantos bolsillos, ocurre también fuera del Estado; pero es este la mayor víctima del despojo, lo cual se facilita por su debilitamiento progresivo y por la guerra ideológica que le han declarado los tanques del pensamiento neoliberal.
Pero el nodo más importante de la confusión, proviene del concepto mismo, del entendimiento de lo que corrupción significa. Aquí conviene diferenciar contenido de formas, objetivos de estrategias. En esencia, la corrupción es la conversión de recursos y patrimonios públicos en propiedad privada. Ese tránsito de lo público a lo privado requiere, como es obvio, de agentes, que están por fuera o están por dentro de las instituciones o empresas del Estado, y que desde un lugar o desde el otro, actúan como personas privadas, guiadas por intereses propios o de terceros, pero en todo caso, ajenos al interés colectivo. Un funcionario cuando actúa o se desempeña de manera corrupta, está dejando de ser “público”, está traicionando todo compromiso con el bien común y simplemente se desempeña como un infiltrado de agentes externos. No por otra cosa, el Estado colombiano es corrupto; lo es porque está estructuralmente permeado por intereses privados que lo exprimen al máximo, a través de miles de formas y estrategias que se organizan desde dentro y desde fuera de sus instituciones, incluida la elaboración misma de las leyes y las normas.
Suele decirse cada vez que hay un robo de recursos del erario público, como en el caso de Odebrecht, que es tan culpable “el que peca por la paga como el que paga por la peca”. Pues bien; es indiferente para lo que estamos analizando, que el que peque esté dentro de la estructura estatal y el que pague esté fuera de ella. Son tan privados los intereses del uno como del otro. Además, obsérvese que en este como en casi todos los eventos de corrupción, el Estado es el medio, el instrumento, el espacio. El fin, la esencia y el efecto, no es otro que la privatización.
La expresión “corrupción pública” encierra un contrasentido. La corrupción es intrínsecamente privada; es privatización de recursos. El sistema político colombiano está diseñado para que las élites usufructúen (léase privaticen) la riqueza acumulada de los ciudadanos. La corrupción es estructural; es fácil saber dónde empieza pero no dónde termina. Para entenderlo basta remitirse al sistema electoral; este legaliza la puja entre poderes económicos para instalar a sus agentes en las posiciones de mando dentro del Estado. Como está próximo a ocurrir, los grandes conglomerados económicos, grandes empresas y grupos de intereses privilegiados, se lanzan en carrera loca a financiar campañas electorales para capturar posiciones políticas. Los elegidos terminan como rehenes de los grupos que los financiaron, gobernando para ellos, contratándolos a ellos, repartiendo empleos para ellos, rodeándolos de la protección gubernamental y emitiendo normas en su exclusivo beneficio. Los candidatos a cargos de elección popular, suelen vender su alma al diablo que más dinero ponga en sus campañas, si no es que desde antes están matriculados en una empresa electoral. Tenemos una clase política que no gobierna para los ciudadanos que la eligen, sino para los grupos poderosos que financian su acceso al poder del Estado.
La política es lo que menos le interesa a la clase “política”. Quien se lanza a una candidatura o le hace campaña, quien la financia, quien se hace elegir y luego gobierna, todos, están haciendo una inversión, no social sino económica, que en el ejercicio del cargo se redime con contratos, “coimas”, empleos, remuneraciones y privilegios de todo tipo. La política en nuestro país se llenó de gentes que buscan enriquecerse. Colombia necesita tanto un nuevo sistema político como una nueva clase dirigente que practique una ética del servicio público.
En Colombia luchar contra la corrupción no es simplemente revocar el mandato al corrupto de turno, ni reducir remuneraciones a funcionarios del Estado para liberar recursos que seguramente otros se robarán, mucho menos imponerles más rotación en los cargos, con lo cual solo se redistribuye el botín. Así el actual Congreso haya rechazado estas medidas tibias y simbólicas cuando fueron puestas a su consideración, ellas no apuntan de frente a la solución del problema sino a lo que pretendió el célebre presidente Turbay Ayala en su momento: “reducir la corrupción a sus justas proporciones”.
No cabe ninguna seriedad en Colombia, a quienes denuncian, atacan y hacen campaña contra la corrupción, pero al mismo tiempo defienden el sistema político vigente. La privatización de los recursos públicos vive en el contenido mismo de las leyes colombianas; en la ley 30 de 1992, en la ley 100 de 1993, en la ley 142 de 1994, en la ley 1473 de 2011 o “Regla fiscal”, y en toda la legislación de los últimos 30 años que despoja al Estado de sus funciones y obligaciones sociales para abrirle mercados a los capitales privados. Un Estado capturado por los poderes económicos de particulares es incapaz de frenar su propio desangre; únicamente es fuerte para reprimir la protesta y la oposición política.
La crisis del Estado y su desprestigio, es un fenómeno globalizado, y va de la mano con el empoderamiento abrumador de los capitales transnacionales, para los cuales las naciones, los gobiernos y las culturas son estorbos a su penetración y su crecimiento. El proyecto del capital mundial es derribar todas las regulaciones, todos los controles, circular y penetrarlo todo libremente, libremente comprar y vender, corromper y sobornar. Ni en Colombia ni en ningún país del mundo es pensable un neoliberalismo decente ni una economía de mercado donde la riqueza social esté a salvo, donde las legislaciones y los códigos puedan atajar la voracidad de la corrupción globalizada.