octubre 6, 2024 5:04 am
El Pato Donald y el otro Donald

El Pato Donald y el otro Donald

Por Ariel Dorfman

Hace cuarenta y dos años, en julio de 1975, un oscuro funcionario del Servicio de Aduanas de los Estados Unidos ocupado en asegurar el cumplimiento de la ley de importaciones, decidió que un cargamento de libros impresos en Londres podrían constituir un acto de piratería intelectual contra los derechos de Walt Disney, y procedió a “detener”, “incautar” y “someter a custodia” los cuatro mil ejemplares respectivos, solicitando que las partes en disputa, los editores británicos y la Disney Corporation, entregaran declaraciones legales sobre el caso antes de que se determinara el destino final de ese envío.

El libro que había suscitado la suspicacia del Departament of the Treasury (Finanzas), del que depende la Aduana norteamericana, era la versión al inglés de Para Leer al Pato Donald que yo había escrito con el sociólogo belga Armand Mattelart en 1971 durante el gobierno revolucionario de Salvador Allende en Chile. Si he citado las palabras exactas con que se anunciaba el secuestro de nuestro libro es para acentuar que tal agresión era una más entre muchas que ya había sufrido nuestra crítica a Disney después del golpe de septiembre de 1973 que derrocó a Allende y su experimento de socialismo democrático.

Agua: diez mil ejemplares de la tercera tirada del libro fueron lanzados por la Armada chilena a la bahía de Valparaíso. Y fuego: unos días después de la asonada militar, encontrándome en la clandestinidad, vi por televisión cómo un grupo de soldados quemaban, en vivo, centenares de libros, entre los cuales se hallaba Para Leer al Pato Donald. No me sorprendió tal pira inquisitorial. Nuestro desmenuzamiento de los valores dominantes que escondían las historietas que Disney propagaba por nuestro país y tantas otras naciones de lo que se denominaba en esa época el Tercer Mundo había tocado un nervio en la burguesía chilena. Un airado automovilista había tratado de atropellarme, gritando “¡Viva el Pato Donald!” Fui rescatado de una turba anti-semita por un camarada karateca y la casa en que vivíamos con mi mujer y nuestro hijo Rodrigo fue el objeto de protestas de vecinos del barrio.

Aún así, el espectáculo de ver mi propio libro ardiendo por televisión era particularmente inquietante. Había asumido, equivocadamente y con ingenuidad, que después de las infamantes hogueras nazis de mayo de 1933 en que toneladas de volúmenes que se juzgaban subversivos, decadentes e insuficientemente “alemanes” habían sido consignados al fuego, tales actos serían considerados demasiado reprensibles para llevarse a cabo en forma pública. Pero los militares chilenos no tenían problemas con difundir flagrantemente su furia y odio. Y me recordó que quienes quemaban mi libro no tendrían problemas con hacer algo idéntico o peor al cuerpo indefenso del autor. Tal experiencia ayudó a convencerme de que aceptara, muy de mala gana, la orden de mi partido político para que abandonara Chile a fin de unirme a la campaña contra el General Pinochet en el exterior.

Esa imagen de mi libro incinerado me acompañó al exilio, incitándome a meditar dilatadamente acerca del sentido profundo y desesperante de aquella hoguera.

Había sido nuestra intención asar al spiedo a Disney y a su Pato, vacunar al pueblo chileno contra la plaga del American Dream of Life y su ideología competitiva, super-individualista y voraz. En vez de ello, como Chile mismo, el libro había sido consumido por una conflagración sin fin. El hecho de que los conspiradores militares y civiles habían sido financiados y alentados por Washington y la CIA, que Nixon y Kissinger habían desestabilizado el experimento maravilloso de Allende, le dio una sensación de derrota especialmente amarga a la quema del texto que desnudaba justamente la forma en que los Estados Unidos trataba a países como el nuestro. Creíamos con tanto fervor que nuestras palabras –y los obreros en marcha que las estimularon– eran más fuertes que el Imperio y ahora el Imperio había probado su poderío, nosotros éramos los que habíamos sido chamuscados y digeridos y escupidos.

Y, sin embargo, pese a que tantos ejemplares de Para Leer al Pato Donald habían sido obliterados, el libro mismo cobraba una segunda vida en otras latitudes. Entre todas las traducciones, la que más nos importaba a Armand y a mí era la que se hizo al inglés. Si aquel “manual de la descolonización” (como la llamó el gran John Berger) no podía circular en la tierra que lo vio nacer, teníamos la esperanza de que podría encontrar nuevos lectores en la tierra que le dio nacimiento a Disney.

No tardamos mucho en darnos cuenta de que el creador del Pato Donald, igual que el gobierno gringo que lo defendía y difundía, era más poderoso de lo que habíamos anticipado. Debido a que no le habíamos pedido autorización a Disney para reproducir algunas imágenes de las historietas que Walt publicaba con tanto desparpajo masivo en nuestras naciones, ningún editor en los Estados Unidos estaba dispuesto a arriesgar los juicios y pleitos que una armada de abogados había ya desplegado en tantísimas ocasiones para defender el copyright de la Disney Corporation.

De manera que cuando el Servicio de Aduanas confiscó los ejemplares de How to Read Donald Duck, pensábamos que íbamos a volver a perder la pelea contra Disney. Para nuestra alegría y desconcierto, abogados del Center for Constitutional Rights en Nueva York convencieron al Treasury Department que no habíamos cometido piratería al reproducir los monitos y permitió la importación del libro. Con la salvedad de que, amparándose en una ley de fines del siglo XIX, decidió que tan solo 1.500 copias podían ingresar a los Estados Unidos. Esta decisión burocrática bloqueó efectivamente a los lectores de ese país de tener acceso al libro que se convirtió así en un ítem de coleccionista, por el que se paga hoy centenares de dólares en el mercado virtual.

Ahora, por fin, después de cuatro décadas, How to Read Donald Duck va a circular en la patria de Disney como parte de un catálogo del Museo MAK de Los Angeles. No puedo negar que me da cierta satisfacción pensar que el libro reaparece tan cerca de Disneylandia y, también, de la tumba donde descansan los restos no tan inmortales de Walt mismo (el que no fue congelado criogénicamente, como murmuran las lenguas).

Más importante, sin embargo es que nuestro texto carbonizado y prohibido ha logrado pasar subrepticiamente la frontera de los Estados Unidos en el preciso momento en que sus ciudadanos, animados por el tipo de xenofobia y nacionalismo exacerbado que recuerda mi propio Chile regentado por Pinochet, ha elegido a otro Donald (aunque se parezca más al Tío Rico MacPato que a su sobrino más notorio) a la Presidencia en virtud de su promesa de “Construir Una Muralla” y “¡Hacer de nuevo grande a América!”. Nos encontramos, sin duda, en una coyuntura donde reina el deseo nostálgico de retornar a un país que Disney concibió en sus historietas como inmaculado, inocente y eterno.

Me conforta que nuestras ideas, forjadas durante la revolución chilena, hayan arribado a estas orillas precisamente cuando algunos –¡demasiados!– estadounidenses se pasean con antorchas en lugares como Charlottesville, haciéndose eco de las hogueras de Santiago y Berlín, pero también en un momento cuando muchos otros compatriotas suyos se preguntan acerca de las condiciones que llevaron a Donald Trump al poder. Me pregunto si hay algo que podrían extraer quienes hoy son mis conciudadanos gringos de nuestra exploración de la ideología subterránea de este país. ¿Es posible ver la sombra de Donald Trump dentro del libro que desnuda a ese otro Donald, el plumífero?

Por cierto que muchos valores que impugnamos en nuestro libro –la codicia, la ultra-competitividad, la sujeción de las razas más oscuras, la desconfianza y desprecio hacia los extranjeros (mejicanos, árabes, asiáticos), todo ello edulcorado en un himno constante a una felicidad inalcanzable– anima a cantidad de entusiastas de Trump (y no solo a sus seguidores). Pero tales blancos son demasiado evidentes y fáciles. Tal vez más crucial hoy es el pecado cardinal de los Estados Unidos que se agita en el corazón de las historietas de Disney: la creencia en una innata inocencia de la patria de Lincoln, la presunción de la excepcionalidad, la singularidad ética y destino manifestó de este país.

Cuando escribimos el libro nos referíamos a la incapacidad –que sigue hoy– de la nación que Walt exportaba como un modelo de perfección a reconocer su propia historia. Si se desmorona la amnesia recurrente de la violencia y transgresiones pretéritas (la esclavitud, el extermino de nativos, las masacres de obreros en huelga, la persecución y deportación de inmigrantes y rebeldes, tantas aventuras militares en suelo extranjero, tantas invasiones y conquistas de territorio ajeno, y la complicidad con autocracias y dictaduras en todos los continentes), lo que se derrumba es la cosmovisión supuestamente prístina de Disney, abriendo espacio para que otro tipo de país haga su lenta aparición.

Aunque escogimos a Walt Disney como el ejemplo excelso de esta inocencia, ella se encarna hondamente, por cierto, en los pre-juicios de la inmensa mayoría de los norteamericanos, aun entre los más ilustrados. Una casi imperceptible muestra de ello es la reciente decisión de Ken Burns, el documentalista más celebre y admirable de las costumbres y trayectoria de su país, de comentar en su nueva serie televisiva sobre Vietnam, que esa intervención desastrosa y genocida en una nación lejana fue iniciada “de buena fe y por gente decente” y que se trataba de un “fracaso” y no de una “derrota”.

Es una advertencia de cuán difícil será deshacerse de la idea abismalmente arraigada que los Estados Unidos, pese a sus fallas, es una fuente incuestionable de benevolencia en el mundo. Solo un país que continúa a bañarse en la mitología de esta inocencia, de una virtud otorgada por Dios y por lo tanto destinada a imperar en toda la Tierra, puede haber producido una victoria como la de Trump. Solo el reconocimiento de cuán perversa y enceguecedora viene a ser aquella inocencia puede conducir a una comprensión más amplia de las causas de la ascendencia de Trump y su dominio alucinante sobre tantos seguidores suyos, un reconocimiento al que nuestro libro quisiera contribuir, aunque fuera en forma mínima.

Hay, sin embargo, un aspecto de How to Read Donald Duck que tal vez ofrezca una contribución de otro tipo a la búsqueda colectiva en que tantos estadounidenses perplejos están empeñados. Volviendo a leer este texto nuestro lo que me sigue inspirando hoy es su tono rebelde, la insolencia, el humor, la euforia que fluye por sus páginas. Es un libro que se ríe de sí mismo mientras se burla de Donald y sus sobrinos y sus compinches. Detrás de su deseo de un nuevo lenguaje para la liberación puedo escuchar a un pueblo que no se deja avasallar. Me devuelve al inmenso salto imaginativo que exige toda demanda de un cambio radical, Y captura algo que a menudo falta en esta era de catástrofes y derrotas: la certeza de que múltiples realidades alternativas son posibles, que están a nuestro alcance si tenemos el coraje y la inteligencia y la osadía de enfrentar el futuro sin miedo. Para Leer Al Pato Donald fue y sigue siendo una celebración de la alegría que acompaña el desborde de la imaginación, una alegría que es su propia recompensa, que no puede ser quemada en Santiago o desaparecer en la bahía de Valparaíso.

Es esa alegría liberadora, ese espíritu de resistencia que me gustaría compartir con lo mejor que tiene Estados Unidos por medio de un libro que no lograron liquidar los soldados de Pinochet ni bloquear del país de Martin Luther King los abogados de Disney. Espero que en este momento confuso y terrible sea un modo modesto de recordar que de veras no tenemos por qué dejar el mundo tal como lo heredamos al nacer. Si pudiera re-escribir ese libro hoy, es probable que un mejor título sería, quizás, Para Leer a Donald Trump.

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*Ariel Dorfman es ensayista, novelista, poeta y activista de los derechos humanos argentino-chileno-estadounidense. Autor de La Muerte y la Doncella,  Para Leer al Pato Donald, y más recientemente, la novela Allegro. Vive con su mujer en Chile y en Carolina del Norte, donde es profesor emérito de Literatura en la Universidad de Duke. 

El Clarín de Chile.

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