Por Aurelio Suárez Montoya
Con la victoria del ‘Sí’, desaparecerían ciertos sofismas históricos.
Hacia 1970, en las movilizaciones estudiantiles y sociales se coreaban consignas como “en cada barrio, un comando; en cada casa, un fusil”. Era la exaltación del guerrillero heroico, encarnado en el ‘Che’ o en Camilo, en cuyas acciones individuales se confiaba la liberación de las masas indiferentes que no se atrevían a levantarse. Un mensaje mal transmitido desde Cuba a partir de 1959, acogido de forma mecánica, que instó la aparición de grupos guerrilleros por todo el continente.
Algunas agrupaciones comprendieron muy pronto que la realidad y el estado de ánimo de la población no estaban en consonancia con dicha táctica y la desecharon autocríticamente y sin nada a cambio. No obstante, y de manera simultánea, afloraban voces políticas, intelectuales y aun religiosas, del continente y allende los océanos, que justificaban la decisión insurreccional con la teoría de las “causas subjetivas y objetivas”. Para la primera mitad de los ochenta, ya el vínculo de la guerrilla con el eje soviético-cubano era cada vez más fuerte, hasta que su avance hacia la cima se truncó con la súbita caída del Muro de Berlín. Al tenor de la apabullante globalización en ciernes, se inició el repliegue: la primera reinserción de varios contingentes, encabezados por el M-19, adobada con el precepto de la Constitución de 1991, incluido su modelo económico neoclásico.
La recrudecida violencia de finales del siglo pasado e inicios del presente trajo el genocidio de la UP; el paramilitarismo criminal, presentado por sus promotores transnacionales y nacionales como ‘respuesta legítima’; execrables crímenes; narcotráfico, masacres y matanzas; secuestros al por mayor y millones de víctimas, todo en el marco de una disputa tan degradada que la sociedad en pie comenzó a demandar su cesación. Luego del malogrado intento del Caguán, el cerco que a las Farc les hizo la Fuerza Pública, con asesoría y recursos norteamericanos, y del proceso de sometimiento de Ralito se sentaron las bases para celebrar –después de cuatro años– el presente acuerdo de solución negociada. Solución circunscrita a una agenda que no discutió los pilares del contrato constitucional sino, principalmente, el desmonte del factor de violencia, del desarme total y para siempre, y el correspondiente proceso, pactado entre las partes, de verdad, justicia y reparación con las víctimas y de condiciones de reincorporación de los insurrectos.
Esta historia de cincuenta años, que varias generaciones vivimos y cuyos nefastos efectos de distinto tipo padecimos, se fermentó con ciertos sofismas a los que les llegó la hora de la refutación: que independientemente de la correlación política de las fuerzas, la urgencia de un cambio justificaba la insurgencia; que como Colombia era un ‘Estado fallido’, urgía que la superpotencia se incrustara como rectora en todas las instancias del poder público y que como el conflicto se había salido de madre por los bárbaros procederes de las facciones armadas, se requería de la más abierta represión, llámese estado de sitio, estatuto de seguridad u otros engendros descargados con todo el peso sobre la justa protesta civil y las organizaciones sindicales y sociales.
Esta funesta crónica de violencia llega a uno de sus capítulos finales al votar el ‘Sí’ el 2 de octubre, y con ella caerán las falacias que la soportaron. Y a contramano se reivindicará la táctica política para avanzar hacia el logro de las genuinas transformaciones que Colombia requiere; se descalificará el endoso de la autonomía nacional a los poderes extranjeros y a sus mandatos económicos, justificado como contraprestación a su asistencia y ejercido por gobiernos durante décadas, en varios de los cuales Santos fue y es actor relevante, y se abogará por las mayores garantías para el completo ejercicio de los derechos ciudadanos.
@AurelioSuarez
El Tiempo, Bogotá.