Por Rodrigo Borja
Era el aeropuerto de Madrid, febrero 1994. Por los altavoces se anunció que el vuelo hacia Santa Cruz de Tenerife, en las Islas Canarias, estaba retrasado. Me puse a trabajar en mi computadora portátil para pasar el tiempo y romper el aburrimiento. Eran los días en que estaba metido de cabeza en mi “Enciclopedia de la Política”. En eso alguien se sentó a mi lado. Regresé a ver y ¡era el naturalista francés Jacques Cousteau! Se me hizo una figura familiar. La televisión tiene esa virtud: los personajes que uno ve en la pantalla son nuestros amigos. Me puse a conversar con él. En las investigaciones que había hecho sobre el “darwinismo” no tenía yo muy claro el papel que jugaron las Islas Galápagos en la teoría de la evolución de las especies de Charles Darwin. Y nadie mejor para aclararme el asunto que mi vecino de banca.
Cousteau me dio una amplia explicación. En efecto, nuestras fascinantes Islas Galápagos, donde el tiempo parece haberse detenido, fueron el principal laboratorio natural en que el sabio inglés Charles Darwin investigó los fundamentos de su teoría de la evolución, que expuso más tarde en su libro “El Origen de las Especies” publicado en 1859.
Cousteau me confirmó que la visita de Darwin a las Galápagos -en que entró en contacto por primera vez con animales que no temían al hombre porque no habían sufrido experiencias de la agresividad humana- le sirvió para reafirmar su hipótesis acerca de la evolución de las especies, en la que sostiene que, en la lucha de todos los seres por la existencia, sobreviven los más aptos, en una suerte de selección natural.
En ese proceso de selección, las especies tienden a desarrollar cambios y variaciones para adaptarse al medio en que viven, y se perpetúan o desaparecen de acuerdo con el grado de compatibilidad que alcanzan con las exigencias de la vida. De esta manera, a lo largo de las edades, las especies animales -incluido el hombre- y las especies vegetales han evolucionado incesantemente desde las formas más primitivas hasta las más avanzadas.
Este principio fue desarrollado por Darwin en su libro “The Descent of Man and Selection in Relation to Sex”, publicado en 1871, que produjo gran escándalo y mayor indignación entre muchos de sus contemporáneos porque trató de demostrar que el hombre y los monos descienden de un antepasado común.
El tema dividió en dos a la sociedad de su tiempo: los “darwinistas” y los “antidarwinistas”, que se trabaron en dura disputa durante muchos años. Recuerdo lo cariñosamente que Cousteau se expresó del Ecuador y de sus encantadoras riquezas naturales. Y me imploró que las preserváramos y defendiéramos de la acción destructora del hombre. Me dijo: “las generaciones futuras no nos perdonarían que desperdiciáramos la última oportunidad: y la última oportunidad es hoy”.