Por Francisco Sierra Caballero
Si, como recuerda Eagleton, los soviets y el enemigo rojo han desaparecido, quedan para similar función los musulmanes, con los que Occidente conjura sus contradicciones en forma de Acta Patriótica.
En su montaje On translation: Fear/Miedo, Antoni Muntadas nos plantea un reto: pensar la intervención televisiva filmada en la frontera entre EE.UU. y México de forma similar al problema del Estrecho. En ambos espacios liminares, se nos muestra el miedo como construcción cultural. La instalación nos interpela como espectadores a propósito del paisaje mediático y la arquitectura de la información, esto es, los mecanismos invisibles de dominio que tienen lugar en el espacio público con la que se realiza la acumulación por desposesión. De acuerdo con Mike Davis, la globalización acelera la dispersión high-tech de grandes instituciones de la sociedad industrial como la banca, dando lugar a procesos de desanclaje e incertidumbre. En esta dinámica, no es posible el control social sin recurrir al discurso del miedo. El temor siempre ha sido un eficaz recurso de propaganda y hoy de nuevo la principal función de dominación ideológica. Así, por ejemplo, si, como recuerda Eagleton, los soviets y el enemigo rojo han desaparecido, quedan para similar función los musulmanes, con los que Occidente conjura sus contradicciones en forma de Acta Patriótica. La percepción aguda de inseguridad en nuestro tiempo es, en este sentido, la condición de la eficacia de la política de aporafobia.
Esta lógica es propia de lo que la Sociología, desde Stanley Cohen, denomina pánico moral, una reacción irracional de construcción y rechazo de amenazas veladas o abiertamente contrarias a la norma dominante a partir, fundamentalmente, de la capacidad de estereotipia de los medios. El análisis de cultivo de la Escuela de Annenberg hace tiempo que ha demostrado cómo la violencia simbólica es alimentada por la pequeña pantalla en una suerte de revival de la dominación original. El mundo que observan los telespectadores difiere significativamente del mundo real, tanto en los contenidos representados como en los roles sociales asignados a sus protagonistas. Se produce lo que Gerbner y Gross califican como “desplazamiento de la realidad”: la relación continuada y periódica de difusión de contenidos simbólicos, basados en conceptos y nociones específicos, son asumidos en sus formas de representación de la realidad por los consumidores, y en ocasiones hasta la suplantan. En tanto que sistemas de producción, percepción y adquisición de mensajes acerca de lo que hay, lo que es importante y lo que es correcto, los medios de comunicación colectiva nos enseñan cómo es la realidad (representaciones), cómo funciona y se estructura el sistema social (funciones), y qué opciones o alternativas son deseables (valores). Por ello, es posible observar, a propósito por ejemplo de la violencia televisiva, que la influencia de estas representaciones en relación al grado de consumo y exposición a las emisiones televisivas de diferentes grupos de público permite disociar la exposición de las audiencias a este tipo de contenidos de las conductas agresivas, para plantear el problema de la victimización, como un proceso de sujeción y sometimiento de los receptores a la estructura del poder por medio de la imposición de un efecto, en parte casi catártico, de violencia simbólica. En la correlación entre contenidos violentos de la televisión y representaciones sociales de la audiencia, Gerbner observa a este respecto el carácter discriminatorio y sistemático de victimización de los personajes objeto de actos violentos en los programas de ficción entre los grupos subalternos según el sexo (mujeres), la edad (jóvenes y ancianos), la raza (afroamericanos, hispanos, asiáticos…), y la clase social (baja pero también clase alta) de pertenencia. En sus conclusiones, es posible aprender, aplicado a nuestro tiempo, una enseñanza reveladora. Aquellos consumidores expuestos habitualmente al contenido de la televisión tienden a sobreestimar la cantidad de violencia y de criminalidad en su entorno, manifestando cierto temor de ser víctimas de acciones violentas y una creciente desconfianza hacia otros miembros de la comunidad. Esta misma inseguridad coincide con la adscripción de la audiencia a posiciones conservadoras de reforzamiento de las políticas de seguridad y de endurecimiento del sistema punitivo, lo que revelaría el poder normativo de la violencia simbólica. No viene al caso aquí dar datos detallados de la dieta informativa en España. Sí cabe recordar al lector, no obstante, que estamos entre los países con mayor consumo televisivo y que no podemos calificar la oferta audiovisual en nuestro país precisamente de un menú de calidad y sustancioso. Si correlacionamos este hecho con la proliferación de propaganda y el ascenso del fascismo social que retorna con las imágenes replicantes del sistema televisual en tanto que dispositivo de disciplinamiento, hay razones suficientes como para estar preocupados. No es casual que medios como Antena 3, vulnerando sus propios principios y las normas deontológicas elementales, equipare en Valencia a víctimas con victimarios, a fascistas con pacíficos manifestantes. La rectificación solicitada en nombre de ULEPICC se hizo tarde y mal. Muy reveladora de la cultura democrática de nuestro sistema mediático, que tiende habitualmente, como los cuerpos de seguridad del Estado, a suplantar la realidad de forma sistemáticamente sesgada. Y es que, en tiempos de crisis, de deslegitimación del régimen por el saqueo y vulneración de derechos, la única respuesta de las clases dominantes, no se olvide, es la fórmula hobbesiana del homo homini lupus. Además de paralizar, el pánico moral inducido tiende a garantizar así el dominio de la población y la imposición, como explica Noemi Klein, de La doctrina del shock.
En este marco nos encontramos, asistiendo impávidos, como advierte Javier Navascués, a la nueva caza de brujas, décadas después de la muerte de Goldwater y la caída del muro de Berlín.
Mundo Obrero, España.