Por Juan Diego García
Lo realmente sorprendente es que en las condiciones actuales de Venezuela la convocatoria de una Asamblea Constituyente haya conseguido un apoyo de más del 40% de la ciudadanía. Y sorprende más considerando que muchos de los gobiernos que ahora claman contra Maduro han sido elegidos en votaciones que ni siquiera consiguieron movilizar al 50% del electorado. A juzgar por los acontecimientos de los meses recientes lo normal hubiese sido que a las urnas no acudiera casi nadie, obligando al gobierno a reconsiderar su gestión del conflicto y buscando alguna fórmula de entendimiento con la oposición. Pero un respaldo tan significativo, con más de ocho millones de votos frente a los resultados escuálidos e imposibles de confirmar del referendo de la oposición en los días previos explicaría que Maduro proclame la victoria y prometa que llevará el proceso de cambios mucho más lejos.
La votación de este domingo pasado, registrada de manera segura y a disposición de quien quiera verificarla (dentro y fuera de Venezuela) contrasta con el referendo de la oposición que según su propia versión consiguió algo más de siete millones de votos, realizado sin ninguna garantía y cuyos votos y plantillas de registro fueron incinerados al día siguiente de tal manera que quien quiera verificar su validez no podrá hacerlo. Nada de esto sorprende. La oposición venezolana no se distingue precisamente por una actitud democrática (basta ver la violencia que emplea en sus “manifestaciones pacíficas”) ni por el respeto a la verdad, jugando de forma permanente entre el acatamiento formal a las normas legales y el desconocimiento de las mismas según conveniencia.
Más allá de las manipulaciones diarias a que nos tiene acostumbrados la prensa, y más allá de las condenas a la Asamblea Constituyentes por parte de algunos gobiernos que desconocen los resultados de la votación queda el hecho cierto de la victoria de Maduro y de la derrota de los conspiradores internos y externos (en primer lugar, los servicios de inteligencia de los Estados Unidos). Una victoria significativa del gobierno en una batalla decisiva pero en manera alguna el fin de la guerra en curso desde que Hugo Chávez inició la Revolución Bolivariana. Grandes y decisivos combates se vislumbran entonces en el horizonte cercano.
Las primeras declaraciones del gobierno venezolano ya anuncian los posibles caminos que recorrerá la nueva Asamblea Constituyente para reformar de manera mucho más profunda y trascendental el orden social del país. Y seguramente estas perspectivas son las que producen una reacción tan airada de algunos gobiernos de la región y en particular de los Estados Unidos, pues si los anuncios del gobierno venezolano se cumplen el panorama regional sufrirá cambios de gran calado, probablemente similares a aquellos que en día despertó la Revolución Cubana entre los sectores populares del continente que también deseaban la reforma agraria, el fin de la corrupción administrativa, el ejercicio real de la soberanía nacional y, por qué no, ajustar cuentas a quienes desde siempre abusaron del poder, saquearon las arcas del estado, humillaron y ofendieron a los humildes, practicaron el genocidio de las minorías nacionales, mataron por sistema y sin contemplaciones al opositor y, en contraste con la arrogancia hacia los propios, siempre tuvieron la cabeza agachada, la rodilla en tierra y la actitud sumisa frente a cualquiera de los imperialismos que han azotado la región.
La Asamblea Constituyente tiene el objetivo central de transformar a Venezuela de país simple productor de materias primas en otro con capacidad de suministrar a su población los bienes fundamentales que requiere; es decir, poner fin a la tradicional forma de inserción en el mercado mundial como suministrador de petróleo e impulsar con toda la energía la industrialización, la modernización de su tejido económico y sobre todo alcanzar un razonable equilibrio entre los diversos sectores. Reforzar el proceso de cambios supone también la transformación de la estructura del estado y medidas radicales (es decir, que vayan a la raíz de los problemas) que afecten de verdad el poder económico y la capacidad de la burguesía criolla para seguir mandando a pesar de no tener el gobierno; que el estado consiga controlar los resortes claves de la economía para asegurar su dominio en la producción y en la distribución de la riqueza y trasformar las relaciones con la economía mundial. No basta pues con el apoyo mayoritario de los sectores populares (por importante que sea); no basta con el control de aparato gubernamental ni con el respaldo seguro de las fuerzas armadas; es indispensable que el proyecto cuente con el manejo efectivo de todas las formas de poder, empezando por las económicas.
En esta perspectiva el proceso tiene que contar sobre todo con el respaldo organizado de los sectores populares, tanto de los “integrados” en la economía (los asalariados de los diversos sectores, en primer lugar) como de esa inmensa masa de pobres y marginados de toda la vida que confían plenamente su futuro a este proyecto renovador. Son no solo el clásico “ejército de reserva” de la economía sino los contingentes que resultan decisivos para defender los logros de la revolución. Es igualmente importante que se consiga ganar para este proyecto a sectores amplios de la pequeña burguesía que actualmente se muestran neutrales o indiferentes, o sencillamente han sido ganados por la oposición. No es tarea fácil pero sería muy favorable al proyecto bolivariano conseguir aislar al máximo a los núcleos duros de la oposición local, neutralizando de paso a la derecha continental.
De inmediato, el gobierno tiene que resolver el problema de los disturbios callejeros. Sin dejarse provocar (que es el objetivo evidente de la derecha para justificar una invasión extranjera) si debe ser posible aplicar la ley con todo el rigor necesario y poner coto a los grupos de delincuentes comunes contratados para fomentar el desorden callejero; detener los saqueos e incendios y la importación de paramilitares colombianos; neutralizar a los francotiradores profesionales e impedir que se utilice en las guarimbas a menores y jóvenes de extracción humilde mientras los hijos de los dirigentes de la derecha salen del país oportunamente. Esa minoría violenta y subversiva debe ser controlada sin contemplaciones. En este contexto resulta muy revelador que las personas dadas de baja por la fuerza pública en los disturbios se pueden contar con los dedos de una mano, mientras los encapuchados violentos son responsables de la muerte de agentes de la ley y de civiles inocentes que intentan cruzar pacíficamente las barricadas. En no pocas ocasiones los encapuchados han resultado víctimas de su propia acción delictiva. Al mismo tiempo, la prensa esconde que la mayoría de las personas muertas está compuesta por partidarios del gobierno, víctimas de asesinos a sueldo, ejecutados por lo general lejos de las manifestaciones.
Cabe preguntar. ¿Si la conducta violenta de la oposición venezolana se produjera en cualquier otro país –en Estados Unidos o España, por ejemplo– como sería calificada por los medios de comunicación?