Editorial El Tiempo
La nueva jurisdicción proyecta una lamentable imagen que más lejos no podía estar de todas las expectativas.
Todavía lejos de empezar con la fundamental tarea que le han encomendado los colombianos –ni más ni menos, hacer la justicia que el país requiere para cerrar las heridas de más de 50 años de conflicto que tantas vidas, desplazamientos y dolor causó en nuestro país–, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) está proyectando una lamentable imagen que más lejos no podía estar de todas las expectativas.
El hasta hace poco secretario general de la JEP, Néstor Raúl Correa, sale de un cargo desde el que ejerció un enorme poder burocrático, y lo hace con fuertes señalamientos hacia la presidenta de la jurisdicción y ocho de sus colegas magistrados. Estos, a su vez, responden denunciando falta de transparencia en la gestión de Correa y un desmedido afán de poder que ya había generado ruidos en varias instancias. Incluso, lo señalan de una suerte de espionaje interno a través de la violación de correos electrónicos privados.
Es, en todo caso, un lamentable espectáculo. Lo que al final se muestra ante los ojos del país es una justicia que simplemente aún no existe, no obstante el tiempo transcurrido y los enormes recursos, y a sus cabezas en una puja de intereses y egos no solo impresentable sino nociva.
Desde estas líneas ya se habían advertido las señales de que algo no marchaba bien en la lenta implementación de la JEP. La ruidosa salida de Correa y el deplorable va y viene de acusaciones son muestra de ello, así como arsenal político imperdible para todos aquellos que le siguen apostando al fracaso de la implementación de los acuerdos de paz.
Lo que se ha visto hasta ahora, tristemente, evoca más el desprestigiado e increíblemente sobreviviente Consejo Superior de la Judicatura que una corte cuya actuación será la base de la paz de la Colombia del futuro. Una instancia que es, sobre todo, la esperanza de miles de víctimas.
Ido Correa, lo que procede es que su sucesor, los nuevos magistrados y el jefe de la unidad de investigación de la JEP apuren el paso y empiecen a mostrarles a los colombianos, sobre todo a los escépticos, que la verdad y los derechos de las víctimas realmente prevalecen. Y el Gobierno, artífice del acuerdo de paz y del modelo de justicia tradicional, sin invadir competencias, no puede ser convidado de piedra frente a las señales preocupantes que está enviando la JEP.
Un paso necesario será sacar adelante cuanto antes, en el Congreso, el llamado código de procedimiento de la nueva justicia, que acaba de ser radicado allí y será clave para eliminar las zonas grises, que son una amenaza para la implementación de cualquier acuerdo de paz.
El proyecto, en manos del Congreso, tiene varios ruidos, especialmente frente a la extradición, y garantizar una norma que se atenga a lo pactado en La Habana –esto es, que cualquier violación de la ley cometida con posterioridad a la firma del acuerdo es de competencia de la justicia ordinaria– es el mensaje que se necesita para que el país empiece a recuperar la confianza en la nueva jurisdicción. Lo que vemos hoy es un inicio triste, cuyo rumbo urge enderezar.