abril 23, 2025 1:07 pm
La loca democracia colombiana

La loca democracia colombiana

caracolaPor Caracola

Que un personaje tan controvertido y desagradable como Álvaro Uribe, megalómano, machista, seguidor servil del programa de propaganda de Göebels con sus mentiras grotescas, abuso de poder, muchas y comprobadas fechorías de cuando era presidente, creador de comandos paramilitares, falsos positivos, muestras abiertas de homofobia, comprobada asociación con la mafia etc., etc., venga ahora a hacernos discursos morales y “democráticos” demuestra que hay una grave enfermedad de la democracia colombiana (si alguna vez existió). La sola idea de que haya conseguido tantos votos para el No, en el plebiscito, aunque en realidad no fue él sólo el que puso esos votos, debería asustarnos.

En Colombia la locura derrotó la cordura. El presidente Santos reconoce su derrota, como si se hubiera votado contra él y por Uribe, y le da ínfulas a éste para venir a negociar la paz. Un guerrerista que no quiere la paz, negociándola, eso parece chiste. Todo nos demuestra las intenciones malévolas de Álvaro Uribe para sabotear la paz, que  además se comprueban con las confesiones cínicas, de su gerente de la campaña por el NO (Vélez Uribe), de haber engañado a sus seguidores.

A pesar de todo, el presidente Santos lo sigue considerando indispensable para la negociación de la tan añorada paz de Colombia. Indispensable será para mantener el país dividido en dos y continuar la historia de la Historia colombiana: dos partidos opuestos y una nueva repartición del poder.

Los que luchamos por el Sí, con la ilusión de los inocentes que tienden a pensar que el BIEN triunfa sobre el MAL, tuvimos que convencernos de lo contrario. La votación del plebiscito del 2 de octubre nos demuestra que la mayoría de los votantes prefieren la guerra. Hay mucho odio y resentimiento en Colombia que Uribe se encargó de animar.

Pero hay algo también claro: la mayoría de los votantes no hace la mayoría de los colombianos. La gran mayoría la hacen los abstencionistas, que sobrepasaron a la suma de los del Sí y el No. Gran parte de esa abstención, está representada por gente saturada de la política tradicional, que no vende su voto, pero tampoco vota por los mismos que consideran que no cambian nada. Muchos de ellos quisieron votar en el plebiscito, pero no pudieron por no estar inscritos. Hay otros que son indiferentes, defienden su pequeño mundo sin importarles el destino del país al que no se sienten pertenecer. No existe una identidad colombiana que los mueva a preocuparse por el destino de la Nación.

El abstencionismo gana y su triunfo crece geométricamente con los años, porque no hay razones para creer en los políticos, porque una y otra vez los votantes han sido decepcionados. La repartición del poder desde el Frente Nacional, hizo que los políticos fueran siempre las mismas élites que se reparten el presupuesto nacional. La gente estaba saturada del gobierno de esas élites. Ni siquiera los cambios propuestos por la Constitución del 91, (que nunca ha funcionado) fruto de una constituyente en la que la participación ciudadana fue enorme, logró transformar las cosas. Los indígenas por ejemplo, ganaron voz, pero no fueron escuchados. Algunos de ellos acabaron siendo corrompidos por sus camaradas del Senado.

Mientras tanto, las mafias de la droga, dueñas de un poder económico establecido, ganaron fácilmente más poder político que aprovecharon estableciendo la violencia y una nueva cultura social. La corrupción se multiplicó. Todos los problemas se pueden arreglar a  bala.

Las guerrillas empiezan a controlar también el negocio de la droga. Las élites, que estaban sintiendo los golpes de las guerrillas con sus secuestros y “vacunas”, creyeron eso de ACABAR CON EL MAL y decidieron colaborar en la creación de ejércitos privados para defender sus propiedades. Pero los ejércitos privados se les salieron de las manos y empezaron a aplicar sus métodos atroces contra los propietarios que defendían. Las élites temerosas de perderlo todo, de una parte y el pueblo resentido contra lo políticos tradicionales, de otra, apoyaron a Álvaro Uribe. Los primeros, porque él haría por ellos el trabajo sucio de aniquilar el ‘terrorismo’ con la mentira de que no existe conflicto armado en Colombia, los segundos porque tienen ganas de cambiar a las élites políticas. El programa radical de Uribe, de acabar a muerte con la guerrilla, era esperanzador para todos los que ven en la guerrilla la representación del MAL, imagen que les da los medios de comunicación y que Uribe acabó asimilando a todos los males de Colombia. Pero no lo logró ‘aniquilarlos’ como decía, y en cambio, aumentó la violencia drásticamente. En ninguna dictadura militar latinoamericana hubo tantas masacres, desplazados, falsos positivos y desaparecidos como durante los ocho años del gobierno de Uribe.

Hay que aceptar que Uribe es un gran actor y hace bien todos sus papeles. Reza en sus alocuciones y se muestra abiertamente homofóbico, ganando el afecto de los cristianos radicales y los defensores de la familia ‘tradicional’. Muestra abiertamente su resentimiento contra la guerrilla, esa que nos presentan como el MAL encarnado, lo que atrae a todos los resentidos y víctimas de la violencia, defiende la guerra ante los guerreristas, pero tiene bajo la manga un discurso de paz (para esos cristianos que lo apoyan pero que quieren paz).

Los medios de comunicación, que ya no se sienten representados por Uribe, empezaron a denunciar lo que se pasa bajo su gobierno. Y las viejas élites sociales empiezan a dudar de su capacidad de solucionar el problema de la guerra. Terminado el segundo gobierno de Uribe, bastante desprestigiado, en sus maniobras de mago de espectáculo, saca un nuevo as de su manga: Juan Manuel Santos, un personaje de su equipo, pero que representa también a las viejas élites sociales. Pero éste as también se le sale de las manos. Santos, contrariamente a Uribe, empieza por aceptar que en Colombia si hay conflicto, y que es necesario firmar la paz con la guerrilla. Hace un primer período presidencial sin muchos logros, pero se hace reelegir, comprometiéndose a que logra la paz en Colombia. Además, los emporios económicos internacionales piden paz para invertir en el país, los colombianos también quieren paz y Santos es reelegido con más de siete millones de votos.

Santos no nos engañó, hizo lo posible para hacer la paz con las FARC, firmó unos acuerdos que hizo con ellas, logró el cese al fuego definitivo, pero nos hizo también una maniobra de espectáculo; nos dejó un plebiscito para aprobar los acuerdos logrados con las FARC. Por su tarea, ganó el Nobel de la paz. Pero los resultados del plebiscito nos dejaron la guerra. Santos insiste en la paz, pero ahora la negocia con el que quiere la guerra, Uribe. Hasta los militares que se encuentran en la cárcel pagando por los crímenes cometidos bajo el gobierno de Uribe, quieren que se firmen los acuerdos de La Habana. Pero Uribe, ungido en su megalomanía aumentada por unos votos obtenidos con engaño, ahora niega otra vez que en Colombia haya conflicto, y si no hay conflicto, no hay acuerdos posibles. Si eso no es una locura, nada lo es.

París, octubre de 2016.

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