Por Ricardo Forster
La capacidad del Sistema para capturar el sentido común de la época constituye uno de los problemas ineludibles a los que debe enfrentarse el pensamiento emancipatorio, aquel que todavía piensa en términos de la dialéctica “individuo-colectivo”, que quiere seguir apostando a una sociedad en la que se puedan conjugar los deseos de libertad con las demandas de igualdad. Ese “sentido común” que hoy parece corresponderse con una claudicación de los principios de la igualdad en detrimento de lo común, de lo público y de lo participativo-político, tiene uno de sus pilares en la naturalización de la idea (performativa) de libertad asentada en la tradición del viejo y del nuevo liberalismo (con las consiguientes diferencias que no hay que dejar de señalar entre la doctrina promovida por John Locke y la que en la actualidad lleva el nombre de neoliberalismo, diferencias que giran alrededor de una escisión, cada vez más abismal, entre el individuo llamado al goce solipsista del consumo y el antiguo concepto de responsabilidad del yo para con la comunidad que subsistía en aquel liberalismo anglosajón de los siglos XVIII y XIX y que todavía giraba alrededor de valores universales). La hipérbole de un individualismo salido de cause, absolutamente autorreferencial y de espaldas a lo común, constituye el centro de la deflagración de la vida social contemporánea.
En la exacerbación de este carácter egoísta se monta la estrategia de un Sistema que no ha dudado en dinamitar la relación, siempre compleja y no exenta de conflictos, entre la tradición igualitarista y la tradición de la libertad individual (precisamente señalo lo de “individual” como uno de los rasgos, no el único, de la idea y la práctica de la libertad que ha sido sistemáticamente empobrecida a medida que se fue desplegando el dominio planetario del capitalismo). Ese llamado al goce paga el precio de transformar al individuo, no en el centro de una sociedad capaz de seguir arbitrando los vínculos intersubjetivos a partir de la defensa de lo común, sino como puro mecanismo de un poder económico fragmentador que busca despolitizar, a la par que mercantiliza, todas las relaciones en el interior del mundo social. La trilogía “individuo, propiedad y libertad”, base sacrosanta del liberalismo en todas sus tipologías, ha logrado penetrar hasta el corazón de la subjetividad borrando las huellas de aquellas culturas y formas sociales en las que la experiencia de la libertad no era reducible al “goce individual” y a la posesión privada de los bienes como sus únicos atributos.
La ideología funciona allí donde no se trata sólo del engaño, de la falsa conciencia o del error sino de la proyección de una “verdad” interiorizada en el individuo como si fuera la esencia indiscutible de su travesía como especie, es decir, bajo la forma de su naturalización. No se trata, entonces, de la ignorancia servil de una sociedad atrapada en las mentiras del Sistema o de una falsa conciencia que espera el momento de la “iluminación”, ese “para sí” capaz de sacar a los seres humanos de las oscuridades de la caverna; se trata, antes bien, de la confluencia entre ideología del dominio y proyección imaginaria de subjetividades propositivamente inclinadas a sentirse productoras de “su” libertad. Por eso, no suele haber nada más escandaloso, para ese status quo del individuo contemporáneo, que las amenazas que se yerguen contra la libertad desde los proyectos de matriz popular-democrática, es decir, populistas e igualitaristas que han venido, una vez arrojado el comunismo al museo de la historia, a constituirse en la nueva bestia negra de la época. El populismo le recuerda vagamente al individuo del “goce infinito” que una amenaza indescriptible surge del reclamo de igualdad y de derechos de esa multitud indiferenciada y negra, según su visión alucinada, que está allí, a su alrededor, para limitar sus fantasías. El odio y el rechazo, unidos a la descalificación y el revanchismo, fueron la materia prima que alimentó tanto el repudio de los años kirchneristas (homologados a lo peor del populismo, la demagogia y la corrupción) como su arrojarse a los brazos envenenados de la restauración neoliberal que le prometía, a ese sujeto del goce, una carambola a dos bandas: por un lado, permitirle ejercer su libertad de consumir –aunque más no fuere que en el terreno de lo imaginario si es que su situación económica no le permitía abalanzarse con avidez sobre los bienes y los dólares tan deseados–, y, por el otro lado, gozar infinitamente, aunque al precio de su propio empobrecimiento y servidumbre, con el triunfo sobre los “negros de mierda” que, ahora sí, volverían al redil del que nunca debieron haber salido. Extraño periplo el de una parte mayoritaria de la clase media. El macrismo la representa sobradamente. Su ideología le calza como anillo al dedo.
Reflexionando sobre el tema de la libertad en el espacio digital y de las redes sociales cada día más personalizadas y liberadas de toda responsabilidad que agreda y limite el goce personal (quizás el eje de la “novedad” que trae la etapa neoliberal del capitalismo) Slavoj Zizek va más allá, como tratando de eludir la tentación de quedar fascinado en la contemplación autorreferencial de los circuitos informáticos y comunicacionales, y nos interroga sobre la cuestión de la apropiación “ideológica” de la libertad por el propio sistema, una apropiación capaz de redefinir, como nunca antes, la inversión de la idea de “libertad” hasta el punto de convertirla en su opuesto. Pocas cosas más dramáticas y farsescas que el autoconvencimiento del individuo contemporáneo de ser el artífice de su vida, el gerente administrativo de su tiempo y de sus bienes, el constructor “libre” de su destino, tanto de aquello que tiene de reluciente como de aquello otro que conduce a la derrota y el desamparo. Como si por fuera de esta mónada no existiese nada, apenas las proyecciones alucinadas de una conciencia especular que vaga solitaria por el universo del mercado. “Es algo –esta paradójica inversión, escribe el filósofo esloveno– que no se limita al espacio digital. Permea completamente la forma de la subjetividad que caracteriza la sociedad liberal ‘permisiva’. Puesto que la libre elección se eleva a un valor supremo, el control y la dominación sociales ya no se ven como algo que viola la libertad del sujeto, sino que han de verse (y sustentarse) como la mismísima experiencia del individuo como sujeto libre”. Es aquí, en este núcleo del Sistema que ha logrado penetrar muy profundamente al individuo de la sociedad contemporánea, donde Zizek descubre el significado disolvente de la libertad, porque esta “falta de libertad a menudo aparece so capa de su opuesto: cuando nos vemos privados de asistencia sanitaria universal, se nos dice que es porque se nos está otorgando una nueva libertad de elección (escoger quién nos va a proporcionar esa asistencia); cuando ya no confiamos en el empleo a largo plazo y se nos obliga a buscar un nuevo empleo precario cada par de años o quizá incluso cada par de semanas, se nos dice que ahora gozamos de la oportunidad de reinventarnos y descubrir nuestro potencial creativo inesperado; cuando tenemos que pagar por la educación de nuestros hijos, se nos dice que somos ‘empresarios del yo’, que actuamos como un capitalista que tiene que escoger libremente cómo invertirá los recursos que posee (o ha pedido prestados) en educación, en salud, en viajes (…). Incapaces de romper este círculo vicioso por nosotros mismos, como individuos aislados, puestos que cuanto más actuamos libremente, más nos esclaviza el sistema, necesitamos despertar de este sueño traumático de falsa libertad zarandeados por la figura del Amo”.
Desde otra perspectiva, y anticipándose a quienes en la actualidad hacen eje en estas paradojas de la libertad, de lo virtual y del simulacro como formas dominantes de la sociedad de mercado global, Jean Baudrillard contrapone la idea de lo universal a la idea de lo mundial, el punto exacto en el que se abandona la referencia a valores, propia de lo universal, para pasar al dominio de lo abstracto que es propia del intercambio. “En lo mundial –dice el filósofo francés–, todas las diferencias se borran, se desvanecen en favor de una mera y simple circulación de los intercambios. Todas las libertades se esfuman en favor de la desregulación de los intercambios. Mundialización y universalidad no van de la mano, son más bien excluyentes. La mundialización se da en las técnicas, en el mercado, en el turismo, en la información. La universalidad es la de los valores, los derechos del hombre, las libertades, la cultura, la democracia”. La paradoja es que esas “libertades que se esfuman a favor de la desregulación de los intercambios” afirman el predominio de una “genuina libertad” que, a ojos del ciudadano medio, constituye el meollo de lo deseable e innegociable. El desplazamiento de la universalidad de los valores, propia de la herencia ilustrada y del viejo liberalismo que también fue compartida por las tradiciones igualitaristas, se corresponde con la proliferación de prácticas de intercambio que diluyen, en la pura abstracción dineraria, lo que antes suponía una relación con el otro e, incluso y siguiendo a Zizek, con la “figura del Amo”, aquella que habilitaba la lógica del conflicto y del reconocimiento. Un nuevo egoísmo se proyecta hacia fuera y hacia adentro de la vida de individuos hablados por la fascinación que emerge de las mercancías y de su multiplicación ilimitada.
Lo mundial, al decir de Baudrillard, se conjuga con lo virtual y con el dominio abrumador de signos sin referencia. “El estadio del espejo ha cedido el sitio al estadio del vídeo. Ya nada escapa a esta especie de tomavistas, de toma de sonido, de toma de conciencia inmediata, simultánea. Ya nada tiene lugar sin la pantalla. Ya no es un espejo. La identidad viviente, la del sujeto, suponía el espejo, el elemento de la reflexión”. Sugestiva la contraposición entre el “estadio del espejo” y el “estadio del vídeo”, entre la reflexión que supone un afuera, la presencia de una otredad, de una diferencia, y la proyección de lo igual, de una simultaneidad indiferenciada. “Esta diferenciación –continúa Baudrillard– procede de la filosofía moral. Se ha desarrollado toda una historia del sujeto y del individuo en oposición a lo social, pero hoy ese sujeto está hechizado, ha perdido su libertad, ya no es dueño de sus orígenes ni de sus fines, es el rehén de la red. La prioridad está en la red y no en los abonados de la red. La identidad está del lado de la red y no del individuo. También lo colectivo pasa a la red. La hiperrealidad virtual ha engullido ambos términos a la vez. La polaridad individual/colectivo se borran”. La fantasmagoría que recorre la conciencia de la libertad se expresa, bajo las condiciones de la mundialización neoliberal, en que allí donde se supone plenamente libre el individuo queda prisionero de las redes y del mercado. Lo que no puede ni quiere es poner en cuestión esta inversión de la libertad; por el contrario, la radicaliza más allá de toda reflexión y como puro gesto de una espontaneidad artificial. Nada más arduo y difícil que romper esta coraza, que como una segunda naturaleza, cubre la conciencia individual cada día más sumergida en las aguas del mercado, del dinero y de las redes. Es esta extraña dialéctica la que amplía la “servidumbre voluntaria” en nombre de la defensa irrestricta de la libertad. El capitalismo, mientras tanto, se deja gozar bajo la forma de una nueva infinitud promotora de mayor desigualdad, exclusión y destrucción ambiental.
Página/12, Buenos Aires.