Por Ángela María Robledo
Como si la violencia cotidiana no se hubiera ensañado ya suficientemente con las mujeres, la arremetida del posconflicto y la difícil situación que enfrenta cada día la implementación de los acuerdos de paz suscritos y ratificados con la guerrilla de las Farc, le pasa cuenta de cobro a las líderes sociales y defensoras de derechos humanos que cumplen una labor de tejido social en sus territorios y que están siendo asesinadas, perseguidas y desplazadas en un contexto de violencia política y social exacerbada en el país.
Como lo denunciamos en el Congreso de la República, medio centenar de hombres y mujeres que trabajan en Colombia por el avance de la implementación de la paz y en defensa de los derechos humanos han caído asesinados por fuerzas oscuras e indeterminadas en lo que va corrido de este año sin que el Estado colombiano pueda identificar de dónde vienen estas balas asesinas y quiénes están detrás de estos crímenes.
Llama la atención que la mayoría de casos están ocurriendo en las zonas que han sido “desalojadas” por la guerrilla de las Farc y en donde las fuerzas armadas están tomando el control del territorio. Distintos testimonios de comunidades de paz de la Colombia profunda denuncian que se trata de la “retoma” que viene haciendo el paramilitarismo en estas zonas donde cunden el miedo y la desidia estatal. Según el Informe sobre la situación de derechos humanos en Colombia el paramilitarismo sí existe (CINEP, 2016) se le atribuyen al paramilitarismo 550 victimizaciones y a actores armados no identificados 833 victimizaciones, contra líderes y lideresas sociales, defensores y defensoras de derechos humanos; las agresiones perpetradas por la Policía fueron 548 y las del Ejército 89.
En estas cifras que aparentemente no nos dicen nada, catorce lideresas que cumplían roles destacados en sus comunidades como reclamantes de tierras y defensoras de derechos humanos han perdido la vida (en los últimos catorce meses) y otras tantas vienen sufriendo amenazas, agresiones, hostigamientos, esclavitud sexual y trata de personas entre otras atrocidades. Organizaciones de mujeres testifican que la violencia contra ellas no solo se ha arreciado, sino que los métodos de tortura y propagación del miedo cada día son más brutales. Por ejemplo, en los Llanos Orientales las mujeres son colgadas por horas, amarradas de manos y pies, en una práctica denominada “enchivar”.
Pero esta tragedia no es solo de frías cifras. Detrás hay historias de guerra y dolor, de hijos e hijas, de huérfanos, de familias destrozadas, desplazadas, hostigadas, de mujeres sencillas que luchan por sueños e ideales de una vida mejor y que son víctimas de un nuevo genocidio:
Nelly Amaya Pérez, 44 años. Presidenta de la Junta de la Acción Comunal del barrio Guamalito en el municipio de San Calixto (Norte de Santander), tenía tres hijos. Asesinada el 16 de enero de 2016.
Marisela Tombe, 36 años. Lideresa de la Asociación Campesina Ambiental de Playa Rica en el Cauca – El Tambo, dos hijos menores de edad. Asesinada el 28 de febrero de 2016.
Oriana Nicoll Martínez, 32 años. Lideresa LGBTI. Asesinada el 16 de agosto de 2016 en Riohacha.
Emilsen Manyoma Mosquera, 31 años. Lideresa de derechos humanos del Bajo Calima. Asesinada el 16 enero de 2017 en Buenaventura.
Yoryanis Isabel Bernal Varela, 43 años. Lideresa del pueblo indígena Wiwa de la Sierra Nevada de Santa Marta. Tenía una bebé de 18 meses. Asesinada el 26 de enero de 2017 en Valledupar.
Ruth Alicia López Guisao, 34 años. Lideresa de la Asociación interétnica e intercultural Asokinchas en el Chocó. Asesinada en Medellín el 2 de marzo de 2017.
Así mismo se conoció el caso de una mujer familiar de la lideresa y vocera nacional del Congreso de los Pueblos Marylén Serna Salinas, el 7 de abril de este año en Popayán, quien fue secuestrada, torturada y violada como “advertencia” Serna para que no continúe su trabajo a favor de la paz. Y el de Doris Rivera Ríos de la Asociación de mujeres por la paz, quien a pesar de contar con esquema de seguridad, fue víctima de un atentado, el 7 de mayo de 2017 en su finca de la Inspección de Piñalito, en Vista Hermosa (Meta). Y el de Ruth Alicia López Guisao, lideresa de la Asociación de Mujeres Desplazadas, madre cabeza de familia, quien ha tenido que desplazarse varias veces, desde que era una niña (1992), durante los últimos 25 años para preservar su vida.
De eso debería tratarse esta paz que hoy está en riesgo: de preservar la vida y de dar garantías a líderes y lideresas sociales que trabajan por ella. De nuevo el monstruo del genocidio comienza a asomar sus orejas en Colombia ante la mirada indiferente del Estado que no reconoce la existencia del neo paramilitarismo, sus prácticas de exterminio y la sistematicidad de estos crímenes contra la esperanza. ¡Despierta Colombia, esta paz es para salvar vidas!
@angelamrobledo
La Patria, Manizales.