Por Luciana Cadahia
El populismo es una expresión política que nace para nombrar una anomalía en las sociedades latinoamericanas. Tanto en los discursos de izquierda como de derecha este término ha sido empleado para designar experiencias fallidas de democracia.
Se puede constatar en las primeras reflexiones de Gino Germani, cuyo funcionalismo metodológico hacía del populismo una forma política singular de las modernidades periféricas. Si bien el populismo había supuesto un límite y reversión de los Estados oligárquicos, su deriva habría impedido la normal instauración de las democracias liberales de corte europeo.
Es muy común escuchar a los demócratas liberales acusar al populismo de restringir las libertades individuales y la saludable división de poderes, atacando la supuesta deriva autoritaria del líder y su incitación a las pasiones irracionales del pueblo. Como así también a ciertos discursos de izquierdas, cuando hacen del populismo una traición de los movimientos nacionales populares y la obturación de cualquier forma de emancipación. Si bien ambas acusaciones parten de lugares distintos, parecieran compartir un suelo común, a saber: concebir al populismo como una experiencia política engañosa, una forma de construir poder que pondría en riesgo o bien el pluralismo de las libertades individuales ‒rechazo liberal‒ o bien el pluralismo inherente de los movimientos nacionales populares –rechazo de izquierda.
Como todos sabemos, han sido las reflexiones ofrecidas por Ernesto Laclau las que permitieron revertir este panorama sobre el populismo. Al dejar de concebirlo como un hecho maldito de las sociedades latinoamericanas, este pensador no hizo otra cosa que sacar a la luz la racionalidad propia del populismo. Laclau nos ha enseñado que detrás de las críticas a este término había un prejuicio muy arraigado: estudiar al populismo como una experiencia política de segundo orden. Y esto es así porque en vez de estudiarlo a partir desde sí mismo, desde su propia lógica constitutiva, era concebido como el fracaso de un modelo previamente delimitado en el sentido común de la academia –ya fuera el modelo de la democracia liberal o el modelo del pluralismo socialista.
Curiosamente, esta búsqueda por hacer del populismo una teoría política sin necesidad de apelar a otra que la legitime, una teoría capaz de elevar a pensamiento una experiencia singular engendrada en la historia de nuestros países latinoamericanos, ha sido tildada de un formalismo excesivo. A diferencia de lo que muchos sociólogos e historiadores afirman, considero que esta teorización del populismo ha contribuido a romper con cierto esquematismo y nos autoriza a pensarlo de otra manera: como una lógica de articulación política.
Este giro de los estudios sobre el populismo no solo sirve para comprender que el populismo tiene una lógica política propia, sino que además es posible construir una teoría filosófico-política anclada en las realidades latinoamericanas. Dicho de otra manera: es la misma experiencia política la que autoriza a erigir una teorización que nos ayuda a explicarnos a nosotros mismos, sin caer en los típicos prejuicios de las “teorías venidas de afuera”.
Si algo nos permite asir la teoría populista contemporánea es que, además de haber roto el corsé de los localismos y la concepción de América latina como una “falla de la normalidad”, supone una salida al colonialismo del pensamiento. Invertir la lógica de un término que históricamente ha servido como estigma de nuestras sociedades y volverla en un concepto clave para pensar la política, es el gran acierto de los debates populistas contemporáneos.
Sin embargo, esta posibilidad de trascender lo “propiamente” latinoamericano no debe ser visto como una vuelta a la normalidad. Que el populismo se haya convertido en el término más resonado para hablar de las experiencias políticas contemporáneas en países tan diversos como Grecia, Estados Unidos, España o Francia –por citar unos ejemplos‒ no debe llevarnos a la precipitada conclusión de una “normalización del populismo”. Al contrario, es el ingreso de la teoría populista a la academia lo que ha puesto patas arriba a esta; es este ejercicio de contaminación e incorporación de esta dizque “anomalía” lo que ha clausurado toda pretensión de objetividad de las ciencias políticas clásicas.
Si el carácter difuso del populismo era lo que le impedía el estatus de una teoría, ha sido la posibilidad de configurar una forma deformada de teorización aquello que mostró el revés de toda pretensión de normalidad teórica. A fin de cuentas, el populismo no es sino un juego de desplazamientos léxicos, una forma de articularse un pensamiento latinoamericano para tratar de asir su propia realidad. Y es así como este juego de desplazamientos metonímicos y metafóricos del populismo se ha hecho extensivo a otras realidades políticas. Es la “des-latinoamericanización” del populismo lo que ha permitido al pensamiento latinoamericano disputar su lugar en pie de igualdad con otras teorías.
Así, el viejo esquematismo que hacía del populismo una mera experiencia latinoamericana fallida ha sido abandonado por una forma de pensamiento en clave populista. Y esta forma de pensamiento y de racionalidad populista hace añicos cualquier pretensión de reducir el populismo a la figura de un líder carismático que manipula a las masas y antepone unas pasiones desenfrenadas a una racionalidad auto-contenida. No se trata de convertir al líder en una amenaza a la división de poderes, se trata de mostrar los liderazgos políticos como una forma más de institución de sentidos en el juego de la política. No se trata de decir que el populismo es irracional, se trata de comprender una forma de racionalidad que se sabe constituida desde dentro por su dimensión afectiva. No se trata de asumir al populismo como una traición de lo nacional popular, se trata de ver cómo lo nacional popular se construye a sí mismo en la forma del populismo.
Todo esto nos ayuda a revertir uno de los prejuicios más enquistados en los debates actuales sobre el populismo: la idea de que este es inherentemente antidemocrático. Las actuales experiencias políticas latinoamericanas nos permiten dar un paso más en la teorización populista, al mostrar en qué medida son estas experiencias las que posibilitan la expansión de los derechos. Si el populismo es la lógica de articulación política que establece una frontera entre los de arriba y los de abajo, entre los que se apropian del Estado para hacer valer sus intereses individuales de clase y los que hacen del Estado un lugar conflictual de expansión de derechos para todas y todos, es evidente que el populismo tiene que ser pensado como una dinámica republicana.
Si tomamos en consideración la distinción entre republicanismo plebeyo y republicanismo oligárquico, tendremos más herramientas para comprender por qué el populismo se ha convertido en una de las pocas experiencias democráticas de nuestro presente. Cuando hablamos del republicanismo oligárquico nos referimos a esa forma de gobierno que hace del derecho un mecanismo de conservación de privilegios. Es decir, una forma de restringir el campo de oportunidades a los de abajo y de ampliar el sistema de privilegios a los de arriba. Como puede constatarse en el republicanismo oligárquico ejercido por Mauricio Macri en Argentina, cuya apelación a las instituciones no tiene otra finalidad que neutralizar los conflictos y garantizar los privilegios de los de arriba. El republicanismo plebeyo, por el contrario, lejos de invisibilizar la dimensión conflictual de las instituciones, apela a ellas como mecanismo expansivo de derechos. Aquí, las instituciones son concebidas en su dimensión igualitaria como el espacio propicio para la expansión de derechos y la desarticulación de la frontera material entre los de arriba y los de abajo.
Mientras el republicanismo oligárquico invisibiliza la polarización social que va engendrando su forma de concebir el derecho, el republicanismo plebeyo explicita la polarización que el derecho debe eliminar. Dicho de otra forma, se apela a una frontera simbólica para destruir la frontera materialmente existente. El hecho tiene mucha sintonía con los llamados populismos latinoamericanos de la famosa “década ganada”, cuya irrupción en las instituciones ha sido una de las experiencias más democratizadoras de nuestra época. Su polarización simbólica, al señalar una frontera entre los de arriba y los de abajo, ha permitido ir minando las brechas materiales.
La forma republicana plebeya que han adoptado estos populismos contemporáneos nos ayuda a comprender algo que quizá la teoría laclausiana había dejado en un segundo plano: la posibilidad de una “gubernamentalidad” populista. Es decir, una forma de gobierno conflictual cuyo uso de las instituciones va transformando la lógica liberal desde la cual se concebía a estas. Estas experiencias nos han mostrado que es posible ir configurando unas lógicas institucionales distintas a las establecidas por las democracias liberales de corte consensual. Más aún, que estas nuevas lógicas institucionales han ayudado a denunciar el carácter obsoleto de las democracias meramente formales.
La afirmación de que el populismo es contrario a la democracia solamente tiene lugar cuando aceptamos una noción restringida de la misma, una noción que hace de la democracia un procedimiento formal, consensual y alejado de cualquier tipo de conflictividad popular. Una de las grandes dificultades de nuestro tiempo es el predominio de esta concepción y el olvido del sentido original de la palabra democracia: poder del pueblo.
Esta figura de un pueblo activo no solo ha desaparecido del registro democrático contemporáneo, sino que además se postula muchas veces como una amenaza de la democracia. A diferencia de lo que suelen afirmar los defensores de este tipo de democracia, podríamos decir que el populismo es una de las pocas experiencias políticas que mantiene viva la figura de un pueblo empoderado. Por eso, en vez de decir que el populismo es antidemocrático, habría que mostrar de qué manera reactiva la dimensión constitutiva de la democracia. Más aún, el intento de neutralizar este vínculo entre populismo y democracia no tiene otro cometido que evitar la explicitación de una verdad: la constatación de la farsa actual de la democracia procedimental imperante. La explicitación democratizadora del populismo pone en evidencia la ilusión democrática en que vive nuestra época.
Ahora bien, es cierto que no toda experiencia populista permite un vínculo con la democracia. Podríamos decir que hay algo así como una pulsión reactiva y otra emancipadora del populismo. La pulsión reactiva tiene que ver con la capacidad para delimitar la frontera nosotros/ellos bajo dos lógicas: abajo-arriba y abajo-abajo, a la vez que habría una secreta complicidad entre ambas. Ese nosotros se configura a partir de una falta que podría ser restituida, una identidad perdida a recuperar. Esta frontera entre los de abajo es construida mediante un ejercicio claramente inmunitario, puesto que el inmigrante es identificado como esa anomalía que habría quebrado desde dentro la identidad y dignidad de un pueblo.
La identificación entre las insatisfacciones populares y un elemento perturbador a eliminar no es sino la reactivación de elementos fascistas que no han dejado de estar presentes en la cultura de los pueblos, un sí mismo que, aunque plebeyo, es refractario a cualquier experiencia que no suponga un repliegue de sí. La retórica reactiva del populismo no solo apunta a las élites como las responsables de haber permitido esta descomposición, sino que a su vez promete la recuperación de esta pérdida. Este anhelo de una totalidad perdida que venga a remediar mi propia insatisfacción, no es otra cosa que la reactivación contemporánea de un viejo problema político sobre el aislamiento del individuo moderno y la destrucción del tejido social.
La pulsión emancipadora del populismo, por el contrario, erosiona la frontera abajo-abajo y consigue desactivar esta identificación inmunitaria mediante otro tipo de lazo plebeyo: la igualdad entre los de abajo. Así, solamente funciona con la lógica abajo-arriba en búsqueda de una forma igualitaria de convivencia. Y es esta forma emancipadora del populismo lo que conecta con la democracia, puesto que su forma de establecer esta frontera está dada por una profunda voluntad democratizadora.
La democracia, en su sentido más igualitario, se encuentra amenazada por las actuales transformaciones del capitalismo financiero, la complicidad de quienes buscan acomodar este término a sus fines económicos y la instauración de una neo-“oligarquización” del mundo. Solamente experiencias como las del populismo emancipador nos ayudarán a poner un freno a esta ofensiva y devolverle a la democracia su sentido popular e igualitario.
Cuba Posible.