Por Campo Elías Galindo A.
Por el carácter primitivo de las herramientas argumentativas que utilizaron los ganadores, y por el tipo de electorado al que lograron movilizar mayoritariamente, el resultado del plebiscito puede leerse como un triunfo del alma premoderna que aún habita en segmentos claves de la sociedad colombiana. Fue un triunfo del oscurantismo político fundado en los miedos y en los odios que no han dejado de producir desolación desde mediados del siglo pasado.
Hay una ley de la guerra de la que poco hablan sus analistas más reconocidos: la ley de la degradación. Cuando los hombres se destruyen los unos contra los otros, van dejando en el camino su condición humana y van perdiendo todo sentido de solidaridad y de consideración por el dolor ajeno. Los ideales y los grandes proyectos que legitimaban el grito de guerra, se van diluyendo mientras salen a flote los monstruos que cada contrincante lleva dentro. La ley de la degradación se impone no solo a los que combaten sino igualmente a los que presencian, a los que simplemente miran y aceptan vivir la barbarie mientras el sufrimiento sea ajeno, mientras se mantenga en los videos y las fotografías. Existe pues la degradación y la deshumanización en los combatientes y los no combatientes; es la sociedad misma que se hace sorda y muda, es su mueca de indolencia la que alimenta la guerra y el suplicio en ciclos repetitivos. Con razón se ha dicho que las colombianas, son guerras recicladas, pero recicladas por la misma ley de la degradación.
Ni los indiferentes ni los ignorantes paran nunca las guerras. Es indispensable que se levanten las víctimas y hasta los victimarios para apagarlas, porque los indolentes querrán siempre que continúe el espectáculo. Estoy pensando obviamente en lo ocurrido el 2 de octubre, cuando unas minorías victimizadas allá en la Colombia profunda, votaron SÍ a los acuerdos de La Habana con la esperanza de espantar la guerra que las ha diezmado, pero las mayorías urbanas de este país urbanizado a la fuerza, impusieron la lógica mezquina según la cual la reconciliación y la paz es un asunto de cárceles y castigos para unos o para otros. Los justicieros de ocasión que siempre han convivido con el delito, “descubrieron” que una de las partes (una sola) debía pagar un precio mayor por sus crímenes para que la paz estuviera libre de toda impunidad. ¿Quién saciará pues, su sed de justicia, ahora con sus celebradas mayorías?
Esa ley de la degradación no pudieron entenderla quienes desde otros países se preguntaron siempre, por qué diablos en Colombia había gente que quería mantener una guerra tan costosa hasta el límite del aniquilamiento. Durante los meses pasados, cuando desde el exterior se escuchaba el rechazo a los acuerdos, nuestro país era mirado por los demás como una primitiva pieza de museo donde aún no existe el diálogo como herramienta para dirimir conflictos. Toda la comunidad internacional, la ONU, la Unión Europea, la Casa Blanca, las ONGs, el Papa Francisco, toda América Latina, se unieron para decirnos que no nos teníamos que matar, que el agua tibia estaba inventada, que votáramos por el SÍ a los acuerdos pues era más conveniente la paz. Era un suicida que estaba a punto de dispararse y la multitud angustiada le gritaba que no lo hiciera, que pensara en sus hijos, que la vida era bella, que todo iba a mejorar tan pronto soltara el arma.
Parte considerable de la sociedad colombiana sufre la degradación de la guerra. La campaña por el NO expresó de mil maneras esa mezcla perversa de odios, miedos e ignorancias manipulados por el sector más oscuro del establecimiento en Colombia. Los resultados del plebiscito significan para las comunidades más golpeadas por el conflicto armado, la reiteración cruel de que por ahora, seguirán siendo víctimas sin reivindicación.
Pasados unos días del evento plebiscitario, la confusión es mayúscula. Ni el gobierno, ni las FARC ni la Izquierda democrática estaban preparados para una derrota, y la derecha uribista, como se está evidenciando, tampoco buscaba lo que decía, una renegociación de los acuerdos, sino crear un caos político para transitar con éxito este período previo a la campaña presidencial de 2018, donde aspira a cobrar por ventanilla el triunfo en el plebiscito. Todos los actores son conscientes de la fragilidad del cese al fuego bilateral en las condiciones actuales de incertidumbre, y de los riesgos que se van acumulando en la medida que se prolongue.
Los resultados del 2 de octubre no mienten sobre las aspiraciones de paz de las víctimas más directas del conflicto. Los que mintieron fueron quienes en nombre de esas víctimas, rechazaron los acuerdos. Simplemente defendían sus intereses azuzando a la Colombia subterránea, que hoy duerme tranquila porque le impidió a Timochenko suceder al presidente Santos en la Casa de Nari.
Durante la campaña, los líderes del rechazo a los acuerdos centraron sus críticas en la Jurisdicción Especial para la paz; dijeron que los máximos jefes insurgentes debían pagar sus penas en la cárcel y carecer de elegibilidad política. Les vendieron a los ciudadanos la idea de una renegociación de los acuerdos de La Habana, pero cuando obtuvieron las mayorías “pelaron el cobre” y ahora sus críticas abarcan todos los fundamentos de lo acordado. Lo que rechazan sin reconocerlo, es la negociación misma. No lo dicen abiertamente, pero en el fondo siguen añorando una solución militar.
Predecir las consecuencias del no a los acuerdos resulta difícil. Algunos grupos solo aportan mayor confusión exigiendo al gobierno que proceda de inmediato a implementar los acuerdos, como si el 2 de octubre no hubiera pasado nada, como si en el juego democrático se pudiera ganar con cara y con sello al mismo tiempo. Esas voces destempladas deben reducirse al máximo para que nos apliquemos con seriedad a salir de la encrucijada. Ponerle seriedad es centrar los esfuerzos en la lucha de ideas y en la movilización social que produzcan, ya lo están produciendo, un rápido cambio en la correlación de fuerzas internas que alcance para rescatar los acuerdos firmados en La Habana con el mínimo de modificaciones. De hecho, la precariedad de la mayoría que rechazó los acuerdos, está lejos de legitimar cambios de fondo a lo acordado, como pretenden los uribistas.
Será la movilización ciudadana, si es capaz de incidir en el 63% que se abstuvo de votar y en muchos de aquellos que votaron por el no, la que finalmente creará el nuevo hecho social y político que le reabra vía a los acuerdos. El momento es favorable porque son los jóvenes quienes se están apersonando de la situación, porque están saliendo a flote la inmoralidad y las manipulaciones que moldearon el resultado, y porque la comunidad internacional le sigue apostando a la paz colombiana. El premio Nobel de paz otorgado al presidente Santos, de igual manera contribuye porque lo oxigena en su peor momento y ante todo, lo fortalece frente a su contradictor más ambicioso y representativo, el expresidente Uribe.
La suerte de los acuerdos de La Habana y del futuro inmediato del país, son los asuntos que hoy se juegan tanto en las mesas de negociación como en las calles. La ciudadanía y sus representaciones organizadas son débiles en los escenarios institucionales y cerrados, copados por militares, empresarios, políticos profesionales y funcionarios. El único espacio que les favorece es el de la deliberación abierta, donde la libre expresión saque a relucir toda la creatividad y libere la energía de la movilización popular. Solamente el control sobre el escenario callejero puede garantizar a los ciudadanos ser la otra pata de la mesa y evitar que la coyuntura degenere hacia un pacto elitista sin participación decisoria de la población jugada por la paz.
Precisamente en la perspectiva del pacto nacional por la paz, es que cobra mayor importancia la apertura, por fin, de la fase pública de negociaciones con el Ejército de Liberación Nacional, cuya agenda, difusa en algunos puntos, es ambiciosa en relación con el protagonismo de la sociedad civil en el proceso de construcción de los acuerdos. Si ese frente de participación social se abre paso con prontitud, podrá articularse exitosamente a la coyuntura de movilización nacional por la paz, que salve tanto los acuerdos de La Habana como los futuros de Quito.
Un verdadero pacto nacional por la paz, exige centrarse en las expectativas y los intereses de quienes más han sufrido el conflicto. Ellos acompañaron activamente el proceso de las negociaciones y siguen reiterando su generosa actitud de reconciliación. Así, el poder de negociación del uribismo para reclamar modificaciones, ha perdido apoyo en las organizaciones de víctimas más importantes. Su legitimidad está disminuida al tamaño de sus propios intereses, construidos alrededor de una impunidad para los militares y empresarios particulares de su círculo, y de la preservación de la gran propiedad rural ociosa y mafiosa.
Con fecha 9 de octubre el expresidente ha puesto por escrito sus objeciones desorbitadas. Sigue pontificando sobre la justicia como el más autorizado. Cada vez que la menciona, dirige sus señalamientos hacia las FARC, nunca hacia otros actores civiles o uniformados que igual son responsables de graves crímenes; todavía está en la película de los buenos contra los malos. Para los “buenos” sigue proponiendo beneficios, pues su obsesión desde que empezó a negociarse el tema, ha sido que los miembros de la fuerza pública no pasen por la Jurisdicción Especial para la paz, donde únicamente decir la verdad los salvaría de condenas drásticas. Esas verdades que solo saben quienes fueron sus subalternos, y que podrían ser confesadas ante esos tribunales, son la pesadilla que le quita el sueño a Alvaro Uribe.
El reloj corre hoy en contra de la posible refrendación de los acuerdos. El papel de la movilización popular está referido por lo tanto, al factor tiempo, a que los acuerdos se tramiten y se refrenden cuanto antes, por lo tanto deberá estar lista para exigir el fin de las consultas a los partidarios del no cuando haya transcurrido un plazo razonable. La movilización social que se ha desatado para atajar el regreso de la guerra, necesita crecer y cualificarse, de tal manera que cada ciudadano entienda cada vez mejor su papel transformador en el país que tiene y quiere, y se disponga además a superar dificultades mayores.
Sin duda la nota más relevante de la actual coyuntura ha sido el gran despertar de la expresión pública ciudadana, con características propias y distintivas que hablan de un cambio social profundo en la estructura del país, donde surge en la escena política un sector de la juventud no solo sensible sino además bien informado, con capacidad de reacción autónoma frente a crisis como la actual en que la sociedad parece hundirse de nuevo en los abismos de la violencia. Si ese sector se politiza y asume responsabilidades mayores, ha valido la pena esta coyuntura vertiginosa. De su accionar futuro y su capacidad de independencia, va a depender también que no termine cooptado por el establecimiento. Este último, por su parte, sigue profundizando su división y con ella, su incapacidad para canalizar el nuevo auge participativo de las gentes. Ni con la guerra ni con la paz saldrán bien librados los jefes del modelo económico, social y político imperante; por A o por B tendrán que rendir cuentas ante una ciudadanía renovada, que con razones de sobra se preguntará por qué tantos años de sangre y de sufrimiento si la paz era tan barata y además tan rentable.