Columna de opinión Semana.com
En lo corrido del año hasta el 17 de noviembre, habían sucumbido ante las balas de grupos armados ilegales 226 defensores de derechos humanos, reclamantes de tierras y líderes sociales en 112 municipios. El número es escalofriante y, más aún, el aumento de 43 por ciento frente a 2017 y de 133 por ciento respecto de 2016.
No estamos presenciando hechos aislados o un simple brote de violencia sin mayores proyecciones. La historia se repite. Las cifras muestran que se reproduce como la metástasis de un cáncer antiguo, la misma dinámica del genocidio de la Unión Patriótica que arrancó lentamente hasta que culminó con la destrucción de toda una generación de inconformes, no solo de la UP, sino también del movimiento sindical, del comunal, del afro, del indígena y de las comunidades étnicas y religiosas.
A Michel Forst, relator especial de derechos humanos de las Naciones Unidas, las comunidades que visitó en los sitios afectados por la violencia le refirieron que se sentían más seguras con las Farc que ahora por los grupos que rápidamente coparon los territorios después de la desmovilización. No hay la menor duda de que el mayor reto del Gobierno es la seguridad de esos territorios y de los líderes que allí buscan restablecer los derechos de las comunidades. El gobierno ha expresado su compromiso de afrontar esta grave crisis humanitaria, pero hasta la fecha, las políticas de prevención y protección han demostrado ser insuficientes. Lo dicen las estadísticas y también el relator especial de Naciones Unidas.
La intolerancia, la resistencia al cambio y la falta de respeto por quienes reclaman los derechos que la paz les debe devolver están en la raíz de la violencia que se extiende en los territorios victimizados por el conflicto armado. Se acabó la guerra, pero no sus causas. Bien lo analizaba el expresidente Belisario Betancur cuando tomó la valerosa decisión de buscar la paz mediante el diálogo. No basta con el silencio de los fusiles. Deben abordarse las causas objetivas y subjetivas del conflicto armado para aclimatar la paz y la reconciliación.
También se hace necesario continuar desactivando viejos y nuevos actores de conflicto. El gobierno debe abrir espacios de diálogo para reasumir negociaciones con el ELN y el ELN debe entender que abandonar el secuestro no es una concesión al gobierno sino una obligación de humanidad. Tampoco debe echar el gobierno en saco roto la posibilidad de un sometimiento a la justicia de grupos ilegales como el Clan del Golfo que en el pasado ha mostrado intenciones de someterse a la justicia de manera concertada.
Finalmente, la política de protección y prevención estatal de los líderes debe complementarse con una decisión consciente – manifestada pública y reiteradamente- de parte de los más altos representantes del Estado y de la sociedad toda, en dirección a la legitimación de la labor de los defensores de derechos humanos, reclamantes de tierras, líderes indígenas, afrodescendientes y demás dirigentes de la comunidad en la defensa de sus derechos y territorios. De eso se trata el afianzamiento de una democracia pluralista que finalmente es la única vía para erradicar la violencia como instrumento para hacer política.