POR OMAR ROMERO DÍAZ /
El Gobierno de Estados Unidos no se prepara para invadir Venezuela porque sea fuerte, sino porque está desesperado. La Reserva Federal ya no logra sostener el dólar como moneda de dominación global, China y los BRICS avanzan hacia un sistema financiero alternativo, y el colapso energético del fracking anuncia el fin de la hegemonía petrolera estadounidense. Washington vuelve sus ojos otra vez a Venezuela, pero esta vez no por ambición, sino por supervivencia estratégica.
Lo que no calculó la Casa Blanca es que América Latina ya no es su patio trasero. La llegada exprés de un avión militar ruso Il-76 a Caracas con logística vinculada al grupo Wagner y potencial despliegue de defensa inmediata no solo desactivó el ensayo de invasión desde Trinidad y Tobago. Demostró al mundo que, por primera vez en la historia, Venezuela no está sola ante el imperio.
Casi simultáneamente, agentes de la CIA fueron capturados en territorio venezolano y Rusia lanzó un mensaje nuclear explícito: un misil con propulsión atómica capaz de volar indefinidamente alrededor del planeta. La señal fue clara: si Washington cruza la línea, la guerra ya no sería local, sino global.
Este choque no es solo militar: es histórico. La ratificación del acuerdo estratégico y técnico-militar entre Moscú y Caracas firmado por Vladimir Putin en cuestión de horas reconfirma que el mundo multipolar dejó de ser discurso y se convirtió en doctrina operativa.
Estados Unidos se comporta como imperio herido, capaz de provocar una guerra mundial por petróleo. Venezuela, en cambio, actúa como barrera viva del Sur Global.
La diferencia es clara: unos defienden privilegios; otros defienden existencia.
La historia dirá que este fue el día en que Venezuela dejó de ser objetivo… y se convirtió en límite.
