Por Renán Vega Cantor
Desde hace varios meses los voceros de la extrema derecha en Colombia vienen agitando la idea de que el comunismo está por tomarse a nuestro país, lo cual sería la derivación de la firma de los acuerdos que pongan fin al conflicto armado con la insurgencia de las FARC. El personero principal de esa campaña es un ex presidente que propala una burda mentira: los acuerdos representan la entrega del país al comunismo internacional, denominado ahora como “castro-chavismo”. Apoyándose en la lógica nazista de Joseph Goebbels, Ministro de Propaganda del régimen hitleriano, según la cual repetir una mentira la convierte en verdad, los miembros de la Banda Criminal (BACRIN) de los Uribeños, que son legión en Colombia, repiten como loras mojadas un estribillo: el “coco” comunista está a la vuelta de la esquina y alerta sobre los peligros que eso representa para la santa propiedad privada y para los “hombres de bien” de este católico país. Dicha propaganda no es original ni reciente, ya que el anticomunismo es una constante en la historia colombiana desde mediados del siglo XIX.
Las clases dominantes en Colombia, gestoras y beneficiarias de la extrema desigualdad y antidemocracia que ha caracterizado a la nuestra sociedad, han sido anticomunistas desde mucho antes de la emergencia del comunismo como proyecto político. Ya el 4 de marzo de 1852 El Catolicismo, un periódico conservador sostenía que “en la Nueva Granada el socialismo es algo más que una amenaza: es un plan en marcha”, haciendo referencia al conjunto de reformas de medio siglo (entre las cuales sobresalió la abolición de la esclavitud), que se vislumbraban como un peligro contra la propiedad privada, la familia católica y las buenas costumbres.
En 1879, a raíz del ataque de los artesanos a la colonia alemana residente en Bucaramanga, se llegó a sostener que “los comunistas están en completa posesión de Bucaramanga”. Una información completamente falsa porque no existía nada que se denominase o se pareciese a algún movimiento comunista.
En marzo de 1919, tras la masacre de varios artesanos en Bogotá por parte del Ejército, la prensa conservadora y los voceros del gobierno de Marco Fidel Suarez difundían el embuste que se había presentado una protesta “bolchevique”, un “motín socialista y revolucionario”, inventos que se esgrimían para justificar el asesinato de pacíficos trabajadores.
En diciembre de 1928 se presentó la peor masacre laboral en la historia de Colombia, cuando fueron baleados miles de peones en la zona bananera de Santa Marta. Antes y después de ese crimen de estado, se proclamaba que esa región estaba en manos de los comunistas. Así lo dijo el Ministro de Industrias, José Antonio Montalvo, quien aseguraba: “estoy convencido de que el comunismo en Colombia está listo a estallar. En mi último viaje a la Costa […] sorprendí alarmantes circulares bolcheviques entre los trabajadores de las bananeras”.
Durante la República Liberal, en especial tras la supuesta “Revolución en Marcha”, el anticomunismo coaligó a conservadores, al clero católico y a gran parte del partido liberal, quienes señalaban a Alfonso López Pumarejo como una ficha incondicional del comunismo internacional. El jefe de esa coalición, el político conservador Laureano Gómez, llamaba a la “acción intrépida”, “el atentado personal” y “hacer invivible la república”. Lo que logró pocos años después durante la llamada Primera Violencia (1946-1958).
Durante las jornadas del 9 de abril, tras el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, el gobierno de Mariano Ospina Pérez (siguiendo las órdenes del Secretario de Estados Unidos, el general George Marshall, que se encontraba en Bogotá) acuso al “comunismo internacional” de ese crimen y desató una furiosa persecución contra todos los opositores (incluyendo a los liberales de izquierda).
En los diez años siguientes ese anticomunismo, que va a ser prolongado por Laureano Gómez y Gustavo Rojas Pinilla, justifica el asesinato de miles de colombianos. No en vano, Laureano Gómez había proclamado una lucha abierta contra “nuestro Basilisco”, una reencarnación de un monstruo mitológico que “ camina con pies de confusión y de ingenuidad, con piernas de atropello y de violencia, con un inmenso estomago oligárquico; con un pecho de ira, con brazos masónicos y con una pequeña, diminuta cabeza comunista, pero que es la cabeza”, y, según el delirio asesino del dirigente del Partido Conservador, era el responsable del 9 de abril, “un fenómeno típicamente comunista”.
Durante el Frente Nacional y las décadas posteriores las cosas no cambiaron en Colombia, y el coco comunista se volvió a esgrimir, como pretexto para reprimir, perseguir y masacrar a quienes osaran desafiar el poder de las clases dominantes y pugnaran por construir una sociedad democrática. Nuevamente, recurriendo al “peligro comunista” se justificaron miles de crímenes cometidos contra diversos sectores de la población colombiana, realizados, entre otros, por los grupos paramilitares desde la década de 1980.
Como un preámbulo de lo que sucedería en las últimas décadas, en 1960 el obispo de Tunja, Ángel María Ocampo, sostenía: “El comunismo, con toda su escuela de tiranía, de oprobio, de destrucción y crimen, se convertirá en el amo sanguinario y feroz de Colombia, si todos los buenos cristianos y patriotas no nos unimos en un esforzado escuadrón de generosos y valientes soldados que den testimonio de Cristo”.
En forma más directa, un autoproclamado cruzado de Cristo, el obispo antioqueño Miguel Ángel Builes, hacia un llamado similar al que hoy efectúan los miembros de la BACRIN de los Uribeños, cuando proclamaba: “Prepárense nuestros amados hijos para enfilar, no en los ejércitos izquierdistas que diabólicamente prepara, dirige y extiende por toda la tierra el espíritu del mal, sino en las Derechas que defienden a Dios contra el demonio, a la verdad contra el error y al bien contra el mal”. Estas palabras fueron pronunciadas en 1959, pero son las mismas que hoy repiten, sin cambiarle una coma, los voceros de los dueños de Colombia (entre ellos grandes medios de desinformación), quienes no quieren que se toque ni uno solo de sus privilegios, poder y riqueza, y por eso vuelven a advertir del peligro que para la nación (que encarnan ellos) representa la firma de un acuerdo que le ponga fin al conflicto armado con las FARC, a pesar de que ese mismo acuerdo sea tremendamente limitado y no represente ninguna modificación significativa en la desigual estructura económica política y social de Colombia.
El Colectivo, Medellín.