Por José Antonio Gutiérrez D.
La situación de Derechos Humanos que atraviesa Colombia es extraordinariamente preocupante. En lugar de abrir las puertas a la paz y la esperanza, el post-acuerdo con las FARC-EP aparece como un período plagado de incertidumbre y violencia. Mientras se hacen cuentas alegres sobre la reducción de muertes violentas de miembros de la Fuerza Pública, desde la vereda de las organizaciones y los movimientos populares y de izquierda, la realidad es aterradora. La guerra sucia continúa y va en aumento. Escasamente pasa un día sin que asesinen a un dirigente popular. Sólo en Enero del corriente año, 27 dirigentes sociales han sido asesinados, prácticamente uno por día. Huelga aclarar que el epicentro de esta guerra sucia se encuentra en el suroccidente colombiano, que es, a su vez, el escenario más álgido que ha tenido el conflicto social y armado en el país. Los mapas de una y otra violencia se sobreponen, revelando así el vínculo íntimo que les une.
Todo esto ocurre bajo las narices de las fuerzas represivas del Estado, que tienen un despliegue en todo el territorio nacional sin precedentes. Esas fuerzas, tan efectivas para combatir los brotes de insurgencia, se muestran impotentes ante el avance del paramilitarismo y el sicariato. No es en realidad impotencia, sino falta de voluntad, pues la alianza perversa entre paramilitarismo y fuerza pública no ha sido desmantelada. Ni siquiera ha sido reconocida, pues el gobierno sigue negando lo evidente: que el paramilitarismo existe y se fortalece en todo el territorio nacional. Esto es como el alcoholismo. Si usted quiere superar su problema, primero debe reconocerlo. La negativa del Estado para reconocer el problema paramilitar es la prueba fehaciente de la falta de voluntad política para frenar esta masacre preventiva. Digo preventiva, porque la dirección con la que se está desarrollando esta matazón parece dirigida hacia evitar cualquier avance, por pequeño que este sea, de fuerzas políticas y sociales alternativas al bloque oligárquico en el poder. Dentro de este orden de ideas, el asesinato de dirigentes sociales y de defensores de derechos humanos es el elemento clave de este tipo de violencia de los poderosos contra quienes cuestionan su poder y sus privilegios.
Es hora de asumir este problema en su real magnitud y comenzar a pedir algo más que castigo para los responsables intelectuales y materiales de este auténtico genocidio en curso. Es hora de entender la gravedad particular de estos crímenes sistemáticos y exigir un tratamiento diferencial para este tipo de violencia. Aclaro, de antemano, que no soy un experto en derecho ni nada que se le parezca, pero creo que debemos comenzar a llamar las cosas por su nombre. Así como el asesinato sistemático de mujeres en el marco de relaciones de género asimétricas y desiguales ha sido llamado feminicidio, para resaltar el carácter particularmente grave de este tipo de violencia letal, es hora de que comencemos a hablar de socialicidio. Esto es, del asesinato sistemático de dirigentes sociales y de defensores de derechos humanos como una estrategia para evitar cualquier clase de cuestionamiento al orden social vigente.
Este tipo de crimen merece un tratamiento especial porque es particularmente grave y tiene un efecto multiplicador sobre la sociedad, creando apatía y terror. Eso lo saben bien las fuerzas siniestras que jalan del gatillo, que estigmatizan a las potenciales víctimas desde los medios y desde las instituciones del Estado, que facilitan esta masacre desde los organismos de inteligencia y desde los organismos represivos. Por eso lo aplican de manera tan entusiasta. Ellos saben que usted mata a un dirigente social y aterroriza a una comunidad entera de cientos, sino de miles de personas. El asesinato selectivo es tan eficaz como las masacres paramilitares de comienzos del milenio. Paraliza, silencia, amordaza, desmoviliza. Es por eso que este tipo de crímenes no pueden seguir siendo tratados de la misma manera que se trata un asesinato por una pelea de borrachos, o para utilizar al lenguaje oficial, como un mero lío de faldas. El asesinato de un dirigente social debe ser tratado con mucho mayor rigor, pues cada asesinato a un líder o a un defensor equivale a asesinar a cien personas. Es más, el problema es aún más grave que el cálculo cuantitativo: se trata, en realidad, de matar el tejido social a través del asesinato del dirigente.
Este castigo ejemplar debe ser aplicado no sólo a las fuerzas materiales detrás de esta sangría interminable: debe también aplicarse a los autores intelectuales y a las fuerzas que desde los medios de comunicación incitan a esta cultura de la violencia en contra de los contradictores del establecimiento. Es hora de coger al toro por las astas. Lo primero, es reconocer la excepcionalidad de esta ola de crímenes que sacude a Colombia y que, a falta de un mejor nombre, llamaría un socialicidio, pues estamos ante el intento de suprimir violentamente a un sector de la sociedad y todo el tejido social alrededor de éste, mediante la supresión letal de sus representantes visibles. Debemos sacudir la indiferencia y esa cultura en la cual se ha normalizado el asesinato de los nuestros. No estamos ante una serie de asesinatos y crímenes inconexos: estamos ante una masacre sistemática, de varias décadas, propiciada por un ambiente hostil en el que desde los medios se exacerba el odio y se normaliza la muerte. La gravedad de la situación amerita medidas igualmente excepcionales.