Por Marco Romero / Razón Pública
Al mismo tiempo que las FARC acaban de entregar sus armas, en las regiones se siguen dando los desplazamientos forzados, las amenazas y los asesinatos selectivos. A qué se debe esta paradoja, y cómo hacer para que al fin tengamos la paz completa.
La paradoja
Desde el punto de vista humanitario resulta paradójico que mientras se logra un avance tan importante en cuanto al final de la guerra entre el Estado y las FARC, se sigan produciendo una grave crisis humanitaria y el asesinato sistemático de líderes sociales en distintas regiones de Colombia.
En este artículo propongo repasar las cifras más recientes, propone algunos elementos para explicar ese hecho paradójico y sugerir cursos de acción desde el Estado, la sociedad civil y la comunidad internacional para frenar de una vez por todas los factores que producen violencia masiva en el país.
Los hechos
Colombia es uno de los países con mayor número de desplazados internos y refugiados internacionales en el mundo.
Más de siete millones de desplazados reconocidos por el Estado y mas de medio millón de colombianos y colombianas que ha solicitado protección internacional, son cifras sumamente penosas para todos nosotros y ponen al desnudo un problema que sin duda exigiría concentrar las energías de nuestra sociedad, si es que de veras pretendemos saldar las deudas del pasado sin dejar en la miseria y el abandono a quienes fueron discriminados o victimizados en el marco del conflicto armado.
El desplazamiento y el refugio se siguen presentando pese a la negociación exitosa entre el gobierno y las FARC. Aunque las cifras agregadas muestran volúmenes menores que aquellos de las épocas más críticas del conflicto, los hechos del presente son muy preocupantes y exigen mantener la alerta humanitaria, especialmente en regiones afrodescendientes e indígenas. Mediante el Boletín No. 89 de marzo de este año, la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (CODHES) dio a conocer los siguientes datos:
Entre 2010 y 2017 se presentaron 888 eventos de desplazamiento forzado masivo, de los cuales el 55 por ciento ocurrieron en el pacifico colombiano y afectaron a más de 195 mil personas.
Para el año 2016 se produjo una reducción evidente en el número de casos, pero ya en lo corrido de 2017 la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) ha documentado más de 37 casos de desplazamiento en regiones del pacifico y en zonas como Antioquia, Norte de Santander y Arauca.
Otras expresiones de esta crisis humanitaria son la amenaza y el asesinato selectivo y sistemático de reclamantes de restitución de tierras, líderes de paz y de activismo político y social en general. Este fenómeno ha sido documentado por la Defensoría del Pueblo, la Oficina en Colombia del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos y organizaciones como Somos Defensores, el Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (CERAC) o el ya citado CODHES. Desafortunadamente estas prácticas criminales han venido en aumento en los últimos meses – muy en contravía de los acuerdos de paz que adoptan múltiples medidas de protección de la acción política democrática y la movilización social- como una de las características de la democracia en el post conflicto armado.
Estos y otros indicadores apuntan hacia una auténtica crisis humanitaria que sin embargo tiende a pasar desapercibida, ya sea por los avances indudables en el proceso de paz, ya sea porque la magnitud del universo de víctimas de otras épocas produce el espejismo de que la situación no es tan dramática.
Elementos para el análisis
- El proceso de paz entre el Estado y las FARC logra resolver una dimensión de la violencia, pero transcurre en medio de otros conflictos y causas de violencia masiva. La negociación con el ELN aun no logra cristalizar en una fórmula de cese del fuego, de manera que las hostilidades persisten y muchas veces se traslapan en territorios donde el acuerdo con las FARC comienza ya a mostrar sus resultados. La presencia de grupos de origen insurgente como el Ejército Popular de Liberación (EPL) se mantiene en el oriente de Colombia, y aún no hay caminos para una solución basada en el diálogo.
- Por otra parte ya se tiene suficiente información sobre la presencia de distintos grupos herederos del paramilitarismo y bandas criminales en diferentes regiones del país. No se trata de un fenómeno esporádico o carente de carácter sistemático, como sostienen algunas autoridades del Estado. En este punto no se pueden olvidar
El paro armado de abril de 2016 que adelantó el llamado Clan de los Úsuga en la Costa Caribe, ni el que hoy se sepa bien que aquellas bandas criminales son la fuente principal de la violencia contra los líderes sociales en los territorios bajo su influencia.
Estos fenómenos están especialmente arraigados en regiones donde las economías ilegales asociadas con el narcotráfico o con la minería ilegal se despliegan en medio de la ausencia del Estado civil para ofrecer alternativas ciertas de desarrollo e inclusión social de los pobladores.
- Tampoco hay que descartar móviles políticos locales tras al asesinato de los líderes sociales – precisamente en el momento de participación popular y anuncio de reformas rurales que se siguen del Acuerdo de La Habana-. Ya Mauricio Romero había mostrado cómo las masacres de los años ochenta sirvieron para frenar la movilización popular y el ascenso de esos líderes. La oposición al proceso de paz proviene de distintos actores. En el plano político la extrema derecha encabeza la oposición al Acuerdo y al programa de restitución de tierras; pero en las regiones persisten actores armados, que seguramente alimentan sus acciones de la polarización que se respira en el plano nacional.
Cómo enfrentar la situación humanitaria
Dada la complejidad de los factores involucrados en los hechos y procesos que mencioné más arriba, se necesitan estrategias y acciones de varios tipos y en distintos planos por parte del Estado, de la sociedad civil y de la comunidad internacional.
- El principal reto para el Estado es avanzar hacia lo que muchos han dado en llamar una “paz completa”, que en el contexto actual significa poner punto final al conflicto armado y sentar las bases para construir los fundamentos democráticos, sociales y territoriales de la paz estable y duradera en Colombia.
En vez de proponer que “se haga trizas” el Acuerdo con las FARC, la dirigencia social y política está en la obligación de cerrar los varios frentes de guerra, ya sea mediante diálogos de paz, fórmulas de sometimiento a la justicia en el caso de las bandas criminales, o la unidad especial para enfrentar el paramilitarismo que está prevista en ese mismo Acuerdo.
Por otra parte el Estado debe desplegar su acción civil y militar en función de construir la “paz territorial”, de modo que la respuesta militar deje de ser el paliativo consuetudinario para suplir la ausencia del Estado como administrador de justicia y garante de los derechos ciudadanos en todas las regiones. Aquí se necesita un cambio de fondo, porque el modelo histórico es un fracaso por donde se le mire. De hecho, los propios planes de desarrollo alternativo para sustituir los cultivos ilícitos siempre han fracasado por falta de una política de reforma y de desarrollo agrario integral.
En este punto es oportuno advertir que si el próximo gobierno toma el camino de retroceso, Colombia podría repetir la experiencia de otros países como Guatemala, donde el cumplimiento precario de los acuerdos de paz y la aparición de nuevas formas de violencia han llevado a situaciones de guerra social que no se reconocen como “conflicto armado” y sin embargo siguen creando víctimas y desplazamientos forzados de la población.
No sobra añadir que la Corte Constitucional tiene una responsabilidad de primer orden, pues en desarrollo de las Sentencia T-025 de 2004, que declaró la existencia de “un Estado de Cosas Inconstitucional respecto del goce efectivo de los derechos de la población desplazada”, el tribunal ha dado órdenes específicas para la protección de los pueblos étnicos y en general para las víctimas del desplazamiento.
La persistencia de los desplazamientos en diferentes regiones del país, y la de una “desprotección estructural” de los pueblos indígenas y afrodescendientes deberían llevar a medidas más efectivas, ahora que se cumplen veinte años de la Ley 387 de 1997 y de los principios rectores de Naciones Unidas sobre Desplazamientos Forzados
- La comunidad internacional tiene en Colombia el espacio para un papel muy importante, dado que el presidente Santos solicitó una segunda Misión de Naciones Unidas, en desarrollo del Acuerdo de paz que prevé esta figura como instrumento para verificar el punto 3.2 relativo a la protección de quienes dejan las armas para ir a la vida civil y política, y del punto 3,4 tocante a la adopción de políticas nacionales y regionales de protección de los líderes populares, ya sea que se dediquen a la acción social y política o a la defensa de la paz y los derechos humanos.
Esta segunda misión se ha solicitado al Consejo de Seguridad, y esperamos que cumpla eficazmente sus tareas de observación y de disuasión para frenar el desangre del liderazgo social. Para ello sería necesario que la misión base su trabajo en la capacidad de las agencias de derechos humanos de la ONU que han estado presentes en Colombia desde hace más de 20 años (OACNUDH, ACNUR, OCHA, ONU MUJERES, entre otras).
- La sociedad civil y el movimiento de derechos humanos deben seguir trabajando por la paz de Colombia, la prevención de la crisis humanitaria, el respeto de los derechos de las víctimas y en general por una cultura pública y privada de derechos que actué como una garantía eficaz para la no repetición de tantas atrocidades y arbitrariedades que padece la sociedad colombiana.