Por Mauricio Rubio / Razón Pública
Un incisivo análisis del feminismo contemporáneo, del movimiento “#Me Too”, de las falacias que nacen de la ideología y de los aportes que puede y debe hacer la ciencia al feminismo en el mundo y en Colombia.
Infantilismo y victimización
En un ensayo de 1995, Pascal Bruckner destaca la dificultad de ser libres y decidir: “nada más agobiante que la responsabilidad que nos encadena a las consecuencias de nuestras acciones. ¿Cómo disfrutar de independencia esquivando nuestros deberes?”. Aquí identifica dos escapatorias usuales: infantilismo y victimización.
Bruckner no previó la compleja deriva de esas evasivas. El infantilismo ya no es “inmadurez perpetua”, ni ser víctima se limita a la ausencia de culpa. Ambas estrategias se sofisticaron como herramientas políticas para apropiarse de
Atributos y privilegios de la infancia, ya no caracterizada por la alegría, el afán de aprender y el optimismo, sino por una visión estática, sombría y negativa.
La ideología victimista, que según Bruckner es el reverso de la mano invisible en los mercados. “Detrás del caos de los hechos y eventos, un destino malvado actúa incesantemente para hacernos infelices, esforzándose por herirnos y humillarnos”.
Infantilismo y victimización configuran el relato mítico de un ogro patriarcal, ubicuo, malintencionado y causante de las desgracias de la mujer.
La aparición tardía del choice feminism –“cualquier persona es libre de elegir y la elección empodera”- ilustra el arraigo de la noción de mujeres cuya situación no depende de ellas sino del ogro.
“La queja permanente es una versión degradada de la revuelta”, remata Bruckner. El lamento extendido, sin propuestas, se reduce a “esto no puede seguir así”. El consuetudinario “ni una más”, por ejemplo, no contiene diagnósticos idóneos sobre los feminicidios, ni perfiles de victimarios, revueltos y estandarizados: en el mismo saco heteropatriarcal caben el oligarca que secuestra, viola y asesina a una niña indígena y el celador enamorado de una prostituta que la mata por celos.
La lucha contra la violencia de género es cada vez más ritual, simbólica, inmersa en una monumental confusión criminológica resultante de doctrinas contradictorias e inconducentes.
Debates y paradojas
El debate entre la campaña contra el acoso sexual promovida por actrices norteamericanas y las intelectuales francesas que criticaron su puritanismo fue tan atípico como refrescante.
Durante muchas décadas, militantes, académicas y periodistas habían mantenido el acuerdo tácito de no contradecir ninguna declaración feminista, aunque fuera pendenciera o contraevidente, incluso alucinante. Así, los medios difunden perlas como “¿por qué nos importa más la muerte de una perra que la de una mujer?”
Contra tales aseveraciones delirantes, la escritora franco-marroquí Leïla Slimani rescata el sentido común. “Los hombres a mi alrededor enfurecen y se rebelan contra aquellos que me insultan. Contra el jefe que me hace entender lo que debo hacer por mi carrera. Contra el transeúnte que me pregunta si “se lo doy” y termina llamándome “zorra”. Los hombres que conozco se indignan con esta visión retrógrada de la virilidad”.
Que la violencia de género persiste porque el ogro y media humanidad la promueven es la fábula infantil; la realidad es que la teoría para entenderla y controlarla es deficiente.
#MeToo contra francesas no es la única grieta entre feministas. También ha habido escaramuzas alrededor del activismo trans. Algunas feministas se arrepienten de no haber frenado a tiempo el cuento de hadas de que la vagina, la menstruación o la maternidad son accesorias para la esencia femenina. La polémica, que se agudizará, muestra que dos pilares del feminismo -patriarcado e identidad de género- son incoherentes entre sí: la sumisión histórica de las mujeres contradice la pretensión de que personas nacidas hombres pueden volverse féminas con varita mágica.
Los países escandinavos están a la vanguardia en reasignación de género. Además son el ejemplo en igualdad de oportunidades para la mujer. En un ranking mundial reciente, Suecia ocupó el cuarto lugar en “aprovechamiento del talento femenino”. Pero los datos muestran una “paradoja nórdica”: en esa sociedad tan progresista e igualitaria, la violencia de género no cede.
Según una encuesta hecha en la Unión Europea, los países privilegiados que puntean en derechos e igualdad también encabezan el reporte de ataques contra las mujeres. Los esfuerzos por erradicar la cultura patriarcal, un logro que registran todos sus indicadores legales, sociales y económicos, han sido inocuos para controlar las agresiones contra las mujeres.
Las ideas feministas determinaron los diagnósticos y las políticas sobre violencia de género incorporadas en la legislación y la jurisprudencia. Predomina la noción de conductas masculinas, y en general de diferencias entre sexos, producto de la socialización.
Un texto corriente en cursos de género predica que a los niños se les enseña a ser agresivos; distintos incentivos los llevan a creer que pueden “salirse con la suya cuando agreden”. El sistema patriarcal les enseña a los hombres a ser violentos en un largo proceso que empieza con los juguetes.
A las niñas, por el contrario, se les inculca ser pasivas: “es probable que las mujeres tengan tanto potencial de agresión como los hombres”, pero el machismo las aplaca. Consecuentemente, debe eliminarse el ogro, cambiando la mentalidad de toda la población, no de unos cuantos agresores.
La desidealización de la naturaleza humana
Más perniciosa que las afirmaciones sin respaldo empírico es la idealización de la naturaleza humana, negando la influencia de instintos, emociones y pasiones sobre los comportamientos violentos.
El desacierto feminista más dañino ha sido desconocer los celos como causales de la violencia de pareja. Lo pasional como atenuante del castigo por un crimen es un arcaismo que históricamente contribuyó a la impunidad. Pero rechazar que los celos mitiguen las sanciones no excusa ignorar su importancia como detonantes de conductas peligrosas, a veces mortales, que abundan en los testimonios y se destacan en estudios sobre mujeres asesinadas por su pareja.
Para explicar diferencias de género se plantea que una discrepancia innata entre hombres y mujeres es la actitud hacia el peligro. Las agresiones y el crimen, asuntos histórica y universalmente varoniles serían consecuencia de esta brecha. La neuróloga Lise Elliot, dedicada a desmontar mitos sobre asimetrías naturales, concluye que el cerebro es muy maleable y pequeñísimas diferencias al nacer se amplifican por la educación y la cultura hasta consolidar estereotipos de género. Siendo feminista empeñada en superar prejuicios, admite que la disparidad en la actitud hacia la competitividad y las amenazas podría ser congénita.
Sara Blaffer Hrdy, antropóloga evolucionista, ofrece una explicación basada en la maternidad. Para ella la clave está en la supervivencia de los hijos, muy comprometida cuando la madre asume riesgos. El padre, en últimas, es prescindible para el embarazo o la crianza pero una mujer no puede portar un hijo en su vientre o amamantarlo si está herida o discapacitada.
De ahí surgiría la mayor cautela observada en las mujeres de cualquier cultura y época, o en las hembras de la mayoría de las especies: sobrevivieron y se reprodujeron las más prudentes. Esa pequeña diferencia tiene amplias repercusiones, desde la conducta sexual y las decisiones laborales hasta la manera de discutir, resolver conflictos o recurrir a la violencia.
Como ocurre con innumerables enfermedades, físicas o mentales, los celos, motivo frecuente de agresiones, también son asimétricos por naturaleza: ellas nunca tienen dudas sobre el vínculo sanguíneo, que a veces los atormentan a ellos. Intervenciones simples, como disipar esa incertidumbre con pruebas ADN o terapias -incluso farmacológicas- contra la celotipia delirante, permitirían prevenir algunos ataques que perpetúa el oscurantismo.
Por fortuna aumentan las voces feministas positivas, en el doble sentido de optimistas y no normativas: “el método científico también puede ayudarnos a entender las diferencias más sutiles entre los sexos. Entender quiénes somos es lo que realmente nos hará libres”.
Lazos sociofamiliares y vacunación contra el infantilismo
Superar los mitos también exige tomar en serio los entornos culturales, y la historia.
Hace décadas Virginia Gutiérrez destacó las peculiaridades regionales en los arreglos de pareja en Colombia, cuya huella persiste en los datos de violencia de género sin despertar mayor interés, como tampoco lo hacen los dos grandes sistemas familiares: uno basado en parientes y clanes –protectores vengadores privados- y otro centrado en la familia nuclear, que facilitó el desarrollo de la justicia penal.
En comunidades con familias extensas predomina la violencia física contra las mujeres sobre la sexual: la “defensa del honor” depende del clan, y para la venganza basta con la palabra de la víctima, que los mismos parientes someten, encierran o castigan en el hogar.
Con justicia penal estatal, basada en la presunción de inocencia, la reacción ante los ataques sexuales más frecuentes no es automática. Se debe oír a la víctima pero verificar lo que dice: la respuesta es lenta e ineficaz. Esa inevitable “revictimización” por los testimonios y la recolección de pruebas exige sofisticar los métodos de investigación sin llegar al extremo de que la denuncia de una mujer sea suficiente para la condena, como ocurre con la justicia de familiares.
El debido proceso no es machismo, es un pilar de la democracia. En Colombia, la presencia de clanes y justicieros privados encargados de proteger la “virtud” de sus mujeres, pero proclives a maltratarlas, ayudaría a explicar por qué la incidencia de la violencia doméstica es varias veces superior a la de las agresiones sexuales.
El discurso feminista de Rowan Blanchard, actriz de 13 años, ilustra la era de la inocencia del activismo norteamericano: redes sociales, estrellas mediáticas, lemas cortos, verdades simples, pocos matices, ningún dilema. La reflexión, humanismo y literatura ausentes en los debates los aportarán las feministas europeas, sobre todo las de origen árabe, que conocen el machismo extremo.
La escritora Abnousse Shalmani, nacida en Irán, promotora de la carta de las francesas discrepantes, recuerda que fue violada pero que, gracias a sus lecturas, entre otras del Marqués de Sade, aprendió a ser libre “como mujer y como ser sexual, lejos del velo islámico”. Se vacunó con literatura contra el infantilismo y la victimización.
Nada que ver con la obsesión pueril de Catalina Ruiz-Navarro por el ogro patriarcal en García Márquez o en los novelistas del boom, todos “asquerosamente machistas”.