Por Renán Vega Cantor
En noviembre de 2017 se cumple el primer centenario de la revolución rusa, que sacudió al mundo entero y cuyos efectos transformaron la historia de la humanidad. Con motivo de este acontecimiento es necesario reflexionar sobre la actualidad de la revolución anticapitalista.
El vocablo revolución se originó en la astronomía, del latín “revolutio”, y significa el movimiento de los astros en torno a su eje en forma mecánica, monótona y siempre igual. El término en su sentido socialista quiere decir lo contrario: el cambio radical de la civilización capitalista, para interrumpir abruptamente la inercia de la explotación, la desigualdad y la injusticia.
Después de 1917, la revolución fue asociada a la modificación del modo de producción capitalista, puesto que la llegada de los bolcheviques al poder en la Rusia zarista se planteó a partir de un proyecto anticapitalista y de la instauración de una nueva forma de organización social.
La experiencia rusa nutrió luchas anticapitalistas en los cinco continentes. Los grandes acontecimientos del corto siglo XX (1914-1991) están ligados en forma directa o indirecta al impacto de la Revolución Rusa, o, dicho de una forma más contundente, al miedo que generó entre las clases dominantes y a las esperanzas que suscitó entre los explotados y desvalidos. Sin ese doble impacto es imposible entender el efecto de la Revolución Rusa. Al miedo está asociado el anticomunismo, el fascismo, las dictaduras criminales de extrema derecha, la tortura y la defensa del “mundo libre” por parte del imperialismo estadounidense y sus siervos. Al miedo está vinculado el diseño del Estado de Bienestar que, después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, se construyó en ciertos países de Europa para evitar la revolución. Por eso, en Europa occidental se decía, en son de broma, que cada misil exitoso que se probaba en la URSS implicaba el aumento automático del salario de los trabajadores de ese continente.
Ese miedo rebotó en la propia Rusia, y luego en la URSS, desde el “comunismo de guerra” y la guerra civil (1917-1921) que ensangrentó a la naciente revolución y dejó una huella permanente durante toda la historia de la URSS, hasta su vergonzosa disolución en 1991. Ese miedo ayuda a entender, aunque no es desde luego la única razón, la creciente burocratización, la lógica policial, la represión y persecución de los contradictores políticos, el estado de excepción permanente, que impidieron que en la URSS se consolidara un sistema socialista y, a la larga, daría al traste con este primer proyecto anticapitalista.
En cuanto a la esperanza se refiere, la Revolución Rusa abrió el camino a grandes transformaciones en el siglo XX en la que se destacan el ciclo de revoluciones en diversos países (China, Cuba, Vietnam, Nicaragua…) y los movimientos anticoloniales y de liberación nacional. La recepción de Revolución Rusa impulsó luchas de trabajadores, campesinos y sectores plebeyos en repetidas ocasiones desde finales de la década de 1910, impulsando conquistas sociales y democráticas en diversos lugares. En ese sentido, la revolución de octubre inauguró un nuevo continente en la historia de la humanidad: el de la igualdad, algo que no había planteado en el terreno práctico la Revolución Francesa de 1789, aunque esa palabra figurara en su eslogan más famoso: “Libertad, igualdad, fraternidad”. En 1917 se plantea por primera vez un programa conducente a alcanzar la igualdad, y ese objetivo fue un extraordinario incentivo movilizador de los pobres y trabajadores, como se observa con la historia del movimiento obrero y socialista mundial.
Como al final se impusieron los propagadores del miedo y no de la esperanza, en la memoria de la humanidad ha quedado la interpretación sesgada y unilateral de los ganadores (representados en el capitalismo), que dice que el proyecto socialista sólo es una suma de crímenes y fracasos, queriendo borrar de la memoria colectiva de la humanidad las luchas anticapitalistas. La dramática y contradictoria historia del proyecto socialista y revolucionario en el siglo XX, podría describirse con las palabras del escritor inglés Charles Dickens: “Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero nada teníamos; íbamos directamente al cielo y nos extraviábamos en el camino opuesto”.
Entre 1989 y 1991 se derrumbó el socialismo burocrático que se había erigido en la URSS y en Europa oriental. Como resultado de ese proceso se anunció el fin de la historia y se proclamó que el capitalismo había salido ganador por la pretendida superioridad intrínseca de la “economía de mercado” y se empezó a presentar como sinónimo de democracia parlamentaria, a la usanza de los Estados Unidos. Lo que vino enseguida, y se ha prolongado en sus rasgos dominantes hasta el día de hoy, fue el desmantelamiento de las conquistas sociales que tenían los trabajadores y habitantes de la URSS y los países de socialismo burocrático, lo que significó la privatización de las propiedades públicas, la mercantilización generalizada, la corrupción rampante y la conversión de esos territorios en Repúblicas bananeras, plegadas a los dictámenes del capitalismo internacional. La desaparición de la URSS no solo vino acompañada de terribles retrocesos para los pueblos que habitan ese territorio, sino que sus efectos negativos se extendieron por el planeta entero, ya que el capitalismo en su versión neoliberal se impuso en los cinco continentes, arrasando con todo aquello relacionado con conquistas o logros sociales de la población y de los trabajadores.
El triunfo del capitalismo ha universalizado sus contradicciones y miserias, entre las cuales sobresale la desigualdad a escala interna de los países y en el plano mundial. Desaparecido el “enemigo comunista”, el capitalismo mundial se quitó la careta socialdemócrata que lo cubría, y se dio rienda suelta a una acumulación sin freno, que ha tenido como consecuencia alcanzar los parámetros más aberrantes de desigualdad y acelerar la destrucción de la naturaleza, como en ningún otro instante en la historia. Por supuesto, tales no eran los anuncios del triunfante capitalismo en 1989 y 1991, pues en ese momento se predijo una época de prosperidad y esplendor para la humanidad entera, al entrar en la órbita de la producción y consumo capitalistas, y se vaticinó que la democracia a secas vendría como complemento a la imposición de la economía de mercado y se anunció una especie de paz perpetua tras la desaparición de la URSS. Nada de eso se ha producido. Hoy se ha generalizado la desigualdad, que es resultado de la explotación intensificada de la clase que vive del trabajo, en los nuevos países industrializados y las zonas de maquila y ensamblaje que se encuentran desperdigadas por la tierra.
En cuanto a la democracia está nunca ha llegado en el sentido profundo del término y simplemente se impusieron las mal llamadas “elecciones libres”, muy al estilo estadounidense, sin que eso signifique cambios importantes para la vida de la población pobre y trabajadora, que solo tiene libertad para escoger, cada cierto tiempo, a los verdugos que le van a cortar el cuello.
La paz perpetua se convirtió en la guerra permanente, auspiciada por los Estados Unidos desde 1989, cuando invadió sangrientamente a Panamá, dejando miles de muertos a su paso. En los últimos 28 años se han presentado más guerras de conquista y agresión por el imperialismo que las que se presentaron durante la Guerra Fría.
Esto en cuanto a las falsas promesas del “nuevo orden mundial”. Y las cosas se agravan al considerar la magnitud de la crisis civilizatoria por la que atravesamos, con la quiebra del modelo de civilización del capital. Uno de los síntomas de ese quiebre civilizatorio se evidencia con la destrucción de los ecosistemas, la sexta extinción de especies que está en marcha (la quinta fue hace sesenta millones de años), la contaminación de aguas, la deforestación y el “cambio climático”. En suma, el capitalismo pretende superar los límites naturales con el fin de garantizar un crecimiento infinito y una acumulación de capital exponencial, y con esa vana pretensión pone en peligro la supervivencia de la humanidad.
Pese a las contradicciones del capitalismo, sus defensores y apologistas han logrado imponer el ideologema de que el capitalismo es insuperable, es el fin de la historia, y solo hay que saberse adaptar porque aquél forma parte de la naturaleza humana. Así las cosas, ya no hay cabida para la revolución, sino adaptación al capitalismo triunfante. Se ha dicho hasta el cansancio, por parte de diversos círculos ligados al orden del capital, que la revolución es un imposible, puesto que el capitalismo es insuperable y expresa la condición humana, pretendidamente egoísta, competitiva y depredadora y las experiencias revolucionarias en el siglo XX han demostrado el fracaso de un proyecto que intente ir más allá de la dominación del capital. Otros, ligados a diversas tendencias del pensamiento posmoderno, sostienen que la misma idea de revolución es inadecuada porque es un constructo moderno y eurocéntrico, que no sería válido ni aplicable en la actualidad, y porque además tendría una fuerte carga progresista.
Estos reparos eluden el problema de fondo: hay una relación social que se ha hecho dominante a nivel mundial, gústenos o no esa es otra cosa, en las últimas décadas: el capitalismo. Y esa relación social ha llegado hasta el último rincón del mundo periférico, como se muestra en las comunidades indígenas de nuestra América. Esa extensión ha ido acompañada de la generalización de sus características destructivas, de seres humanos y naturaleza. Y ese afán fáustico de acumulación y crecimiento irrefrenables ha puesto en peligro la existencia de la propia humanidad, empezando por los más pobres entre los pobres. Si así son las cosas, es un contrasentido suponer la continuidad indefinida del capitalismo, ya que junto con la explotación intensificada de hombres y mujeres, impulsa un incontenible desarrollo de las fuerzas productivas, convertidas en fuerzas destructivas, que nos conducen al abismo, como lo pone de presente el mal llamado cambio climático.
Un segundo aspecto que debe subrayarse radica en enfrentar los antivalores del capitalismo, que se han convertido en un nuevo sentido común, como si fueran una característica inherente a la naturaleza humana: la competencia, el egoísmo, el individualismo, el despilfarro, el desprecio por el dolor de otros seres humanos y animales, la desigualdad, la lucha desenfrenada por acumular y consumir, la prepotencia de alcanzar ganancias y presumir por el lujo y el consumo suntuario. Esto obliga a pensar en un cambio civilizatorio que vuelva a reivindicar los valores de la igualdad, de la fraternidad, de la ayuda mutua, de la solidaridad, del ser sobre el tener, de la frugalidad, del respeto por la naturaleza, de la desmercantilización… Y la lucha por estos valores humanos exige plantearse la urgencia de transformar la civilización capitalista.
En estas condiciones, la revolución es más actual y necesaria que en 1917. La revolución no es un sueño, puesto que se apoya en las contradicciones internas del capitalismo, en la lucha de clases que se desenvuelven en su seno, en los intereses de los oprimidos, en la destrucción ambiental que destruye las condiciones naturales y en la demostración práctica de que el capitalismo produce una desigualdad insoportable que genera opulencia y despilfarro para una exigua minoría, mientras arrasa con pueblos y ecosistemas a una escala nunca antes vista en la historia.
Aquí cobra una impresionante actualidad la noción de revolución del pensador alemán Walter Benjamin, cuando proclamó que las revoluciones son antiprogresistas porque rompen en la práctica con la ilusión de un progreso ascendente, lineal y acumulativo, y haya sostenido: “Marx había dicho que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero quizás las cosas se presentan de otra manera. Puede ser que las revoluciones sean la mano con la que la humanidad acciona los frenos de emergencia”. Hoy es necesaria la revolución para detener la catástrofe planetaria que genera el capitalismo, que destruye lo que encuentra a su paso -hombres, mujeres, niños, animales, bienes naturales-, a nombre de un idolatrado progreso tecnológico, el cual se sustenta en la búsqueda de ganancias para una minoría y en la generalización de la explotación de los trabajadores.
El socialismo debe ser arrancado de la mitología del progreso y de una visión teleológica de la historia. En esa medida es una posibilidad y una imperiosa ruptura para la humanidad, pero eso no quiere decir que sea ineluctable. Es una necesidad social, ecológica y moral, una búsqueda racional, una utopía concreta que fundamenta nuestras luchas y nuestra razón de existir. Hay que seguir luchando aunque el enemigo haya vencido, como decía Bertolt Brecht.
Las revoluciones del siglo XXI serán distintas a las del siglo XX, porque ellas deben incorporar tanto los clásicos problemas generados por el capitalismo, sustentados en la contradicción capital-trabajo, como en los nuevos problemas, entre los que sobresalen la destrucción de la naturaleza y el predominio del patriarcado. Y en esta lucha son importantes tanto el pasado como el futuro. El pasado para recuperar la memoria de las luchas de los oprimidos de todos los tiempos, entre ellos los revolucionarios del siglo XX que lucharon por instaurar un orden anticapitalista. El futuro es abierto e impredecible, como impredecibles serán las revoluciones que se sucedan. Para cerrar, resulta adecuado hoy recordar las palabras de Voltaire, que tras el terremoto de Lisboa en 1755, afirmó: “Decir que todo está bien, tomado en un sentido absoluto y sin la esperanza de un futuro, no es más que un insulto a los dolores de nuestra vida”. Algo aplicable al mundo de hoy, donde solo un cínico puede sostener que todo va bien, con el capitalismo realmente existente, cuando lo único claro es que si las cosas siguen como van, al final nos espera el precipicio, salvo que los oprimidos del mundo digan basta ya e inicien la construcción de un nuevo orden civilizatorio que vaya más allá del dominio del capital.
Editorial de la Revista CEPA, No. 25, 2017, publicada en Bogotá, Colombia.