Por Ava Gómez, Sabrina Flax y Javier Calderón / CELAG
El resultado del plebiscito del 2 de octubre señaló las dificultades para la implementación de los acuerdos de paz y los actores que buscarán obstaculizarla. Superada esta situación con el Nuevo Acuerdo [1] y con la perspectiva de refrendación parlamentaria, la etapa de concreción de lo acordado será la más crucial y compleja, puesto que deberán desarrollarse las reformas pactadas para el mundo rural colombiano y para la apertura democrática e incorporación a la vida civil de la insurgencia. Los contenidos de los acuerdos requerirán muchas transformaciones institucionales y legales que deberán incluirse en el bloque constitucional del país y, en especial, requieren conseguir un nuevo consenso social incluyente de todos los sectores políticos y sociales.
El discurso del uribismo es el de la venganza y búsqueda de sometimiento de la insurgencia, desconociendo su estatus político y el proceso de paz en su conjunto. El acuerdo no es un acta de capitulación ni de rendición de la guerrilla, por eso el uribismo pretende construir un relato electoral en torno al desconocimiento del tratado de paz. Tal escenario exige una interacción de las élites proclives a la paz, y de los sectores populares que están a favor de los acuerdos capaz de hacer frente al planteamiento de las fuerzas más reaccionarias que intentarán llevar al país a la violencia o a la venganza contra los excombatientes, tal como ocurrió en el pasado con la Unión Patriótica y, posteriormente, con el Movimiento 19 de abril M19.
Se equivocan, entonces, quienes piensan que el proceso de paz termina con la firma de un tratado o un documento. Los acuerdos deben desarrollarse en los territorios y la sociedad entera debe generar una transformación cultural y democrática para que la paz sea una realidad a mediano plazo. De lo contrario, la violencia seguirá siendo utilizada como arma en la política. La ultraderecha ha demostrado que su programa radica en incitar a la violencia y a la polarización, menú electoral probado con eficacia en el 2 de octubre. Cabe recordar el escenario generado en torno al plebiscito, en el que la mentira desfiguró los acuerdos siguiendo el capricho de la ultraderecha, que buscó posicionarse electoralmente para disputar la presidencia en el 2018. De llegar a la presidencia, esos sectores podrían legitimar el incumplimiento del posible tratado de paz.
Sin dudas, el desafío está en los cambios económico-sociales de las reformas que vendrán (o no) de la mano de la paz. El contenido del acuerdo contempla una reforma rural que promete incluir al 30% de la población colombiana, después de 52 años de guerra y 30 años de neoliberalismo. Si esto no se logra ocurrirá como en Guatemala donde 20 años después de los acuerdos, la violencia y la miseria lejos de resolverse se profundizaron. A esta reforma se opondrá con fuerza la ultraderecha y algunos sectores de la derecha, porque temen la acumulación de capital político de las fuerzas del campo popular, dado que podrían ampliar sus apoyos sociales y avanzar en un performance de alternativa económico-política. Santos y la derecha financiera lo saben, pero también le apuestan a sacar de la paz en la ruralidad dividendos políticos y, sobre todo económicos. Se estima que la reforma podría afectar 10 millones de hectáreas de tierra [2] , aunque también se contempla la habilitación de cerca de 20 millones de hectáreas para los agronegocios a través de una cuestionada ley que crea Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social (ZIDRES) [3]
La apuesta del santismo es poner a competir esos dos modelos agrícolas: las Zonas de Reserva Campesina-ZRC y las ZIDRES (desarrollo rural bipolar). El pulso está en el desarrollo de esos dos modelos y en el papel organizativo de los trabajadores y pobladores de la ruralidad que tienen una amplia tradición de lucha anti-sistémica y un fuerte arraigo a la actividad productiva. Contradicción que aprovechará la ultraderecha para reforzar su “programa” electoral caracterizado por la concentración de la tierra, es decir, la legalización de las tierras producto del despojo violento (8 millones de hectáreas). En suma, este será el mayor obstáculo en la etapa de implementación de los acuerdos y para la democratización de la sociedad.
En materia de derechos humanos, se espera que los acuerdos inicien el camino hacia la verdad y justicia restaurativa. Una disputa que estará abierta por muchos años como ha ocurrido en Argentina, Chile y Uruguay, en donde la memoria, la verdad y la justicia son parte de las agendas de lucha de los sectores populares desde la salida de la dictadura hace más de 30 años. En Guatemala, la inexistencia de justicia social ha impedido una superación y reparación efectiva de las violaciones de DDHH. Por ello, en Colombia, después de tantos años de guerra y con tantos actores involucrados que configuran un complejo nudo de intereses, sólo el avance político de las fuerzas populares y la disputa por conectarse con el sentido común, podrá concretar la obra de la paz. Únicamente con Justicia Social y un gobierno no neoliberal la paz será una realidad.
La implementación de los acuerdos de paz también se enfrentará con la crisis económica, y con la pretensión de profundización del modelo neoliberal extractivista que, de seguro, generará más conflictividades sociales, luchas populares y movilizaciones sindicales. Un escenario donde la disputa política se abrirá poco a poco generando nuevas alianzas, disputas y reacomodamientos en los sectores del poder y en el campo popular.
El desafío que sigue es lograr una paz completa incluyente del ELN y conseguir en el 2018 la elección de un gobierno comprometido con la implementación y el respeto de los acuerdos de paz. Un escenario que será un gran reto para el santismo y, principalmente, para las izquierdas, puesto que tendrán al frente a contendientes poderosos beneficiados por el discurso guerrerista que alentó el conflicto. Los del No a la paz ahora querrán sepultar los acuerdos y dejarlos como letra muerta.
Un renovado escenario, con la paz como protagonista, plantea nuevos desafíos para el reacomodamiento de una izquierda que ha venido zigzagueante en la vida política colombiana. Existen muchas diferencias entre sus distintas corrientes y las posturas ideológicas impiden concretar una unidad política capaz de disputar la hegemonía cambiando la correlación de fuerzas en el mundo social, y menos en el terreno electoral. A ello hay que añadir la violencia permanente a la que son sometidas las fuerzas de izquierda que incluye asesinatos de dirigentes sociales y una guerra judicial en contra de sus líderes políticos que se retroalimenta con la concentración total de los medios de comunicación que atacan y estigmatizan cualquier alternativa.
Se pueden resaltar los esfuerzos que desde el 2014 distintas formaciones de izquierda como Progresistas, la Marcha Patriótica, Movimiento Alternativo Indígena y Social-Mais, el Congreso de los Pueblos, la Unión Patriótica, sectores del Polo Democrático y de Alianza Verde, vienen conformando el Frente Amplio por la Paz, tratando de dar forma a un espacio de unidad de las izquierdas con el programa central derivado de los acuerdos de paz.
La movilización de las guerrillas a la vida política civil, en el contexto de las reformas al sistema político y la ruralidad, podrá fortalecer el caudal electoral de la centroizquierda (Polo Democrático y la Alianza Verde), que a pesar de haber perdido en las últimas municipales la Alcaldía de Bogotá mantiene una votación urbana aceptable en las grandes ciudades desde hace 12 años. Una sinergia de esas fuerzas, podría mejorar los resultados en los distritos electorales rurales y en las ciudades medianas o pequeñas. Ello cambiaría paulatinamente el mapa electoral del país, puesto que el clientelismo tiene una base territorial con la cual mantiene el gobierno. Todo ello si las fuerzas de izquierdas superan la dispersión y si el Estado logra el monopolio de las armas y desmantela las amenazas violentas de los paramilitares.
La reincorporación a la vida política legal de las FARC y el ELN, puede contribuir a concretar ese derrotero, porque plantea nuevas alternativas de diálogo entre una izquierda tradicional y una gama de posibilidades novedosas surgidas de la misma defensa de la paz, que logró importantes movilizaciones ciudadanas. Las FARC y el ELN no estuvieron subsumidos a la portación de armas, sino que han logrado territorializar su acumulación política [4], dato no menor para pensar en las nuevas estrategias políticas de poder popular. En este sentido, vale la pena preguntarse ¿cómo son las configuraciones de los espacios de izquierda que se enfrentan al gran desafío de hacer política en contextos de paz?
Escenarios de la izquierda en el posacuerdo
La paz neoliberal. Un continuum donde la paz no implique en realidad cambios estructurales en torno a las necesidades de las mayorías, sino que sea un elemento clave para mayores inversiones. El vicepresidente Germán Vargas Lleras parece ser el elegido para seguir este camino, el cual supone la continuidad de un débil y atomizado bloque de izquierdas que, por lo tanto, no tendrá la posibilidad de incidir en la elección presidencial. Este escenario apunta a la fortaleza del candidato sucesor de Santos, que pretende mantener los actuales lineamientos en materia económica y social, apoyado en los cambios del proceso de paz. Una posibilidad de futuro favorecida por la dispersión y las urgencias de la izquierda, y una ultraderecha con la alternativa única personalista de proyectar a alguien que asegure el cogobierno con el líder Álvaro Uribe.
La paz como camino de la izquierda. Esta variante plantea que los sectores de izquierda logren avanzar en la unificación de un frente o bloque programático y electoral. En ese propósito la izquierda viene haciendo esfuerzos desde hace tiempo, a pesar de los obstáculos basados en las disputas personalistas (grupistas) por hegemonizar la unidad y por las trabas del sistema electoral. La posible participación unitaria de la izquierda con criterios de influir en el próximo gobierno, podría ser decisiva para formar un gobierno de reconciliación nacional. Considerando la alta probabilidad de competencia de Vargas Lleras con el candidato uribista en una segunda vuelta, se trataría de participar de un gobierno de implementación de la paz, o transicional, que sea bisagra para pensar en una democratización del país y la emergencia de una candidatura de izquierdas con posibilidad de triunfo para el 2022.
La paz manchada. Este escenario está enmarcado en la situación política del continente, caracterizada por una ofensiva neoconservadora que se expresa en Colombia a favor de la cultura política más tradicionalista, ligada a los sectores más atrasados de la iglesia (Opus dei, Tradición, Familia y Propiedad), del latifundio, paramilitares, militares y la mayoría de los políticos ligados a la mafia, quienes ya han manifestado como programa de gobierno el desconocimiento del acuerdo. Está representada actualmente por Álvaro Uribe y Alejandro Ordóñez, pero es una corriente de larga tradición en la escena política colombiana. En ella confluyen un discurso ético-religioso con apoyo militar y mucho dinero, que constituye una combinación con posibilidades de triunfo en las elecciones presidenciales del 2018. En este escenario, la izquierda quedaría totalmente a la defensiva y con pocas posibilidades de pensar un futuro de transformación de la cultura política colombiana, dificultando la construcción de un escenario a su favor para 2022.
Los desafíos por delante son inmensos. Sin embargo, la apuesta que está haciendo la izquierda otorga a este proceso un halo de aire fresco para encontrar nuevos modos del quehacer político en Colombia.
Notas
[1] Ver el informe sobre los puntos centrales del Nuevo Acuerdo de Paz en http://www.celag.org/informe-nuevo-acuerdo-de-paz-en-colombia/
[2] http://www.urnadecristal.gov.co/sites/default/files/acuerdo-final-habana.pdf
[3] https://www.oxfam.org/es/colombia-las-falacias-detras-de-zidres-una-ley-de-subdesarrollo-rural