POR ESTHER PEÑAS /
Hay que adaptarse (Granica editorial). Con este título, eco del mantra que escuchamos a diario en los trabajos, en las imposiciones, en cualquier recoveco del sistema, la filósofa francesa, catedrática en la Universidad de Bordeaux-Montaigne y activista social, Barbera Stiegler (París, 1971), reflexiona sobre la capacidad y conveniencia de hacerlo en un mundo expuesto a mutaciones continuas y reivindica la resistencia. Como Foucault, se adentra en las fuentes evolutivas del neoliberalismo para desenmascararlo. Camarada de los ‘chalecos amarillos’ y refractaria a la propuesta de reforma del sistema de pensiones propuesto por Macron, Stiegler critica la “colapsología” como una “ciencia del fin”, proponiendo acabar con esta visión temporal de “topes”, que a su juicio obstaculiza el progreso social y ambiental.
“El gobierno representativo fue pensado contra la democracia”
Usted asegura que en estos momentos no puede hablarse de democracia. ¿No es demasiado contundente o terrorífica la afirmación?
¿Francia es una democracia? Hablaré de Francia, que es lo que conozco. En realidad, confundimos la democracia con el Estado de derecho. Francia es un Estado de derecho, donde existe el respeto a los derechos humanos, hay una Constitución que garantiza la República y esa República persigue el bien común, el interés general, preserva el sentido del Estado y los derechos individuales (manifestación, libertad de expresión, educación, etc.). La democracia es otra cosa, no es el Estado de derecho, la democracia es el gobierno del pueblo, la idea —llevada a la práctica— de que el pueblo puede gobernarse él mismo. En Francia, como en la mayoría de los países, nuestro sistema político supone el gobierno representativo, teorizado después de las revoluciones americana y francesa, un sistema en el que los más competentes son los que gobiernan porque el pueblo es incompetente para gobernarse. Por tanto, el gobierno representativo fue pensado contra la democracia, porque se sustenta en la idea de que el pueblo es irracional, no conoce las cuestiones importantes ni tiene capacidad para gobernarse.
Pero la Revolución francesa reivindicó la idea de la democracia y la puso en práctica…
Durante la Revolución francesa hubo, en efecto, una reivindicación de la verdadera democracia, la de un pueblo que se autogobierna, pero de ahí derivaron distintas ramas revolucionarias que quisieron evitarla a toda costa y que teorizaron sobre el gobierno representativo, mucho más dócil y manejable, y decidieron llamar a eso democracia. Una democracia no es el poder ejercido por los gobernantes sobre el pueblo. En Atenas fue posible una auténtica democracia, entre otras cosas, porque era una ciudad pequeña. Hoy nos hemos resignado a que la democracia es una idea hermosa pero imposible de realizar.
Su ensayo parte de las tesis del filósofo estadounidense Walter Lippman, que propone una serie de mecanismos para que las masas (gobernadas en Estado de derecho) consientan en adaptarse al mercado mundializado.
Efectivamente. Se trata del nuevo liberalismo encarnado por teóricos como Lippman, autor central en mi libro porque él inspiró en 1938, el Coloquio, una serie de encuentros con intelectuales para revitalizar el liberalismo clásico. Pero lo que salió de allí es otra cosa distinta, el neoliberalismo, que rechazaba ese principio básico de “dejad hacer”. Leyendo a Lippman descubrí lo que de hecho era toda una teoría de la adaptación. Lo que persigue el neoliberalismo es obtener el consentimiento de las masas a la mundialización, a la globalización del mundo, a la división del trabajo, de los intercambios comerciales, del mercado laboral y de las mercancías. Para esos teóricos es mejor comprar un libro en Amazon que en la librería de nuestro barrio. Tiene todo el sentido. El sentido neoliberal.
Pero Lippman asegura que la especie humana no está preparada para esa globalización…
Toda invocación de tesis tiene una historia y cultura propia. El neoliberalismo no es algo absolutamente nuevo. En el siglo XVIII ya existía un gran mercado mundial de las ideas. Los liberales clásicos hablaban de ello y de cómo aplicar ese gran mercado a las mercancías. Lo nuevo de Lippman es el discurso ideológico, afirmar que la especie humana no está adaptada a esta liberalización, a esta concepción de la reorganización del espacio. La especie humana se adapta a un espacio acotado, la ciudad-estado, la tribu, pero si se agranda hasta alcanzar las dimensiones del neoliberalismo, el humano no es capaz de soportarlo, por eso hay que conseguir el consentimiento de las masas, y eso pasa por la educación, en el sentido más amplio. El neoliberalismo provoca la aceleración de los ritmos y la globalización de todo tipo de intercambios.
¿Qué sucede si uno no puede o no quiere adaptarse?
Cuando los individuos o las masas no pueden adaptarse –hablamos por ejemplo de las personas con discapacidad–, Lippman propone la igualdad de oportunidades, de manera que hasta los pobres las tengan para aspirar a ser ricos, para que los enfermos sanen, pero sabemos que esto no es real. Lippman habla de respetar la competición mundial, pero sin una igualdad real de oportunidades, esa competición está adulterada desde el principio. A Lippman le seduce la idea de que ganen los mejores. Por eso defiende como ilegítimas las desigualdades. ¿Qué ocurre con los que no pueden competir de ningún modo, con esas personas con discapacidades severas que no podrán participar en ningún caso en esa gran competición? No dice nada. Es una aporía. Lippman habla de la caridad comunitaria y estatal.
Para Darwin, la evolución es un laboratorio multidireccional, mientras que para Lippmann se sustenta en una teleología. ¿De qué lado queda Barbara Stiegler?
Claramente, del lado de Darwin. Los detractores de Lippman, que rechazan ese neoliberalismo autoritario, quedan del lado de Darwin, que demostró que la vida va hacia todos los sentidos. Darwin concede al azar un enorme peso, porque sabe que la vida es indómita, pero los neoliberales quieren domesticarla. No conocemos el final de la historia, como aseguraron algunos; sigue habiendo movilizaciones políticas, huelgas importantes, manifestaciones, movilización social. Fíjate lo que está ocurriendo en Francia, en lo que participo activamente. Algunos de mis camaradas me preguntan si conseguiremos aquello por lo que luchamos. Nadie lo sabe. Pero hay que luchar. El movimiento de movilización Burdeos, al borde del Atlántico, se plantó frente a los capitanes neoliberales que trataban de imponer su camino. Los ‘chalecos amarillos’ hemos contestado, nos hemos parado en la playa y estamos decidiendo a dónde queremos ir.
¿La playa sigue estando debajo de los adoquines, como afirmaban los sesentayochistas?
Ya no estamos ahí. Ese es un eslogan libertario hedonista, porque lo que había bajo la revuelta de entonces era la liberación sexual; pero debajo de nuestra revuelta actual están nuestras jubilaciones, nuestro futuro como sociedad y como individuos. Hay que aparearse pero no solo para hacer el amor, como proclamaban entonces, sino para reflexionar juntos el sentido que queremos dar a nuestra vida. Los jóvenes están muy concienciados e involucrados en estas revueltas, lo que supone una auténtica pesadilla para los neoliberales, que no quieren ni oír hablar de la jubilación, porque para ellos la jubilación es algo arcaico, que supone retirarse de esa competición sobre la que se sustenta el sistema. Para ellos, nadie tiene que pararse ni retirarse. Debajo de los adoquines, lo que hay ahora es la retirada de los estudiantes, investigadores, intelectuales, obreros para reflexionar. Nada de hedonismo.
“La idea es que no sea el capital quien ordene al pueblo qué camino hay que seguir”
Emma Goldman afirmó que no acudiría a una revolución que no se pudiera hacer bailando…
En el movimiento actual, la reivindicación no deja lugar al hedonismo, pero sí a la fiesta, a cierto movimiento social carnavalesco, con fuego, luz, esperanza, el de ahora es mucho más revolucionario que el de entonces. Entiendo a Goldman.
Dada la deriva autoritaria que están adquiriendo numerosos gobiernos de países democráticos, ¿podríamos pensar que esta adaptación forzosa que plantea Lippman está dando sus frutos?
Se trata, en efecto, de gobiernos muy autoritarios que fuerzan a adaptar la escuela, los hospitales y, en general, los servicios públicos, junto a las fuerzas del trabajo, a la globalización. Algo lo teorizó Lippman, que entendió el fracaso del liberalismo clásico. Había que ayudar al capitalismo de otra forma, con medios coercitivos. Fueron teóricos hasta la década de los cincuenta, pero llegaron al poder durante los setenta y ochenta. En Francia tuvimos a Valéry Giscard, que encarnaba la nueva derecha, moderna, cercana a los neoliberales alemanes, y sus ideas colonizaron al partido socialista, que se convirtió en neoliberal, ahí tenemos a Macron. El neoliberalismo tiene mucho que ver con el darwinismo social, que se expresa en multitud de formas autoritarias, como las que vemos en distintos países.
¿Hay alternativa al neoliberalismo?
Sí, estoy segura: la democracia, no el Estado de derecho. La idea es que no sea el capital quien ordene al pueblo qué camino hay que seguir. Que sea el propio pueblo quien se gobierne, en sentido griego, auténtico, no como una colección de individuos a los que imponer sus objetivos. Los propósitos de un pueblo, sus metas, han de ser siempre provisionales, y discutidos y analizados continuamente.
Por cierto, ¿qué opinión le merece el Comité Invisible, ese grupo anónimo –conformado presuntamente por los nueve de Tarnac– que publica textos revolucionarios?
Ellos son anarquistas; yo, republicana, pero respeto su trabajo.