Por Lisandro Duque Naranjo
Decía Edmuno Desnöes, en sus Memorias del Subdesarrollo: “sabemos demasiado como para ser inocentes, e ignoramos mucho como para ser culpables”. En el umbral de sutilezas que plantea esta reflexión —bastante adecuada para la Colombia de ahora—, se precisa, con generosidad, inspirarnos, todos a una, si es que queremos despejar la bruma de una confrontación que nos ha causado pérdidas irreparables durante los últimos 53 años. Y ahorrarnos otra peor que podría incubarse entre las trizas de lo que en estos últimos cinco años, dando tumbos -e incluso tumbas-, hemos logrado bosquejar.
Solo será culpable, entonces, el que se considere intachable, y solo podrá lograr sosiego quien aporte verdad, y digamos también que algo de humildad. ¿Demasiado pedir? Tal parece.
Hace un año ya, decía William Ospina en El Espectador, bajo el título de “Al final”: “Señores: aquí hubo una guerra. Y aún no ha terminado.
Y no la resolverán las denuncias, ni los tribunales, ni las cárceles, sino la corrección de este orden inicuo, donde ya se sabe quién nació para ser mendigo y quién para ser presidente (…).
“(…) Al final de las guerras, cuando estas se resuelven por el diálogo, hay un momento en que se alza el coro de los vengadores que rechaza el perdón, que reclama justicia.
Pero los dioses de la justicia tenían que estar al comienzo para impedir la guerra. Cuando aparecen al final, solo llegan para impedir la paz”.
Texto pertinente ahora que se está en la inminencia (¿será posible?) de que empiecen a operar la Comisión de la Verdad, la Justicia Especial para la Paz, las nuevas Circunscripciones Electorales y la Ley de Restitución de Tierras. Así, con mayúsculas, para que conste que son pasos de animal grande, quisiera decir que más para la imaginación, algo escaso, que para la zozobra, algo cotidiano y parece que fácil en este país. Las cuatro iniciativas, fruto del acuerdo de paz, se caracterizan por ser afines entre sí: difícil ser afectado por una de ellas sin serlo por las otras tres.
Hay algo que le imprime un valor agregado moral a una de las partes en conflicto, las Farc, y es el haber sido propuestas suyas estas cuatro columnas que sostendrán lo más parecido posible a un país inserto en la contemporaneidad. Incluso les aporta buena fe a las mismas, y un margen de riesgo, el hecho de habérseles ocurrido a quienes están dispuestos a someterse a sus efectos luego de dejar a un lado lo único que les procuraba confianza: la rebelión para encender la pradera. Mientras que aquellos para quienes el pasado es óptimo, una especie de orden natural innecesario de corregir, una arcadia contenta y ancestral en la que no tienen que responderle por nada a nadie, ni siquiera hubieran necesitado de que se declarara una guerra para ser nocivos al progreso. ¡Qué rica esa pax romana!, ese enjambre de personas resignadas produciendo miel para los dueños del panal. Esa falta de historia con sus contradicciones.
Desde mucho antes de que empiecen a operar esas novedades con sus respectivas instancias, ahora avaladas por la Corte Constitucional, varios se han dado por aludidos, apenas natural. Y van por los medios clamando por salvar la patria, lo que incluye excluir, gritar en los recintos, hostigar, mentir y, en algunos lugares, disparar. No creo que haya que reconciliarse con ellos. Baste apenas con obligarlos penalmente al respeto.
El Espectador, Bogotá.