POR OCTAVIO QUINTERO
Teóricamente se acepta que es el conjunto de creencias, normas y conocimientos que se adquieren espontáneamente a través de la experiencia y los sentidos, sin esfuerzo mental. Son saberes considerados evidentes dentro de una sociedad.
Por lo que tenemos sentido común somos racionales: esto es, todo lo que vaya contra el sentido común, es irracional.
En este orden de ideas el llamado “debido proceso” frecuentemente cae en la irracionalidad, como en el caso del expresidente Álvaro Uribe Vélez, donde el Tribunal Superior de Bogotá (TSB), tumba el fallo condenatorio de primera instancia, porque la prueba que demuestra su delito «es ilegítima», es decir, es cierta, pero no válida jurídicamente.
En los años 60 se hizo famosa una anécdota, que cobra ahora actualidad: el entonces senador José Ignacio ‘Nacho’ Vives acusaba a Miguel Fadul Chalela, director del Instituto de Fomento Industrial (IFI) y al ministro de Agricultura, Enrique Peñalosa Camargo de «cosas ciertas -decía la gente- con pruebas falsas». Fue tan contundente el debate, que el entonces presidente, Carlos Lleras Restrepo, amenazó con renunciar, si el Congreso daba credibilidad al senador acusador.
Así mismo, el TSB tumba la condena impuesta a Uribe por prueba «ilegítima», es decir, cierta, pero no válida en el sacrosanto debido proceso, que cunde la justicia colombiana de impunidad.
¿Quién entiende que unos magistrados no validen lo evidente porque lo evidente es ilegítimo? ¡Charlatanes!, que se visten de impecable toga para hacer de la justicia algo opaco y peligrosamente irresponsable; que, además, exigen respeto a fallos contrarios al sentido común.
