POR ORIANA ZAMBRANO MONTOYA
Las declaraciones de Donald Trump contra el Gobierno de Colombia no pertenecen a la esfera del escándalo, sino al de la estrategia. Estados Unidos está reconfigurando el mapa del poder hemisférico, y Colombia acaba de ser convertida en pieza de demostración. No es una disputa diplomática: es una operación de control. Y el laboratorio, una vez más, somos los colombianos.
Trump no improvisa. Su discurso reciente contra el presidente Gustavo Petro no es un exabrupto, sino una señal: el retorno a una política exterior basada en la subordinación hemisférica. Estados Unidos ya no busca cooperación; busca control. Lo que está en marcha es un reordenamiento de jerarquías en el continente, bajo la lógica del castigo ejemplar. Colombia, históricamente aliada y dependiente, ha sido escogida como caso de advertencia. El mensaje es claro: quién desafía el orden norteamericano, será disciplinado públicamente.
Durante los Gobiernos de Obama y, en parte, Biden, Washington administró su poder bajo la retórica del liderazgo por cooperación: alianzas estratégicas, ayuda condicionada, diplomacia multilateral. Con el retorno de Trump, ese enfoque muta hacia el control por intimidación. Ya no se trata de construir consenso, sino de reinstalar el miedo. El método: imponer aranceles, romper unilateralmente acuerdos comerciales, reducir ayudas, endurecer sanciones y exponer mediáticamente a quienes se atrevan a cuestionar la hegemonía norteamericana. Colombia es el laboratorio perfecto: un aliado fiel que, bajo un Gobierno disidente como el que encarna Gustavo Petro, se convierte en enemigo simbólico.
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El ataque verbal de Trump —llamando a Petro “matón” y amenazando con sanciones— no se dirige únicamente al Presidente, es un mensaje a toda la región: “el que no se alinea, se arruina”. Detrás del insulto está el intento de restablecer la disciplina imperial en un contexto donde el poder estadounidense enfrenta competencia global de China y Rusia.
Trump utiliza el narcotráfico como justificación moral para la coerción política. Pero el fenómeno no es un crimen aislado ni un problema “colombiano”: es un engranaje del sistema financiero mundial. Los bancos internacionales lavan capital; las bolsas lo absorben como inversión; los Estados lo usan para maquillar déficits. Por eso la “guerra contra las drogas” nunca termina: es funcional al orden económico global.
EE.UU. necesita mantener viva la narrativa del enemigo externo para justificar su gasto militar, sostener su burocracia antidrogas y preservar la dependencia latinoamericana. El libreto colonial se repite: “nosotros, civilizados; ustedes, bárbaros”. El lenguaje de Trump (“fábricas de cocaína”, “trampa mortal”) busca reinstalar la idea de América Latina como espacio caótico que requiere corrección. Colombia vuelve a ocupar su papel tradicional: el otro exótico, la periferia culpable, el territorio castigado del imperio.
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La batalla no es solo política; es discursiva. Quien define el lenguaje define el sentido del mundo. Por eso Petro lo incomoda: no acepta el idioma del poder. Su defensa de la vida frente a la lógica bélica visible en su discurso ante la ONU sobre Gaza— rompe la gramática del dominio: cuestiona la legitimidad moral de la violencia imperial. El choque entre ambos no es personal, sino civilizatorio. Trump encarna la razón de Estado que legitima la fuerza en nombre del orden; Petro encarna la razón de la vida que denuncia la fuerza en nombre de la dignidad.
Sin embargo, el problema estructural persiste: Colombia no ha logrado traducir su discurso de autonomía en capacidad real. El Estado sigue atado a la dependencia económica, militar y tecnológica del norte. No hay aún un modelo propio de seguridad, desarrollo ni política exterior: hay apenas un deseo de independencia. Y un deseo sin poder es un gesto simbólico frente a una maquinaria global.
El conflicto actual no puede leerse sin contexto geoestratégico. El Caribe se ha convertido en el corredor más tenso del hemisferio occidental: rutas de narcotráfico y migración, tránsito energético, y ahora frontera indirecta del conflicto Israel–Palestina. Colombia, con costas en dos océanos y frontera con Venezuela, es una pieza clave de contención. Las “acciones serias” de las que habló Trump podrían traducirse en presión militar, bloqueo marítimo, bajo el argumento de seguridad hemisférica.
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La doctrina de seguridad estadounidense sigue una constante: militarizar el sur para desmilitarizar su miedo. Cada vez que una potencia necesita cohesionar a su población en medio de crisis internas, fabrica un enemigo externo. Hoy Colombia cumple ese papel. No se trata de política internacional racional, sino de estrategia electoral: la mano dura como espectáculo. Trump convierte a Colombia en escenario narrativo para su campaña, presentándose como el protector del orden frente al “caos latinoamericano”.
El problema no es solo que Trump mienta. Es que utiliza verdades parciales como armas políticas. Sí, en Colombia hay narcotráfico, corrupción y violencia. Pero utilizar esos hechos para justificar humillaciones diplomáticas es manipulación.
El conflicto ya no es entre verdad y mentira, sino entre dos sistemas de poder que disputan quién tiene autoridad para definir lo correcto: la moral del imperio, que castiga, y la moral del sur, que resiste.
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Detrás de la retórica diplomática hay víctimas invisibles. Cada sanción, cada amenaza, cada recorte de cooperación se traduce en realidades concretas: campesinos que siembran coca para sobrevivir, comunidades indígenas militarizadas, mujeres desplazadas con hijos, jóvenes reclutados por bandas.
Las guerras del norte siempre se libran con los cuerpos del sur.
Por eso, más allá de la disputa entre dos líderes, lo que está en juego es quién tiene autoridad moral para hablar del mal. Trump habla desde la violencia que se justifica; Petro, desde la violencia que se padece. El riesgo es que, entre ambos, Colombia deje de ser sujeto político para convertirse en símbolo: un objeto discursivo en la narrativa global.
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Las declaraciones de Trump no son un simple ataque retórico. Revelan el reajuste de un sistema mundial que necesita mantener la desigualdad como herramienta de control. Colombia no está siendo atacada solo por producir cocaína, sino por atreverse a pensar desde el margen, por no repetir el discurso del centro. Cuando un país periférico se atreve a hablar con voz propia, siempre llega la tormenta. Pero toda tormenta puede convertirse en oportunidad si se enfrenta con lucidez.
La pregunta de fondo no es qué hará Trump, sino que hará Colombia. Si logra resistir con inteligencia —diversificando cooperación, fortaleciendo su Estado, cuidando sus comunidades—, la crisis puede ser el inicio de una nueva soberanía. Si, por el contrario, se fragmenta internamente, sin estrategia ni unidad, el resultado será devastador: pérdida de autonomía, colapso fiscal y subordinación a nuevas dependencias.
El golpe económico puede ser inmediato, pero el golpe histórico lo recibirá Estados Unidos. Un país puede recuperarse de una sanción; un imperio no se recupera de perder legitimidad moral ante los pueblos. Trump podrá ganar votos con el insulto, pero su discurso revela debilidad: un poder que ya no persuade solo amenaza.
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El desafío no es sólo resistir, sino redefinir el sentido de cooperación: pasar de obedecer órdenes a establecer alianzas entre iguales. Porque quien rompe con dignidad puede reconstruirse. Pero quien se somete por miedo, deja de existir políticamente.
Quienes creen que lo que dijo hoy Donald Trump fue una simple respuesta al tono de Petro, se equivocan profundamente.
No hay discurso “espontáneo” cuando se trata del Presidente de la nación más poderosa del planeta. No se trata de egos cruzados, ni de temperamentos fuertes. Se trata de estrategia.
Trump no reacciona: opera. Cada palabra, cada ofensa, cada amenaza, cumple una función política, económica o simbólica dentro de un tablero que no es local, sino global. Durante toda su vida se ha destacado por ser un empresario salvaje, pragmático y metódico. No da un paso sin calcular lo que gana. Y lo que busca ahora no es humillar a Petro; es redefinir la subordinación de América Latina bajo una nueva doctrina de poder.
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El error está en creer que Colombia es el tema: no lo es. Colombia es el instrumento que sirve para enviar un mensaje a los gobiernos que, como el de Petro, se atrevieron a hablar de soberanía y justicia global.
Su ataque no es emocional, es estructural. Por eso es peligroso creer que todo se reduce a un intercambio de frases. Mientras nosotros discutimos si Petro “dio papaya”, Trump está reposicionando el mapa del poder hemisférico.
Y nosotros, simples ciudadanos del sur, vemos apenas el reflejo —el ruido mediático—, pero no el diseño que se mueve debajo. No se puede ser tan inocente como para creer que el hombre que ha hecho fortuna manipulando mercados y narrativas actúa sin cálculo. Trump no está improvisando. Está ejecutando un plan que tiene nombre, propósito y costo, aunque todavía no lo hayamos comprendido.
Si Colombia sobrevive a este golpe con dignidad, habrá ganado algo más que soberanía: habrá recuperado su alma política. Y eso, para un imperio en decadencia, es la peor derrota posible.
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