Por Javier Pelegrina / ALAI
En los últimos días hemos visto aparecer con mayor fuerza los términos sobre la judicialización de la política o el denominado lawfare. Un fenómeno de alcance global, que se enmarca en el terreno de la guerra de cuarta generación y de los mecanismos de golpes blandos. En el juego de la política, el capitalismo financiero global, ha logrado encontrar otras formas que le permiten avanzar sobre aquellos escenarios en donde la organización popular les pone un freno a su plan económico, social y político.
¿De qué hablamos, cuando aludimos al término Lawfare?
Este término tiene un origen militar, que describe métodos de guerra no convencionales en el que la ley es utilizada para conseguir un objetivo militar. O dicho de otra manera y contextualizándolo, es el uso de los instrumentos jurídicos para fines tales como los de persecución política, destrucción de imagen pública e inhabilitación de un adversario político. Aquí se combinan acciones aparentemente legales con una cobertura de prensa que permite por un lado instalar ejes y por otro, generar presión sobre los acusados y sus entornos; de esta manera buscan avanzar sobre el apoyo popular que suelen tener, no casualmente, los implicados.
En América Latina, la estrategia comenzó a ir a fondo a través del poder judicial, con jueces y mecanismos que les permite torcer los destinos de países, basándose en una red de influencias y procedimientos que no están vinculados directamente al voto popular.
En Brasil, Dilma Rousseff, una presidenta de gran ascendiente popular, fue expulsada de su cargo mediante una serie de desmanejes jurídicos avalados luego por un complot parlamentario. Luiz Inácio Lula Da Silva, el hombre que transformó Brasil y estaba listo para volver a gobernarlo, fue desplazado del juego electoral con una serie de incriminaciones que pasarán a la historia no solo por lo caricaturesco, sino también por lo letal que resultaron para la democracia del Brasil.
En Colombia el ex-alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, candidato de la izquierda a las elecciones presidenciales del país, es blanco de un no menos espantoso proceso que intenta sacarlo de la disputa electoral, además de llevarlo a la bancarrota personal, con multas de varias decenas de millones de dólares por una política de tarifas diferenciadas en transporte urbano, cuando fue alcalde de la capital colombiana.
En Argentina, las fauces judiciales se ciernen sobre Cristina Fernández de Kirchner y sus ex funcionarios y dirigentes sociales (Boudou, Timmerman, Zanini, D´Elia, Milagro Salas). Sumado a la intervención del Partido Justicialista Nacional con argumentos que son políticos y no jurídicos.
En Ecuador se está arreglando el tinglado para juzgar y condenar a Rafael Correa. Basta ver el caso de países como Paraguay y Honduras, en donde la derecha controla el poder legislativo; utilizando la vía de los golpes parlamentarios para la destitución de Fernando Lugo y Manuel Zelaya.
El proceso de judicialización, puede analizarse sobre tres aspectos: el rol del partido judicial que se ha rearmado y ha logrado tejer una red de mecanismos y de actores capaces de marcar el rumbo de los países latinoamericanos, el timing político que logra sacar en el momento justo cada una de las causas y el ajuste estructural y lucha anti-corrupción enmarcada en un proceso de recorte del Estado y lo público impulsado por las Instituciones Financieras Internacionales y organismos bilaterales estadounidenses que comenzó allá por los ’80 en América Latina, incluyendo la reforma jurídica como parte de la batalla contra la “ineficiencia del Estado”. Se sostiene que la corrupción en el Estado debe ser extirpada apelando a las “buenas prácticas” del sector privado para desplazar la “lógica” de lo público, asociada al derroche y a la mala gestión de “los políticos”.
Entonces entendemos por qué la persecución judicial se ha exacerbado contra funcionarios de gobierno donde el Estado recuperó su protagonismo en materia económico-social y revalorizando lo público.
Lo que se esconde además detrás de dicha persecuciones el disciplinamiento de los sectores populares (o clase trabajadora) que los referentes atacados representan, a través de la judicialización de liderazgos progresistas como también a través de la criminalización de movimientos de avanzada, lanzando un mensaje de “amenaza” ante cualquier iniciativa de movilización popular.
Lo que parece estar ocurriendo ahora es que desde la derecha y los poderes económicos concentrados se ha tomado de manera definitiva e irreversible la senda de la judicialización. Se ha decidido intervenir los procesos políticos, con el objetivo de detener los procesos democráticos como el que ocurre en Venezuela, o para evitar, con suficiente éxito y pragmatismo, que movimientos o líderes tales como Lula, Cristina o Rafael Correa vuelvan a ser electos mediante la participación popular y democrática.
ALAI