Por Eduardo Sarmiento Palacio
Las denuncias y condenas a la corrupción en las altas cortes y en los proyectos del Estado plantean la pregunta de cómo se llegó a la situación actual. En ambos casos las reformas legales no han prosperado o han resultado inocuas.
La reforma constitucional de 1991 montó una maraña de ternas y cooptaciones que finalmente terminaron siendo empleadas para beneficio propio de los legisladores, jueces y funcionarios públicos. Las ternas cruzadas propician que unos nombren a otros a cambio de que éstos nombren a sus amigos, y no tiene cómo terminar. Se rompe la independencia y separación de los tres poderes. Así, las ternas de la Corte Constitucional, que constituye la obra maestra de la Carta de 1991, son designadas por el Congreso, que luego es juzgado por la misma Corte o por sus satélites. La impresión es que el complejo ajedrez se configuró para que los poderes se contrarresten.
El ejemplo más recurrente es el de las obras de infraestructura vial. Desde hace 30 años he venido señalando cómo los proyectos cuestan el doble del valor de la licitación pública que sirvió para adjudicarlos y que el tiempo de entrega es el triple del acordado. En varias oportunidades recomendé modificar la Ley 80 para evitar los cambios de diseño de los constructores y concesionarios, y limitar los sobrecostos y presupuestos adicionales. No obstante, las múltiples revisiones de la ley, las fallas neurálgicas se mantienen incólumes. En la práctica se tiene una normatividad en que las licitaciones se obtienen a pérdida y las ganancias se consiguen en los reajustes. Semejante despropósito es una invitación para que terceros entren en el juego de modificar las condiciones determinadas por subasta pública y sirvan de escuderos a las últimas instancias de decisión.
Es precisamente lo que se ha venido observando en el proyecto de la Ruta del Sol. Está visto que el proyecto fue seriamente afectado por políticos y funcionarios que obtuvieron cuantiosos sobornos antes de que la obra fuera ampliada en el trayecto Gamarra-Ocaña por $750.000 millones sin licitación pública. Ciertamente, no es fácil establecer cómo los sobornos encarecen los proyectos. Sin embargo, es clara la estrategia de Odebrecht de actuar sobre los asesores y los organismos oficiales para alterar los conceptos y los estudios técnicos, y ampliar las utilidades de los constructores.
Desde luego, los sobornadores encuentran campo abonado en el afán del Gobierno y la Agencia Nacional de Infraestructura (ANI) de presentar los proyectos de infraestructura por encima de la realidad. La ANI no ahorra esfuerzos para exagerar la rentabilidad de los proyectos viales, lo que tiende a subestimar el valor de las licitaciones, y actúa como un banco que entrega créditos a plazos muertos y asistencia a los contratistas. Se configura una alianza entre el sector público y privado para impulsar y justificar proyectos, que desdibujan la línea divisoria entre el juez y la parte. Lo normal es que los concesionarios se concentren en realizar las obras pactadas en la licitación y las autoridades se limiten a verificar el cumplimiento.
El clamor por la corrupción es bienvenido, pero no puede quedar en la protesta y la rabia. No basta pedir la sanción de los culpables, que hasta el momento han sido señalados e identificados por los organismos de control externo. Es indispensable que las denuncias estén acompañadas de análisis sobre las causas y de recomendaciones concretas para superarlas. El país está abocado a una Constituyente de corte académico, que debe empezar por redefinir las formas de nombramiento de las altas cortes y los órganos de control, a tiempo de modernizar los procedimientos y las instituciones de contratación y seguimiento de los grandes proyectos estatales.
El Espectador, Bogotá.