POR RUTH TOLEDANO
Al rey Juan Carlos I lo dejó puesto en España el dictador Francisco Franco. Innumerables, presuntas y millonarias comisiones después, ese rey tuvo que abdicar porque, se sabía entonces y se confirma siempre, todo lo suyo podía ser considerado como una gran estafa.
El joven venía con una mano delante y otra detrás, o sea, tapándose lo que antes se llamaban las vergüenzas de tener tan poco como para ir desnudo. Ni siquiera hablaba un español que pasara el filtro de cualquier académico de la lengua que se tome lo suyo muy en serio. Franco supuso que un personaje así podía ejercer de eslabón entre una inevitable transición política y la preservación de los intereses de las grandes familias de la oligarquía monárquica que habían apoyado el franquismo. El joven se lo tomó tan en serio como un académico el lenguaje exclusivo: se avino a simular democracia a cambio de amasar una fortuna basada en la inviolabilidad. Un negocio redondo. Compraron hasta los comunistas.
Innumerables, presuntas y millonarias comisiones después, ese rey tuvo que abdicar porque, se sabía entonces y se confirma siempre, todo lo suyo podía ser considerado como una gran estafa. Lo asombroso es que, cuando el traspiés le pilló matando elefantes en compañía de una amante dedicada a conseguir contactos y contratos, la sociedad española admitió que se retirara dejando puesto a su hijo en su anacrónico lugar. Y es ese anacronismo, contrario a cualquier sentido de igualdad, justicia y democracia, el que ahora se dirime sobre el tapete de la historia.
Que la jefatura del Estado esté representada por un Felipe VI que sigue siendo herencia franquista resulta moralmente repugnante, por lo que comporta de pervivencia del régimen fascista español: lo legitima cada privilegio que se le dispensa, cada honor que el monarca recibe. El propio Felipe ha rubricado ese franquismo concediendo el Ducado de Franco a la nieta del dictador, Carmen Martínez-Bordiú. Pero lo que repugna a una inteligencia política que se quiera mínimamente evolucionada es que el propio modelo de gobierno sea una monarquía. Un modelo blindado por una Constitución que se redactó deprisa y corriendo, marginando a los republicanos, protegiendo a quienes habían estado en la cúpula política y económica de un poder criminal y en sus brazos represores.
La entronización histórica de Juan Carlos de Borbón fue posible gracias a la connivencia de los medios de comunicación con los sucesivos gobiernos socialistas y peperos. Ni el intento de golpe de estado del 23F pudo con su campechana leyenda, que sobrevivía de manera directamente proporcional a las muertes que provocaba su gatillo de cazador. Mucho se sospechaba y se rumoreaba de sus devaneos fiscales y de sus operaciones financieras. Mucho se especulaba con la creciente cifra de su fortuna. Sus mejores amigos ingresaban en prisión condenados por escándalos económicos, es decir, chorizadas de alto nivel. Pero el rey seguía inviolable porque el poder político y el poder mediático lo permitían.
Ahora se dirime sobre quién tiene más responsabilidad en la crisis de la corona: si es el rey emérito, la reina plebeya, la princesa alemana que no lo es, el cuñado encarcelado o el sucesor preparado para meter la pata a la primera de cambio, nen. Pero esa culpa, tan cristiana en su caso, es lo de menos. Sirve para entretener con detalles morbosos el tiempo de espera en la antesala de su fatalidad. Porque lo que los tiempos están dirimiendo es la naturaleza misma de la institución monárquica, el hecho mismo de su existencia.
No parece casualidad que esto suceda justo cuando se esta tratando de cumplir la Ley de Memoria Histórica en el Valle de los Caídos. Sacar de allí los huesos de Franco debería ir acompañado de sacar sus restos de la Constitución española. Los Borbones lo son: huesos de Franco. Si la retirada de esos huesos es un acto de reparación a las víctimas del franquismo, la retirada de la corona lo será de reparación de la dignidad moral y política del sistema.