Por Carlos Granés
Hubo una época, no hace tanto, en que el arte y la política estaban estrechamente ligados. En Colombia, sin ir más lejos, el acceso a la política estaba mediado por las tertulias literarias y el periodismo, y por eso no era extraño que los políticos más prominentes de la primera mitad del siglo XX hubieran dado sus primeros pasos recitando poemas en el café Windsor. Ser político y ser letrado era lo mismo. Derecha e izquierda, incluso en sus vertientes más radicales, se sentaban a la misma mesa: Gaitán y Silvio Villegas, Luis Tejada y José Camacho Carreño.
Siguiendo la estela de lo que ocurría en el resto del mundo, en Colombia el arte se politizó. Poemarios y cuadros dejaron de ser simples expresiones estéticas y se convirtieron en un campo de batalla ideológico. Descuidar ese flanco era ceder terreno al enemigo, y por eso un personaje como Laureano Gómez dedicó casi más tiempo a la crítica literaria que al debate político en los años 30. Comentó los escritos de León de Greiff, de Darío Samper, de Rafael Maya, de Porfirio Barba Jacob, y con todos ellos peleó, y siempre debido a cuestiones morales que remitían a visiones políticas de la realidad.
En la obra de De Greiff, por ejemplo, vio una nociva popularización de la poesía. Sus poemas, al alcance del lustrabotas, del carpintero o del ganapán de esquina, robaban a la poesía la sustancia que hacía de ella una fuerza espiritual capaz de forjar naciones. Casi como Stalin, Laureano creía que el poeta era un herrero del alma. Aunque anacrónicas y derivadas de esa curiosa obsesión grecolatina que sobrevivía en Bogotá mientras el resto del mundo se modernizaba, estas posturas revelaban la importancia que el líder conservador le daba al arte. Los valores por los que luchaba en la arena política también los buscaba allí, y por eso atacaba con maledicencia las obras donde no los hallaba.
Vapuleando a Porfirio Barba Jacob, a la Revista de Indias o a Débora Arango, Laureano vapuleaba al gobierno liberal de López Pumarejo, a Gaitán o al ambiente degradado —así lo veía él— en el que se regodeaba la izquierda colombiana. Si lo traemos al escenario actual, sería como si Duque hubiera atacado los grafitis que promovió Petro por ser una reivindicación de la marginalidad urbana, de la rebeldía o de la contracultura, y como si Petro hubiera atacado al vallenato con el que se adornó Duque por telúrico, patriotero o encarnación de actitudes machistas y violentas. Pero ya ese tipo de disputas no se dan. El arte ha dejado de untarse de la política para confundirse con la economía.
Duque es un síntoma de esta nueva época. Para él la cultura es un sector productivo más —economía naranja, lo llama—, en el que poco importa el contenido crítico de las obras, sólo el rendimiento económico de las ferias y festivales. ArtBo, calcula, “ha logrado arrojar más de $105.000 millones en negocios”, y cómputos similares tiene para cada evento cultural. Así las cosas, que los artistas critiquen todo lo que quieran. Si eso dinamiza ese sector de la economía, adelante. La lógica económica detrás de la promoción cultural está mermando el poder crítico del arte. Lo desactiva. Convertido en mercancía, llega al público con el cablecito rojo suelto, relevante sólo como una estadística más para los artículos de Duque en Portafolio.
El Espectador, Bogotá.