Por Nora Merlin
El neoliberalismo, un capitalismo financiero que despliega su lógica a escala mundial, es un dispositivo ilimitado de concentración de poder económico, político, militar y mediático. Como un cuerpo extraño, un virus, se entrama en la cultura, se adueña de los múltiples aspectos de la vida social llegando en muchos casos a ocupar los gobiernos.
Tal concentración de poder en las democracias neoliberales produce, en los hechos, la disolución de la división e independencia de poderes, la represión de la política, entendida como conflicto y heterogeneidad, y el reemplazo de la pluralidad de voces por una concentración mediática con discurso único, cuya consecuencia es una apropiación de los valores y sentidos de la vida. Los medios de comunicación corporativos forman el sentido común produciendo una nueva subjetividad y una cultura de masas, que constituye una de las características centrales de los totalitarismos.
Todo deja entrever que el totalitarismo lejos está de ser una cosa del pasado, que la democracia puede ser interrumpida por el virus totalitario que hoy se denomina neoliberalismo. La democracia no se reduce a una forma de gobierno o a un procedimiento de elección de representantes sino que, ante todo, es una construcción social orientada por la libertad, lo igualitario y las relaciones fraternales.
Hanna Arendt, en Los Orígenes del totalitarismo (1951), plantea como tesis central que el totalitarismo no consiste en un capítulo superado del pasado, sino que constituye una marca histórica siempre pronta a retornar. La filósofa alemana describió los totalitarismos (el nazismo y el stalinismo) no como una tiranía producto de la locura de un personaje, sino como una nueva forma del poder surgida en el siglo XX, que se propuso la dominación de la subjetividad y la anulación de las singularidades. Para tales fines fue necesario destruir la libertad de los ciudadanos, exterminar los espacios políticos de participación, controlar la propaganda y los medios de comunicación, las instituciones culturales, las relaciones sociales y la esfera privada, promocionando el racismo y la desaparición de la solidaridad. Fueron utilizadas dos estrategias de dominación: la construcción de la masa como modo social y los campos de concentración destinados a opositores políticos, judíos, gitanos y homosexuales.
Para caracterizar a los totalitarismos Arendt se basó en una operación realizada a la subjetividad en el campo de concentración: el “mal radical”, que constituyó un quiebre respecto de las formas históricas de dominación. Se buscaba transformar a los hombres en animales que cumplen órdenes, autómatas sin pensamiento, privados de su identidad personal y moral. Los campos de concentración, maquinaria de producción de “cadáveres vivos”, demostraron que era posible aniquilar a los seres humanos antes de su eliminación física. En ellos se desconocía a la persona jurídica basándose en un sistema penal autoritario que privaba de derechos y condenaba sin existencia de delito; se destituía la moral anulando la dignidad de la persona y toda forma de solidaridad. El campo de concentración y hacer de lo social una masa uniformada fueron las mejores estrategias para preparar el camino hacia la dominación total de la subjetividad, una estrategia con fines políticos.
Podemos ubicar dos caras del proceso de deshumanización propio de los totalitarismos: el “mal radical” nombra la operación realizada a la subjetividad en los campos de concentración, y la “banalidad del mal” es el rasgo específico de los miembros de la masa. Revela otra arista: muchos ciudadanos agentes del mal o cómplices obedecen por acción u omisión porque pierden su capacidad para pensar y juzgar. La banalidad del mal fue uno de los factores que más contribuyó a que muchas personas comunes y corrientes, como Eichmann, se convirtieran en criminales acostumbrados a cumplir órdenes, sin pensar que el acto de dañar al otro juega en contra de sí mismo al corromper la vida social y la condición humana.
Nuestro punto de vista es que la concentración ilimitada y desregulada propia de los neoliberalismos produce la tragedia de convertir a la democracia en un sistema totalitario en el que la voluntad del Uno (el poder corporativo) coloniza, a través de los medios de comunicación concentrados, la voluntad de los muchos o de casi todos. Uno de los mayores triunfos de los totalitarismos y del neoliberalismo fue la producción en serie de subjetividad y la aniquilación del sujeto en tanto singularidad. Para esto fue necesaria la apelación a las identificaciones, la sugestión, la promoción de una obediencia que corrompa la capacidad de pensar y la instalación del odio al enemigo interno. También se utilizó el procedimiento de desestabilizar las vidas singulares borrando la memoria, la historia, aniquilando deseos y rechazando la política en nombre de una falsa armonía.
Hoy el experimento de manipulación social es realizado por los medios de comunicación que constituyen un poder invisible que controla y disciplina: producen adoctrinamiento ideológico, rechazan a los populismos, naturalizan los privilegios y la pobreza, instalan el miedo al extranjero y alimentan un consenso cobarde y obediente.
Advertimos fuertes vínculos entre el fenómeno totalitario y el neoliberalismo, viendo emerger los peligros de los viejos totalitarismos, por lo que el sistema democrático requiere volver a ser interrogado y reinventado las veces que haga falta. Es necesario pensar un nuevo dique institucional que sea más firme, más republicano, con un Estado más fuerte capaz de poner nuevos límites institucionales al poder.
Tal como afirmó Arendt y constatamos con el actual avance neoliberal, los totalitarismos constituyen una posibilidad inscrita en la historia siempre pronta a retornar. Vale la pena recordar que también pueden volver las marcas de una experiencia política instituyente, de un proceso colectivo y solidario que tomó la forma de una voluntad emancipadora y movilizó la conformación de un nosotros, “el pueblo”.
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