Por Clara López Obregón / Revista Semana
Con motivo del artículo publicado por The New York Times sobre cómo las órdenes impartidas por el comandante del Ejército Nicacio Martínez podrían derivar en nuevos falsos positivos, el gobierno y sus defensores arremetieron contra el mensajero en vez de proceder de inmediato a remediar tan grave denuncia. La reacción inicial llevó al Canciller a señalar de tendenciosa la información en carta de rectificación al periódico y al Presidente de la República a cerrar filas sin vacilación o inquietud alguna, en defensa de la institución armada.
Algo semejante sucedió cuando siendo secretaria de Gobierno de Bogotá, en una entrevista con Darío Arizmendi, califiqué como “desaparición forzada con fines de homicidio,” los casos de jóvenes del sur de Bogotá y Soacha que aparecieron ingresados a Medicina Legal por el Ejército como N.N. muertos en combate. Sustentaba mi hipótesis en los datos de once casos recogidos por un funcionario de la Secretaría que habíamos enviado a Ocaña para averiguar por jóvenes desaparecidos. Tres de los jóvenes fueron ingresados a Medicina legal apenas un día después de su desaparición y los otros, entre dos y cuatro días, tiempo insuficiente para la tesis del reclutamiento ilegal con que se mimetizaba o encubría lo que estaba sucediendo.
Vinieron los debates, las solicitudes de renuncia por el atrevimiento de la denuncia e, incluso, el desmentido de la Fiscalía General ante el Congreso, en medio uno de los debates a los que fui citada. Finalmente, la repudiable política estatal de incentivos y recompensas fue revelada y tres generales y varios coroneles fueron destituidos, pero todavía hoy no se ha levantado el velo de impunidad que cubre mucho de lo sucedido.
Estos dos episodios, con una década de diferencia, revelan un problema ético que atañe al manejo de la verdad en y desde el Gobierno y también en los medios de comunicación y la sociedad en general. ¿Existen circunstancias de gobierno que justifiquen la mentira? ¿Puede la prensa callar cuando conoce hechos significativos para la sociedad? ¿Aceptan algunos ciudadanos que les mientan? Pienso con Hans Kung que “no existe más que una sola ética sin divisiones. Ni siquiera los políticos y hombres de Estado tienen derecho a una moral especial. Los Estados deben regirse por los mismos criterios éticos que los individuos. Los fines políticos no justifican medios inmorales.” Las mentiras y verdades a medias, por lo tanto, no tienen cabida en el ejercicio de gobierno.
La herencia malentendida de Machiavello según la cual los fines justifican los medios ha sido superada por el ideal del Gobierno transparente en sociedades intercomunicadas en donde todo se acaba sabiendo. El ideal no se fortalece con la retórica formal de las defensas irreflexivas que después deben recogerse, sino con el ejercicio de la responsabilidad radical con la verdad que es la vía hacia la recuperación de la confianza. Es esa la mejor protección para nuestra fuerza pública y la sociedad en su conjunto.