Por Clara López Obregón / Semana.com
A mediados de los años noventa, participé de un grupo informal de economistas, principalmente del Departamento Nacional de Planeación, para estudiar la nueva vertiente en boga de la nueva economía institucional. Uno de los temas centrales era la utilización del concepto del homo oeconomicus para analizar el comportamiento de los actores en la implementación de las políticas públicas y en el diseño de la ley.
Algunos criticábamos la conversión de la hipótesis de la racionalidad económica en principio de comportamiento humano por cuanto excluye elementos esenciales del homo sapiens como es la solidaridad y la admiración de la belleza, por ejemplo. No todo en la vida puede subsumirse en la presunción de que el ser humano se motiva exclusivamente por su propio interés, con indiferencia por los demás. Los debates eran interminables hasta cuando convinimos que la racionalidad económica entendida como la maximización del propio interés era, al menos una hipótesis que permitía prever los comportamientos de los diferentes actores en los modelos económicos, pero que no precavía su inherente humanidad.
Así pasamos al análisis del principal-agente y como el interés del mandante podía ser tergiversado por el mandatario en función de sus propios intereses y de ahí a la teorización sobre cómo diseñar las políticas públicas de regulación económica para prevenir al máximo la “captura” del Estado por intereses privados.
Las discusiones de entonces siguen teniendo toda la vigencia en la actualidad, solo que ya poco se habla de ellas. Se ha normalizado tanto la racionalidad económica en el discurso de la política, que como señala Hans Kung en su último libro, el economicismo político se ha extendido a extremos inmorales en su “intento de subsumir la exigencia ética racional de la política democrática en categorías (cada vez más comprensivas) de racionalidad económica.”
Cuando en una sociedad se abre paso una teoría económica exenta de virtudes morales, la sociedad pierde su rumbo y normaliza comportamientos inconducentes al bien común. El origen de los excesos del presente está la teoría de Milton Friedman que fuera promulgada como la nueva panacea para el progreso de los pueblos. Al interrogante de la responsabilidad social de la economía, el profesor de Chicago contestó en un artículo publicado en 1970 en el New York Times: La responsabilidad social de la empresa es la de aumentar sus ganancias. Claro que ello presupone cumplir la ley y todo eso, pero en el medio siglo transcurrido desde la publicación de ese artículo, hasta la ley ha terminado “capturada” por el ánimo de lucro, pero no tanto como para que se haya perdido la batalla por la ética de la economía.
Eso lo demuestra el laudo arbitral proferido en el caso del contrato de la Ruta del Sol 2. La sorpresa fue mayúscula, tanto para escépticos como para creyentes. El sector financiero no ha querido entender el mensaje. El artículo 20 de la Ley 1882 de 2017 que pretendía extender una garantía retroactiva del gobierno a los créditos ya entregados a las concesionarias de obras públicas, interpretado integralmente, cubre la buena de fe de los banqueros, pero no su falta de debido cuidado ni la deficiente valoración del riesgo.
Aquellos recursos del crédito que se destinaron a anticipar utilidades, a sobrecostos y sobornos por parte de los concesionarios deben cobrarlos a estos últimos y no al Estado y sus contribuyentes. Esa es una lección necesaria para que la ética de la prudencia, la justicia y la benevolencia que predicaba Adam Smith del homo oeconomicus regrese a la práctica de los negocios, especialmente cuando está el bien común o el interés social de por medio.