Por Ernesto Samper Pizano
Testimonio de un paciente
El 3 de marzo de 1989, en el aeropuerto de El Dorado de Bogotá, fui víctima de un atentado que casi me cuesta la vida. Por fortuna, recibí una atención rápida y eficaz en la clínica a donde fui trasladado.
Lamentablemente, allí mismo, en medio de los afanes por salvarme, recibí una transfusión de sangre infectada por lo que entonces no se conocía como el virus de Hepatitis C, cuyo poder mortífero vino a ser descubierto y estudiado con posterioridad a mi atentado, cuando ya había dejado de ser presidente de Colombia. La eficaz persistencia de mi médico personal, el doctor Alonso Gómez Duque, me llevó a someterme entonces al calvario de un tratamiento para curar la enfermedad.
Indagué, en primera instancia, qué tanto daño podía haber ocasionado en mi hígado. Los primeros exámenes de fibro-test, que miden a través de la sangre los niveles de fibrosidad hepática realizados en Francia, arrojaron, en un rango de 0 a 6, una cifra baja pero preocupante, entre 3 y 4, que aconsejaba, según el hepatólogo Víctor Hidrobo, un tratamiento inmediato. Tomé la decisión de hacerlo. Durante seis meses (que a mí me parecieron una eternidad) me apliqué una inyección semanal de interferón –una sustancia utilizada originalmente para la cura del cáncer– que acompañaba con seis pastillas diarias de rivarbirina para “fijar” el interferón, lo que convertía el tratamiento en una especie de quimioterapia ligera con muy molestos efectos colaterales. Durante las 24 semanas que duró el proceso, todos los fines de semana quedaba como noqueado con los síntomas de una de esas gripas profundas de las cuales uno piensa que jamás va a levantarse. El lunes, cuando el impacto había sido relativamente asimilado por el organismo, recomenzaba mi trabajo de todos los días hasta la noche de los jueves, cuando volvía a comenzar la tortura. A pesar de que el doctor me había advertido que la efectividad del tratamiento podía estar entre el 50 % y el 70 %, siempre mantuve la fe –como seguramente lo hicieron todos los pacientes que se estaban tratando– de que yo sería uno de los favorecidos con el porcentaje. No fue así, antes de cumplir los seis meses acordados el hepatólogo me recomendó, “para estar seguros”, que extendiera la terapia otro semestre. Lo rechacé de plano. Se trataba, nada más ni nada menos, que de renunciar a seis meses más de una vida medianamente confortable.
Fue cuando decidí consultar otras alternativas después de agradecerle al doctor Hidrobo su encomiable esfuerzo por sacarme del hueco hepático. Apareció entonces, como caído del cielo, el doctor Claudino Botero, quien acababa de llegar a Colombia después de dirigir la división de hepatología de un importante hospital en Estados Unidos. Regresaba a retirarse en una pequeña casa en Rionegro (Antioquia). Después de varias semanas de “cacería” conseguí que me atendiera en su consultorio de la Fundación Cardio Infantil, que es uno de los hospitales más queridos de Colombia. Con su pinta desfachatada del “doctor House” de la serie de televisión me dijo que aunque él no podía recomendarme nada distinto a lo que me había recetado el doctor Hidrobo, sí podía ofrecerme algunas alternativas para medir de forma anticipada la efectividad del tratamiento y en caso de que este fuera inevitable, aliviarme el alma con unas pildoritas mágicas antidepresivas.
Su principal recomendación fue la de hacerme una prueba de biopsia hepática extrayendo una muestra directa del hígado. Seguí a pie juntilla sus instrucciones, animado por el medico Gómez y mi esposa Jacquin, que, desde ese día, se declararon fanes inclaudicables de Claudino.
Para sorpresa de todos, a pesar de que los exámenes realizados en Francia mostraban un agravamiento de la fibrosis de mi hígado, la prueba hepática que me hicieron en la Clínica Reina Sofía de Colsánitas, examinada por dos competentes biólogos hepáticos, reveló que el hígado estaba prácticamente intacto. El día en que le llevé, personalmente el examen solicitado, Claudino lo leyó y me dijo en tono solemne: “Usted se acaba de salvar”. Era evidente que no había evidencia alguna de daño hepático que podía haber causado el virus sino porque tan afortunada noticia me daba tiempo, según él, para probar en los próximos años un nuevo tratamiento cuando se validara una droga que, según todas las referencias, acabaría con el virus de la hepatitis C en el mundo. Fue la primera vez que oí hablar del nombre mágico Sofosbuvir.
A los pocos años, cuando la droga ya había sido aprobada por las autoridades sanitarias de Estados Unidos, regresé donde Claudino, quien me dijo:
—Le voy a dar una formulación para el Sofosbuvir. Eso sí, le advierto que puede tener graves efectos colaterales sobre el corazón…
Lo miré aterrorizado, él se rio y continuó en tono tranquilizante:
—Porque el precio del tratamiento puede ocasionarle un infarto, prepárese.
Y agregó:
—Este medicamento no sólo va a acabar con la hepatitis C en el mundo, también acabará con muchos hepatólogos que nos dedicábamos a tratarla. Digamos que la orden médica que le voy a dar salvará su vida y certifica mi defunción como hepatólogo.
Nos reímos todos.
Salimos felices del consultorio de Claudino sin saber que poco después, cuando estaba en la Secretaría General de UNASUR, comenzaría una nueva etapa en mi relación íntima con la hepatitis C que terminó llevándome a profundizar, por razones políticas y académicas, en las graves implicaciones que tienen las barreras que hoy impiden el acceso a medicamentos vitales a millones de personas en el mundo, y a muchas de ellas les ocasionan la muerte. En el caso de la hepatitis C, hablamos de 70 millones de personas que hoy están infectadas por el virus, de las cuales 40 millones podrían tener altas probabilidades de morir si la enfermedad ataca de forma severa sus hígados (Sachs, 2015) y, por supuesto, si no disponen del medicamento que salvó mi vida.
Ingresando a este link puede leer: El mapa de la hepatitis C en el mundo y América Latina
La hepatitis es un serio problema de salud pública en todo el mundo, norte y sur, ricos y pobres, una enfermedad del hígado causada por un virus del mismo nombre que puede ocasionar una infección tanto crónica como aguda, cuya gravedad varía entre una lesión leve y severa que ataca de por vida y puede causar la muerte por cirrosis o cáncer de hígado (Velásquez, 2017 , pág. 12). Las causas más comunes de transmisión del virus son las prácticas poco seguras de inyectología, la esterilización inapropiada de ciertos equipos médicos, las transfusiones de sangre y hasta el uso de ciertos adornos como piercings y tatuajes. También se puede transmitir por vía sexual y materno infantil. No hay vacuna para la hepatitis C, pero podría eliminarse con las poderosas drogas antivirales de acción directa, de las que hay varias en el mercado y que deben ser utilizadas en combinación para ser más eficaces y prevenir resistencias (Velásquez, 2017 , pág. 14).
El problema del acceso a medicamentos vitales para la salud pública
Sin desconocer la necesidad de retribuir, a través del precio de los medicamentos, los costos científicos y tecnológicos de innovación incorporados en ellos, es claro que su venta comercial en condiciones monopólicas, sin mediar políticas que alivien su impacto en el presupuesto de los pacientes que los necesitan, especialmente en las zonas más pobres, constituye una evidente violación del derecho humano a la salud. La aplicación de tratados de libre comercio que contienen cláusulas relacionadas con el respeto indiscriminado de la propiedad intelectual de ciertos bienes y servicios de interés público global, puede llegar a crear una forma de “apartheid tecnológico” alrededor del acceso a estos medicamentos que salvan vidas. Vivimos en medio de una revolución que ha dividido el mundo entre los que saben y los que no. Los primeros, dueños del capital que hoy se puede conseguir, que es el del conocimiento; los segundos, excluidos de sus beneficios.
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La increíble y triste historia del laboratorio GILEAD y la droga que habría podido curar la hepatitis C en el mundo
El impacto de una droga realmente curativa, como el Sofosbuvir, que sustituyó, sin ocasionar ningún efecto colateral, tratamientos mucho más agresivos para curar la hepatitis C, habría debido producir una verdadera revolución en el mercado. No fue así. A los dos años de lanzado, solamente habían accedido a su uso 275.000 personas de los 71 millones que portaban el virus en el mundo. Los altos precios del medicamento, las fallas en la detección del virus y las barreras de acceso al mismo habían impedido que se generalizara su uso. Esta cruel historia merece ser contada.
El laboratorio estadounidense Gilead compró hace algunos años, con derechos de usufructo reservados hasta el año 2029, la licencia de producción de la nueva droga Solvadi, que se convertiría más tarde en el Sofosbuvir, el medicamento para tratar la hepatitis C, – al laboratorio Pharmaset, también de Estados Unidos, por un valor de US$11 billones.
La investigación de Pharmaset, soportada con recursos públicos, había tenido un costo de US$211 millones. En el primer año Gilead registró ventas del nuevo producto por un valor de US$18 billones, es decir, que siete meses después de empezar las ventas recuperó toda la inversión tecnológica. El precio de lanzamiento fue de US$84.000 por tratamiento, alrededor de US$1.000 por pastilla teniendo en cuenta las semanas durante las cuales se debía utilizar. Un grupo de académicos británicos estimó que los costos de producción de cada tratamiento, incluido el 50 % de margen de utilidad comercial, estaban alrededor de US$62. No contenta con generar estas utilidades, Gilead buscó, según denunció el Washington Post un paraíso fiscal (Irlanda) para poder evadir US$10,8 millones de sus primeras ganancias (Merle & Johnson, 2016) . De esta forma, Gilead convirtió sus licencias de producción en licencias para matar (Sachs, 2015).
En este link puede conocer la historia completa del laboratorio Gilead
El Senado de Estados Unidos, a través de su Comité Bipartidista de Finanzas, concluyó, después de una minuciosa investigación, que Gilead había fijado el precio de sus medicamentos con en el único objetivo de maximizar sus ganancias (Drugs for Neglected Diseases Initiative , 2016 , pág. 4). Al poco tiempo de lanzado el Sofosbuvir, varios países afectados por el virus (India, Egipto, Bangladesh y China, entre otros) declararon “licencias obligatorias” sobre el medicamento. Esta decisión les permitía, por razones de salud pública, producirlo de forma masiva en su variedad genérica a un costo sensiblemente inferior al del mercado. Presionada por esta amenaza, Gilead reorientó su estrategia de mercadeo. Como ya había “descremado” el mercado de los países ricos –Estados Unidos y Europa–, autorizó la venta de su producto a un precio menor en los países de estratos más bajos. Otorgó 11 licencias voluntarias para su producción a India y empezó negociaciones con otros 91 países de bajos ingresos. Excluyó, eso sí, de este beneficio a 50 países de ingresos medianos donde vivían 49 millones de personas infectadas de hepatitis C a los cuales siguió ofreciendo su producto a los inalcanzables precios originales. En la lista de estos últimos países se encuentran varios latinoamericanos donde viven 2,6 millones de personas con el virus ya detectado: Argentina (77.000), Brasil (1.790.000), Chile (185.000), Colombia (75.000), Costa Rica, República Dominicana, Ecuador, Jamaica, México, Panamá, Perú y Venezuela (Medecins sans Frontières, 2015, pág. 3).
Una propuesta humanitaria para manejar la Hepatitis C en el mundo
La garantía del acceso universal a los medicamentos humanitarios no es tema de un día para otro. Se trata de un proceso lleno de obstáculos y dificultades. Además de una estrategia coherente en el tiempo, se precisa la utilización de una serie de instrumentos que apuntan en la misma dirección y que se deben organizar en una propuesta de combinación de formas de lucha contra las barreras que se oponen al acceso democrático de los enfermos a las medidas que requieren para aliviar o salvar sus vidas. Veamos algunos de estos instrumentos.
1) Las LICENCIAS VOLUNTARIAS permiten que las compañías farmacéuticas y los Gobiernos, actuando en el marco de regulaciones establecidas por las autoridades mundiales y regionales de salud, acuerden formas subsidiadas, oportunas y efectivas de acceso a los medicamentos humanitarios.
2) Las LICENCIAS CONDICIONADAS ofrecen un camino distinto para que, en desarrollo de la flexibilidad que contiene el artículo 27 del Acuerdo sobre aspectos de comercio relacionados con los derechos de propiedad intelectual (TRIPS AGREEMENTS ), los Gobiernos puedan condicionar las licencias de propiedad intelectual que conceden al cumplimiento de unos requisitos de novedad, aporte inventivo y aplicabilidad (Velásquez, 2017 , pág. 18).
3) Las LICENCIAS OBLIGATORIAS pueden ser un camino alternativo. A través de ellas los Gobiernos, en aras de la preservación del derecho a la salud, que conlleva el acceso libre a los medicamentos humanitarios, declaran de interés nacional la apropiación de sus patentes de producción y comienzan a producir variedades genéricas de los mismos.
4) En algunos casos y para ciertas drogas se han utilizado MODELOS ABIERTOS DE INVESTIGACIÓN a través de los cuales, los países interesados en un determinado medicamento comparten las investigaciones científicas sobre sus características y aplicaciones, lo cual los convierte en “socios” de su posterior fabricación y su distribución.
5) También se han utilizado mecanismos de mercado que ayudan a regular los precios, como FONDOS DE COMPRAS CONSOLIDADAS y BANCOS DE PRECIOS.
6) Los BANCOS DE PRECIOS comienzan a ser utilizados como sistemas de referencia para tomar decisiones en materia de compra de medicamentos. El BANCO contribuye a que las autoridades de salud nacionales conozcan, previamente a su decisión de compras, los precios que se están ofertando en cada país por los mismos productos.
El BANCO DE PRECIOS DE UNASUR es una iniciativa que apunta en esta dirección. Los encargados de las compras de medicamentos de los 12 países de Suramérica han identificado una lista de 64 medicamentos esenciales, definidos por sus principios activos con prescindencia de sus distintas denominaciones comerciales. Luego, a través de una plataforma informática, aplicaron equivalencias en materia de denominación común internacional, presentación, costo, que permitieron compararlos.