Por Diana Gómez Correal
En el imaginario de miles de colombianos aun sigue circulando la idea de los comunistas come niños, fantasía conservadora que en su tiempo contribuyó a desatar la violencia y luego un ataque velado pero respaldado por gran parte de país contra quienes tenían otro proyecto de sociedad.
A puertas de las elecciones en las que se decidirá el futuro a mediano plazo del país me siento realmente abrumada. En las redes sociales y en las conversaciones informales circula una serie de información que en vez de alentar la capacidad crítica de los colombianos para que tomen decisiones con base en argumentos sólidos, contribuye a desinformar y a alimentar los odios. De manera acelerada se fortalecen estereotipos que nos llevaron a una guerra fratricida de décadas.
En pleno siglo XXI, sigue circulando el imaginario de los comunistas come niños, fantasía conservadora que en su tiempo contribuyó a desatar la violencia y luego un ataque velado pero respaldado por gran parte de la sociedad colombiana contra quienes tenían en su proyecto de vida construir una sociedad más equitativa.
La política colombiana siempre ha estado cruzada por las emociones, por eso no sorprende ver seguidores acérrimos de partidos y candidatos que votan por alguien porque siempre han votado por ese partido sin ni siquiera preguntarse por su plan de gobierno. Sin embargo, lo que si abruma y desconcierta es tanto odio e ignorancia que circula en un país de mayoría creyente. Creo que es tiempo de que honestamente reconozcamos que emociones nos ligan con quienes representan la política y que evaluemos si mantenernos aferrados a esas emociones abona o no a la construcción de paz.
También vale la pena preguntarse cómo han surgido esas emociones, quiénes las han cultivado y por qué. Así como sorprendió que zonas como Bojayá votaran por el Si en el Plebiscito, sorprende que se encuentren personas que no han sido víctimas directas entre quienes más incentivan una política cotidiana del odio. Al mismo tiempo duele la indiferencia social con las víctimas del Estado y el paramilitarismo como si fueran ciudadanos de segunda categoría que merecían morir.
He escuchado frases como: “para que no suba la izquierda hay que votar por la derecha,” sin detenerse a pensar si ese segmento del espectro político no ha sido responsable de gran parte de las masacres, las torturas, las desapariciones, violaciones y asesinatos, y si con ellos no tuviéramos también una responsabilidad ética de solidaridad con su dolor. ¡Esta coyuntura dice tanto de este país! Nos habla de una sociedad que no escucha, que se construye a base de mentira, que no sabe debatir políticamente y que no respeta al que imagina que hay otras formas de organizar la sociedad desde la vía democrática. Nos habla de una sociedad que quiere justicia, y que tiene entre sus más grandes retos construir colectivamente que entiende por eso.
Se ha naturalizado hacer del otro un estereotipo, insultar, mentir y agredir. ¿Qué tipo de decisiones pueden tomarse cuando el odio está de por medio, así como el caricaturesco fantasma del castro chavismo? Hablando seriamente, ¿son Humberto de la Calle o Santos castro chavistas? Afirmar eso es ignorancia e indolencia con el futuro del país. Evidentemente producto de una guerra tan prolongada y degradada, las FARC no tienen posibilidad de ganar las elecciones presidenciales, y sin embargo ese es uno de los mayores miedos que se incentivan.
Tampoco creo que la solución de Colombia sea el castro chavismo, y que alguna propuesta de gobierno la represente. Considero que el mejor ejercicio democrático y pedagógico que podemos hacer hoy en Colombia es ir directamente a la fuente y leer todos los programas políticos. Informarnos y no permitir que nos desinformen. Como dice un filósofo afroamericano, Lewis Gordon, lo que más se teme en la vida política de nuestras naciones es un público informado. Sentémonos a examinar que dice cada candidato, si corresponde o no con las necesidades que tenemos, a quién beneficia, si es realizable o es simplemente demagogia. Hagamos un compromiso con detener la guerra, y abramos el espectro senti-pensante para concebir que el otro tiene derecho a existir, y que es preferible que lo haga en la democracia y no a través de las armas.
Imaginemos que podemos al menos intentar vivir juntos sin violentarnos, y exijamos a los políticos que no nos mientan y que no sigan alimentando el espiral de violencia. La emoción que debería mover nuestra decisión de votar en las elecciones que vienen es la esperanza realista. Re-organicemos la esperanza. Creamos que es posible un cambio que favorezca las mayorías. Creamos que podemos vivir sin matarnos física y simbólicamente. Hagámoslo con realismo, conscientes de los profundos problemas de desigualdad que tiene este país, de la extrema polarización que hoy nos cruza, y del gran reto que significa la construcción de una paz transformadora.