Por Juan Diego García
Sin tomar en consideración la propaganda interesada del capitalismo que ha descrito siempre la Revolución Rusa de 1917 con los trazos más oscuros y siniestros, resulta inevitable destacar su importancia, seguramente como el suceso más trascendental del siglo pasado y, sobre todo, como un acontecimiento que en la actual crisis mundial no deja de mantener pertinencia como referente.
Por supuesto, ayudan poco los simples ejercicios de nostalgia aunque resulta inevitable conmoverse profundamente al recordar los sucesos de 1905, el asalto exitoso al Palacio de Invierno en 1917, las masas obreras escuchando atentamente los discursos de Lenin en la Plaza Roja, las heroicas batallas de las poblaciones de Moscú, Leningrado y sobre todo de Stalingrado derrotando al ejército nazi, a soldados soviéticos colocando la bandera roja con la hoz y el martillo en la cúpula del Reichstag en Berlín o a Yuri Gagarin y a Valentina Tereschkova conquistando por primera vez el espacio.
Tampoco contribuye al análisis sopesado ignorar los errores que se cometieron y llevaron al colapso aquella primera experiencia victoriosa de las masas humilladas y ofendidas sobre el oprobioso régimen del Zar; errores que nacieron de desviaciones ideológicas del ideario original, fruto del peso de la tradición y de la poca experiencia, otras nacidas del mismo atraso material de Rusia y no pocas debidas a la forma como se desenvolvía la vida cotidiana de aquellos pueblos, tan ajena al humanismo de Occidente, tan extraña a los valores de la Revolución Francesa; una tradición y una cultura que por lo visto no se superan por simple decreto.
La Unión Soviética que nace al calor de aquella revolución pasará a la historia como un evento trascendental por ser la segunda batalla importante por el socialismo (la primera fue la gesta libertaria de la Comuna de Paris de 1871) que inauguró un siglo de desiguales resultados en la lucha entre el capital y el trabajo, transformando completamente el escenario político y social en todo el mundo. De un atrasado país, casi feudal y ajeno a cualquier forma de democracia, la URSS devino en potencia mundial, en el protagonista central de la victoria contra el nazismo (la forma más perversa del sistema capitalista, algo que la propaganda suele ocultar como si aquel sistema nada tuviera que ver con la burguesía) y en asegurar logros materiales innegables a las mayorías sociales del país. Los excesos cometidos en el tratamiento de los conflictos internos fueron en parte inevitables por el cerco mundial a la URSS; los soviéticos nunca pudieron proceder como si el riesgo de ser exterminados no existiese, algo que explica en buena medida las formas autoritarias y las limitaciones considerables de ciertas libertades. En muchas ocasiones se juzga estos excesos sin considerar que entonces en Occidente también se presentaban situaciones similares. En realidad la democracia liberal, tal como hoy se conoce, apenas se practica en el mundo capitalista sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, y en buena medida como estrategia para evitar que las fuerzas populares siguieran el mismo camino marcado por la Revolución de Octubre. No faltan motivos para pensar que el desmantelamiento del Estado del Bienestar y los actuales avances del autoritarismo en los países capitalistas avanzados (para algunos, un renacer del nazismo) tiene mucho que ver precisamente con la desaparición del Campo Socialista, de la “amenaza comunista”.
Aquella revolución significó un avance material incomparable en la historia universal hasta entonces. La industrialización de la URSS se logró en dos décadas cuando en el Occidente avanzado había necesitado más de un siglo; supuso igualmente los primeros ensayos de ejercicio del poder verdaderamente democrático más allá de las formas tradicionales de representación liberal (los soviets), pero que en buena medida se frustraron. Y probablemente aquí resida la mayor limitación de este proyecto: centrados en el desarrollo material los comunistas soviéticos fueron incapaces de generar una cultura nueva –en el sentido más profundo del término-, ese “ser humano nuevo” que proceda con valores esencialmente distintos de los valores propios del capitalismo. Cuando se produce el golpe de estado de la nueva burguesía (surgida del mismo seno del sistema socialista) ningún obrero se levantó a combatir a los nuevos millonarios que asaltaban el poder; cuando se desintegra la URSS y se impone un modelo de capitalismo en su versión más cruel y deshumanizada, renacen por todas partes las formas religiosas más reaccionarias, el racismo, la xenofobia y el nacionalismo patológico del paneslavismo, no menos que las expresiones más repugnantes del consumismo occidentalizado de las nuevas élites. ¿Qué fue entonces de más de medio siglo de educación socialista? Esta es probablemente la mayor falla de quienes emprendieron con la Revolución de Octubre el primer asalto victorioso a los cielos.
Para quienes aspiran hoy a superar el actual orden capitalista y en su lugar construir un mundo nuevo la Revolución Bolchevique será siempre un referente valioso, tanto por sus logros como por sus limitaciones y errores. El retorno del capitalismo en la URSS no debe desanimar; también le sucedió al naciente capitalismo que con Napoleón experimentó el regreso al orden monárquico y sólo tras varias revoluciones la república burguesa se estableció definitivamente. Ni siquiera los valores iniciales de Libertad, Igualdad y Fraternidad de la Revolución Francesa encuentran pleno desarrollo en el orden capitalista, hasta hoy; y resulta bastante dudoso que en las actuales condiciones del mundo esos principios resulten compatibles con el orden burgués vigente. De hecho, esa consigna está inspirada más en los valores de “Pan, Paz y Tierra” de quienes asaltaron el palacio del Zar que en los principios del cálculo frío y la competencia desenfrenada, de la ley del más fuerte y del darwinismo social que caracterizan al actual capitalismo.