POR RAFAEL NARBONA
Gaza es un cementerio de niños. 16.500 han sido asesinados por las Fuerzas de Defensa de Israel. Si sumamos los niños desaparecidos, el número de víctimas infantiles se eleva a 21.000. Desde la Segunda Guerra Mundial y los genocidios de Ruanda y Srebrenica, no se había perpetrado una matanza similar. Netanyahu, un despreciable criminal de guerra, ha ordenado bombardear hospitales y escuelas, y ha cerrado el paso a la ayuda humanitaria. Con Trump en la Casa Blanca, el genocidio continuará.
A estas alturas, hablar de democracia y derechos humanos resulta irrisorio. La aldea global en la que vivimos está gobernada por delincuentes como Trump y Netanyahu, y, gracias al desencanto y la manipulación mediática, su popularidad no cesa de crecer.
El orden mundial es una verdadera distopía, una pesadilla de la que no podemos escapar. La ciudadanía que aún conserva la brújula moral ha sido condenada a la impotencia, y el resto se ha embrutecido intolerablemente, convirtiéndose en una masa rabiosa.
Solo nos quedan los gestos de dignidad de ciudadanos altruistas, como los médicos y periodistas que aún trabajan en Gaza, arriesgando sus vidas, o los jóvenes que han acudido a Valencia (España) para ayudar a las víctimas de las inundaciones. Son gotas de luz en un océano sombrío y pestilente.