Por Alfredo Molano Bravo
El paro nacional de septiembre de 1977, en los estertores del gobierno de López Michelsen, fue convocado por todas las centrales obreras y durante tres días hubo enfrentamientos entre la Policía y los manifestantes. Recuerdo que en Cazucá, al occidente de Bogotá, la fuerza pública cargó con una furia brutal contra la gente como si se tratara de animales salvajes. Entre 50 y 100 muertos hubo en el control de la protesta contra el alza de precios y la represión sindical. Las Fuerzas Armadas y de Policía obedecían al eterno Estado de Sitio —artículo 121 de la Constitución del 86— y a la Doctrina de la Seguridad Nacional, la pareja de instrumentos represivos que alimentó la violencia, sobre todo a partir de mediados de los años 1960. Los muertos de 1977 fueron el argumento para que muchos jóvenes se metieran al monte o se armaran en las ciudades. De ahí para adelante la violencia rodó por un plano inclinado. Han pasado 40 años después de esos muertos.
El presidente Santos ha dicho que con la paz las movilizaciones y protestas ya no se van a reprimir en la selva a punta de bala sino por las vías democráticas. Un gran propósito, pero la realidad es terca. El asesinato de seis campesinos y los 50 heridos en Tumaco son la evidencia de que por un lado van los dichos y por otro, los hechos. No es el primer enfrentamiento sangriento del Estado con ciudadanos indefensos en que la Policía se ve involucrada después de la firma del Acuerdo de La Habana. Y la Policía tiene una historia negra, desde el chulavitismo y la pajaramenta de los años 1950 hasta hoy. Y menos aún con la brutalidad del Esmad, ese cuerpo de fieras creado por el Plan Colombia y alimentado por la doctrina del “enemigo interno”.
Es de mera lógica pensar que el Ejército debería ver reducidas sus funciones —y su presupuesto— en la medida en que la paz eche raíces. Pero todo indica que la represión pasa de una mano a las otras —el presupuesto también— y que ahora frentea el Esmad, para el “control de multitudes”. Según el Cinep, entre 1999 y 2014 ha estado involucrado en 13 muertes y 3.950 víctimas. Más reciente: en el Catatumbo cargó contra los campesinos, y en Buenaventura y Chocó, contra la gente con sus “armas de letalidad reducida”, que se dice suelen recargar con balines. Los videos que circularon sobre la represión de estas manifestaciones son testimonios que no se podrán enterrar como se enterraron otros casos: El del niño —17 años— Nicolás Neira, asesinado a golpes el primero de mayo de 2005 en la Plaza de Bolívar; el del estudiante de la Universidad del Valle Jonny Silva, asesinado el 22 de septiembre de 2005; el del estudiante Óscar Salas, de la Universidad Distrital, muerto el 8 de marzo de 2006; el del indígena Belisario Camayo, asesinado con tiros de fusil el 10 de noviembre de 2005 cuando participaba en una ocupación pacífica de tierra en la hacienda “El Hapio”, Cauca. Según la Misión de Verificación de Derechos Humanos (Ad Hoc), durante el paro campesino de 2013 en Boyacá, el Esmad “retuvo a un joven al que sometieron, desnudaron y accedieron sexualmente con un bolillo por el recto” y lo botaron a una zanja. El pasado 9 de octubre “resultó” muerta la periodista indígena Efigenia Vázquez, cuando el Esmad invadió el resguardo de Coconuco, Cauca. Muy significativo ha sido el ataque con bombas de aturdimiento, granadas de gas y tiros de fusil contra una misión humanitaria de la que hacía parte la ONU y que estaba en comunicación con la Policía. Hechos que en conjunto muestran el uso desproporcionado de la fuerza contra civiles.
El general Naranjo, respaldado por el presidente Santos, suspendió disciplinariamente a 102 policías por el caso de Tumaco. Una decisión valiente, sabiendo con quién tratan. Pero ya se comienzan a oír voces —como la del general (r) Castro— que justifican el hecho porque los policías estaban barbados y con uniformes rotos. En otras palabras, para ciertos sectores de la institucionalidad, la Policía dispara contra la gente por falta de plata.
El Espectador, Bogotá.