octubre 11, 2024 6:40 pm
De El Pato al Cabo

De El Pato al Cabo

Por Alfredo Molano Bravo

Con Antonia, mi nieta, cambié de mundo en unas pocas horas. De El Pato, Caquetá, en el costillar de la cordillera Oriental, al Cabo de la Vela, La Guajira, por donde el alma de los wayúu viaja al paraíso. De una de las regiones más criminalizadas y bombardeadas del país, donde cae un aguacero cada hora, a otra lejana e ignorada por el Estado donde llueve una vez al año. “Nuestro lindo país…”, como diría Samper Ortega, uno los pocos Samper que no han sido perseguidos y estigmatizados.

Hace medio siglo los campesinos organizados por el presidente Lleras Restrepo en la famosa Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) se le salieron de las manos al Gobierno y se lanzaron a “desalambrar” las haciendas al grito de “La tierra es para el que la trabaja”. Los insultaron primero, los atacaron luego y les echaron bala después. Se fueron a descuajar montaña y no pocos terminaron en Caquetá. De la ruina los salvó el cultivo de coca. La guerrilla se dio cuenta rápidamente de que había que controlar la proliferación de cultivos para mantener el precio de la “mercancía” y reguló la extensión de las zonas cocaleras. Más aun, no se podía tumbar monte de cualquier manera: sólo para hacer finca, apoyándose, sí, en la coca. Estas limitaciones salvaron a la Amazonia de volverse una gran ganadería. Ahora cuando la guerrilla de las Farc se fue, el grito es: A descumbrar, a tumbar monte. Por el Guaviare abajo, por el Orteguaza, por el Caquetá, las motosierras están avanzando de una manera criminal y sin control. Se tumba, se quema, se siembra coca y se sigue selva adentro. La madera y la coca financian la apertura de fincas y la fundación de haciendas. La fumigación, señor embajador de EE. UU., acelerará este proceso. Los colonos quieren tener dos o tres fincas; los ganaderos, dos o tres haciendas; los vivos, todo lo que puedan tumbar y coger. El Gobierno mira impasible, el ministro de Medio Ambiente se dedica principalmente a comprar corbatas de seda para estar bien presentado en los mil cocteles a que lo invitan las compañías mineras, palmeras, cañeras. Cada hora se hace una finca de 20 hectáreas; en un día se abre una ganadería. Es lo que llaman libertad de empresa frente a un Estado perplejo e impotente.

En el Cabo de la Vela –el más allá de Colombia– comienza otra invasión, igual a la que acabó con La Boquilla en Cartagena. Los primeros pasos los dan los viajeros que escriben y elogian el horizonte abierto, la brisa, la soledad, la generosidad de la gente que ha nacido y se ha criado comiendo pescado. Después llegan los primeros turistas de carpa y morral: modestos, se meten un cacho y escriben poemas delirantes. Más tarde, arriman los turistas de arrastraderas, paseadores paisas, tenderos paisas y pequeñas empresas de turismo. Suena el vallenato. Hoy al Cabo de la Vela y a Punta Gallinas están llegando extranjeros –¡bienvenidos!–: Suenan brutalmente el rock y la música electrónica. Suenan por toda la playa. Suenan desaforadamente hasta la madrugada en parlantes más grandes que casas. Las rancherías de yotojoro –corazón duro del cardón– van poco a poco siendo reemplazadas por casas de material, es decir, cemento. Llevan dinero y dejan cientos de toneladas de basura. Falta poco para que se construyan residencias y luego hoteles y más tarde hoteles VIP, ahora cuando no hay guerrillas que asusten al turismo. Los wayúu serán empujados, invadidos y algunos pocos serán disfrazados con taparrabos y plumas en las puertas de los grandes hoteles con casino –niñas incluidas–. ¡Ahhhh… El progreso, la civilización! Hoy todavía hablan y saludan altivos en wayunaiqui, pero mañana quién sabe en qué y en dónde terminarán.

El Espectador, Bogotá.

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