febrero 6, 2025 8:51 pm
Dioses humanos

Dioses humanos

Hector-PenaPor Héctor Peña Díaz

Barack Hussein Obama deja la Presidencia de los Estados Unidos a sus 55 años. Heredó las guerras de Bush en Irak y Afganistán y muy pronto advirtió que muchas de sus promesas de campaña no podrían llevarse a cabo. Un ejemplo de ello fue la imposibilidad de cerrar la prisión de Guantánamo. Las esperanzas que despertó en el mundo rápidamente se esfumaron ante las realidades del poder, pues más allá de su oratoria y su indudable carisma personal, no hay que olvidarlo, fue durante ocho años el “jefe” de un imperio: el más poderoso que haya conocido la humanidad. Los contrastes son evidentes: el hombre que despertó ilusiones de reconciliación con los musulmanes en su discurso en El Cairo y que obtuvo el premio Nobel de la Paz por privilegiar la diplomacia sobre la guerra, es el mismo que amplio la presencia militar en 30 mil tropas en Afganistán y que se sentó con sus generales y asesores de seguridad a definir la muerte de presuntos o ciertos enemigos del país a través de los drones, como fuera el caso del ciudadano estadunidense Anuar el Aulaki, acusado de ser dirigente de Al Qaeda y de atentar contra los intereses de los Estados Unidos. La decisión de un Tribunal imparcial fue sustituida por una orden ejecutiva; el debido proceso reemplazado por un misil Hellfire sin que además importaran los daños colaterales: personas inocentes que estaban en el lugar equivocado. Su pragmatismo se evidenció hacia el final del segundo de sus mandatos en el Acuerdo con Irán y en el cambio de la política hacia Cuba después de más de 50 años de socavar la Revolución Cubana. Más agrio que dulce el paso de Obama por la Casa Blanca; su alianza con Wall Street agrietan su legado y explican en parte el ascenso de un personaje como Trump, su origen modesto y su propia condición de afroamericano lo emparentan con la figura y los sueños de Lincoln; su creencia en el excepcionalismo de los Estados Unidos y en la misión de imponer la democracia siempre y cuando esté al servicio de sus intereses hacen de Obama lo que esperaban el complejo militar y las grandes corporaciones: un hombre para pintar la fachada de un edificio que amenaza ruina.

John Fitzgerald Kennedy murió a los 46 años hace 53.  Gobernó un poco más de mil días la mayor potencia militar de la historia. Heredó la guerra fría de la cual no pudo sustraerse y un ejemplo de ello fueron los planes secretos de Eisenhower de invadir a Cuba y derrocar a Fidel Castro. Los intereses del complejo armamentista americano no le perdonaron la falta de apoyo aéreo en la invasión a Bahía Cochinos. Tampoco estuvieron de acuerdo con el manejo que le dio a la crisis de los misiles, en el que Kennedy se opuso de manera decidida a un bombardeo masivo a Cuba y a la utilización de armas nucleares como pretendían algunos halcones del pentágono. A eso se agrega el hecho de que JFK era reticente a un involucramiento masivo en  Vietnam y ello se evidenció en una circular secreta que fue anulada por Johnson días después de su asesinato, en la cual ordenaba la retirada gradual de los asesores militares del país asiático. A todo ello se sumaría la afirmación de su autoridad presidencial frente a George Wallace, gobernador de Alabama cuando le ordenó a la Guardia nacional permitir el ingreso de dos jóvenes negros a la Universidad de dicho Estado dejando sembrada la semilla de la ley derechos civiles de 1965.

La influencia de Abraham Lincoln en la historia de los Estados Unidos es de tal naturaleza y dimensión que años después de su muerte el gran poeta Walt Whitman  sostuvo que era incluso más decisiva y duradera que la del propio George Washington. Lincoln enfrentó uno de los desafíos más complejos de la historia norteamericana: el colapso de un mundo basado en la esclavitud y el surgimiento de otro que haría posible la unidad misma de los Estados Unidos y el poderoso y sostenido desarrollo de esa sociedad hasta convertirse en la potencia dominante del planeta. No sólo estaba en cuestión la unión de las “colonias” que dieron origen a la nación, sino también el sentido y significado mismos de la Declaración de independencia. El choque de esos dos mundos y de esas dos visiones enfrentadas, la de los unionistas del norte y los confederados del sur, originó la guerra de secesión que produjo medio millón de norteamericanos muertos, pero hizo realidad la emancipación de tres millones de negros sometidos a la esclavitud.

Lincoln fue un hombre que se educó a sí mismo; fueron los caminos de su vida, su aguda observación de los asuntos humanos  y su clara inteligencia lo que hicieron de él lo que fue. En una sencilla nota autobiográfica de 1859 dice “cuando llegué a la mayoría de edad, no era mucho lo que sabía. Sin embargo podía leer, escribir, y calcular hasta la regla de 3, pero eso era todo. Desde entonces nunca asistí a la escuela. La poca instrucción que tengo la fui adquiriendo aguijoneado por la necesidad”. Los años como legislador en Illinois le dieron experiencia política y le permitieron hacerse abogado. La mayoría de los biógrafos reconoce que era un gran lector de la Biblia y un profundo conocedor de Shakespeare, y con frecuencia citaba en sus discursos y cartas, frases de dichas obras. Pero quizá lo más importante y extraordinario es que Lincoln fue ante todo, más que cualquier otra cosa, un hombre de principios, un político sui generis que creía en la virtud esencial de la democracia para resolver los conflictos, no obstante que la historia lo colocó en una encrucijada en la que tuvo que decidirse por la guerra para salvar la nación misma, pues él era consciente  de que sólo si sobrevivía la Unión se emanciparían los esclavos y que por el contrario la prolongación de la esclavitud arrasaría con los cimientos de los Estados Unidos. La historia le dio la razón, pero Lincoln no tuvo tiempo de apreciar el inmenso legado y los grandes cambios que se generaron con el triunfo de los unionistas.

La vida de Lincoln tuvo muchos altibajos, sufrió más de una derrota política y graves tragedias familiares como la muerte de sus dos hijos que a un temperamento sensible como el suyo lo afectaron de manera profunda. Nunca se dio por vencido, aun cuando no perteneció a ninguna iglesia que se sepa, tenía una  arraigada fe religiosa que lo iluminaba en los momentos difíciles.  Uno de los momentos más decisivos  se produce cuando luego de una serie de fracasos políticos en 1849, decide dedicarse exclusivamente al ejercicio de la abogacía, lo que constituyó una especie de retiro espiritual en el que parecía que su estrella política se había desvanecido. Sin embargo, un hecho habría de sacarlo para siempre de sus cuarteles de invierno: la revocación del acta de Missouri que excluía la esclavitud del territorio de Nebraska mediante el proyecto de ley Kansas Nebraska auspiciado por el gran adversario de Lincoln, Stephen Douglas. De allí en adelante el destino de Lincoln se hace manifiesto y de la noche a la mañana se convierte en una figura nacional, principalmente por la serie de debates que con Douglas llevaron a cabo en Illinois en torno a la soberanía popular que defendían los demócratas y que implicaba que la población de cualquier territorio tenía derecho a decidir, por votación popular y en el momento de ser admitido en la Unión, si se convertiría en un estado esclavista o no. Son memorables y una verdadera lección de democracia los argumentos expuestos en dichos debates y convencieron a la opinión pública norteamericana de las condiciones de estadista de Lincoln y lo catapultaron, sin duda, hacia la presidencia de los Estados Unidos.

La historia es compleja y llena de contrastes. Lincoln mismo no pudo escapar a enormes contradicciones y tuvo que validar prejuicios racistas para que sus argumentos llegaran a un auditorio mayor. Por ejemplo, Lincoln creía en la supremacía del hombre blanco y abogaba para que los privilegios del poder le estuviesen reservados. Ironizaba a sus detractores cuando decía que  liberar a una mujer negra de la esclavitud no significaba de ninguna manera que la iba a tomar por esposa. Lo cierto es que la emancipación de los esclavos en 1863 abrió un largo camino para que los derechos de los negros fueron efectivamente consagrados; tuvieron que pasar muchas aguas por los puentes de la historia para que ello fuese posible.

Aunque todo esto no era suficiente: la discriminación ya no estaba en las leyes pero seguía en el corazón de muchos norteamericanos.  Esta ley permitió, por ejemplo, que un muchacho keniano pudiera estudiar en una universidad de Hawái,  pero ya no se trataba de un africano traído a la fuerza para ser sometido a la esclavitud, sino de un hombre libre que arribaba a los Estados Unidos como la mayoría de los inmigrantes en busca de nuevas oportunidades. Y fue el amor —el sentimiento que derriba de verdad toda discriminación— el que permitió que ese joven se enamorara de una estudiante blanca norteamericana, con quien concibieron un hijo llamado Barack Obama. La obra que inició Lincoln se completa con la elección de un hombre negro que lo sucede en el cargo 145 años después de su muerte. Algo totalmente inconcebible en los tiempos de la guerra civil y aun en los años de la lucha por los derechos civiles. Algo ha cambiado para que esto haya sido posible, algo que todavía no puede ser precisado pero que coloca de nuevo la divisa de Abraham Lincoln de que Estados Unidos “tendrá un nuevo nacimiento de la libertad; y que el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo, no perecerá en la Tierra”, como un desafío para los Estadounidenses. Lo mismo que su idea radical de la democracia tan bellamente expresada en estas palabras: “de igual manera que no quiero ser esclavo, tampoco quiero ser amo. He aquí lo que expresa mi idea de la democracia. Todo lo que discrepe de esto, en extensión o en diferencia, no es democracia”.

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