POR RICARDO VILLA SÁNCHEZ /
Santa Marta cumple quinientos años. Medio milenio de historia pesa sobre la ciudad más antigua de Colombia, que carga tanto con la belleza infinita de su bahía como con las cicatrices de siglos de olvido. Fundada en 1525, fue puerto de entrada de conquistadores y muchas veces saqueada por piratas que, al parecer, aún no se han ido. Lugar de resistencia indígena, cuna de luchas obreras y escenario de despedida de El Libertador Simón Bolívar, también ha sido símbolo de atraso en servicios, exclusión social y desigualdad. Aquí las viejas élites, y las nuevas con piel de oveja, han convertido la ciudad en botín antes que en proyecto colectivo.
El pasado 29 de julio, desde la Quinta de San Pedro Alejandrino, Gustavo Petro lo dijo con claridad: “El agua nace en la Sierra, pero escasea en la Sierra… Estas plantas garantizarán agua potable suficiente para toda la ciudad. Esta va a ser una región del agua, sin escasez”. Sus palabras no fueron metáfora, sino programa político: sin agua no hay paz.

El paquete de inversiones anunciado es histórico: $1,2 billones para agua y saneamiento, con dos plantas desalinizadoras —una en Taganga y otra en el sur—, rehabilitación de pozos, estaciones de bombeo y optimización de redes. A esto se suman más de $75.000 millones para modernizar el aeropuerto Simón Bolívar, la construcción de seis muelles turísticos y una red cultural con Museo Etnográfico, macrobiblioteca y Centro Cultural Bolivariano. También está sobre la mesa un proyecto de data center de escala global con apoyo del Estado de Catar, que pondría a Santa Marta en la ruta de la economía digital, y alianzas con países árabes para energías renovables y turismo sostenible. Nunca se había hablado de Santa Marta en clave de ciudad del futuro.
Y, sin embargo, la paradoja persiste. La ciudad sigue rezagada frente a Barranquilla y Cartagena, cuando en realidad debería compararse con Dubái, Barcelona o Nueva York. Una ciudad con la bahía más hermosa de América, con la Sierra Nevada como corazón del mundo y con quinientos años de historia no puede seguir aceptando migajas ni conformándose con mínimos. El atraso no es una condena geográfica: es la suma de malas decisiones, corrupción y politiquería.

Lo que está en juego no es solo infraestructura. Es la posibilidad de que Santa Marta deje de ser la “ciudad del olvido” para convertirse en un territorio de justicia y dignidad. El agua, por ejemplo, no puede seguir tratada como negocio clientelista. Necesita un gobierno corporativo con participación del Estado, la ciudadanía, los pueblos originarios, los gremios y la academia. Solo así se blindará el mínimo vital como derecho y se evitará que las desalinizadoras terminen como elefantes blancos.
La historia ofrece advertencias. La matanza de las bananeras de 1928 mostró lo que ocurre cuando el desarrollo no llega a la gente. Miles de trabajadores asesinados por reclamar derechos básicos, mientras la United Fruit acumulaba riqueza. Ese fantasma aún recorre la memoria samaria y recuerda que no hay progreso verdadero sin justicia social.
Del otro lado está Pescaíto, cuna del fútbol popular. En esas canchas improvisadas nació el Unión Magdalena, primer campeón de la Costa en 1968. Ese fútbol, mezcla de sudor, alegría y rebeldía, es símbolo de resistencia y orgullo colectivo. Como el agua, encarna la esperanza de un pueblo que nunca dejó de luchar, incluso en medio del abandono.

Ahora viene la Cumbre CELAC–UE de noviembre de 2025 y al mismo tiempo la Celac Social. Será la primera prueba de fuego. Santa Marta se mostrará al mundo. Y lo que se verá no será solo la postal de la bahía, sino la capacidad real de garantizar agua continua, un aeropuerto funcional, playas ordenadas y una cultura viva que narre quinientos años de resistencia. No se trata de maquillar la ciudad para diplomáticos, sino de demostrar resultados concretos a la ciudadanía y al mundo.
Aquí surge la pregunta incómoda: ¿qué pasó con la dirigencia local? Mientras el Gobierno nacional cumple la palabra empeñada con inversiones sin precedentes, el evento cultural del 29 de julio —regalo de la Nación a la ciudad en homenaje a sus más de veinte mil años de vida humana— tuvo poca acogida popular. No por falta de pueblo, sino por falta de liderazgo que convoque, organice y movilice. Es un síntoma de que las élites locales, viejas y nuevas, no han estado a la altura del momento histórico.
Las alianzas políticas no se hacen en el papel ni en las redes sociales. Se hacen siendo consecuentes con la continuidad de un proyecto progresista nacional, con autoestima, transparencia y democracia profunda. Los samarios son inteligentes y capaces. No requieren que vayan “cachacos neocoloniales” ni politiqueros a repetir lo que ya se sabe. Lo que hace falta es darle oportunidades y poder real a quienes, desde el territorio, están comprometidos con el cambio.

El reto es colectivo. No basta con que el Gobierno nacional trace la hoja de ruta. La ciudad necesita ciudadanía activa, veedurías sociales, jóvenes empoderados, comunidades indígenas respetadas y mujeres liderando procesos de inclusión. La pobreza no se combate solo con obras, sino con participación y calidad de la democracia. Santa Marta requiere consensos sobre lo que nos une, no peleas banales que dividen.
También necesita construir autoestima política. Dejar de asumirse como la “hermana menor” de la región y comenzar a pensarse en grande. Soñar con estándares internacionales no es arrogancia, es necesidad. Dubái transformó el desierto en metrópoli global. Barcelona convirtió la conmemoración de 1992 en un salto urbano y cultural. Nueva York hizo de su diversidad el motor de su potencia. Santa Marta tiene lo que muchas de ellas no: historia, mar, Sierra y pueblos originarios con sabiduría ancestral. Y una diáspora de gente pujante e inteligente que puede aportar.
El monumento proyectado en el Museo Etnográfico debe convertirse en símbolo de ese renacer: no un homenaje a colonizadores, sino un legado de libertad, resistencia y dignidad para las próximas generaciones. Un recordatorio de que quinientos años no se celebran con abolengos, sino con justicia, memoria y esperanza.

Se vienen grandes cosas para la ciudad, cumpliendo la palabra empeñada del Gobierno del Cambio. La promesa será cumplida, como diría Bateman. Pero queda la pregunta esencial: ¿está la dirigencia local comprometida con el progreso de su pueblo y preparada para el cambio? Porque los aliados no son los que aplauden en redes, sino los que llevan a la práctica, en forma democrática, transparente y eficaz, la continuidad del proyecto progresista nacional.
El tiempo dirá si Santa Marta logra romper la maldición del olvido. El destino está abierto: o seguimos siendo ciudad rezagada, atrapada en piratas modernos y viejas élites, o damos el salto hacia una ciudad justa, progresista y global. Entre la Sierra y el mar, Santa Marta se juega su futuro.



