Por Atilio Boron
Una de las infelices novedades de la época actual ha sido la emergencia de un nuevo tipo de golpe de Estado, claramente diferenciado de los que sufrieran durante gran parte del siglo veinte los países de América Latina y el Caribe. En el pasado, cuando había un golpe de Estado se hablaba, con razón, de un “golpe militar”. Toda la voluminosa literatura de la ciencia política y la sociología entre los años cincuenta y setenta del siglo pasado está inundada de títulos de libros y artículos que llevan ese nombre: “golpe militar”. Ya no más.
¿Significa esto que los golpes de estado han desaparecido de la escena latinoamericana, enterrados para siempre gracias a la vitalidad y/o consolidación de sus regímenes democráticos? La respuesta es no; que lo que ha habido es una metamorfosis de los golpes de Estado en línea con las transformaciones que tuvieron lugar en la anatomía del poder social. Los intelectuales del imperio hablan ahora del “poder blando” (“soft power”) y afirman que es más efectivo que su predecesor, basado más en la fuerza que en la manipulación de las conciencias. En paralelo con esta transformación, el golpe de Estado también experimentó una mutación y las roídas bayonetas de los militares fueron sustituidas por el mortífero “ménage à trois” del terrorismo mediático, el expediente judicial y el informe parlamentario. Todo esto en el marco de un acentuado proceso de involución política que ha convertido, en grados variables en los capitalismos avanzados tanto como en las turbulentas periferias del sistema, a las democracias burguesas en sórdidas plutocracias. Pugna presidencial entre millonarios en Estados Unidos, desde hace años; Silvio Berlusconi como el zar de los medios que se devora a la política italiana; o el “rey del chocolate” Petro Poroshenko en Ucrania; Sebastián Piñera en Chile y Mauricio Macri en la Argentina son pruebas vivientes de esta deplorable involución.
Ahora bien, cuáles son las razones de la degradación de la vida democrática. Refiriéndonos por ahora al caso de los países de América Latina diremos, en primer lugar, que la causa endógena profunda de la inestabilidad política en nuestros países ha sido la obstinación de las clases dominantes y sus aliados en desconocer que la democracia es algo que va mucho más allá de la fijación de un conjunto de reglas del juego que determinan como se accede a posiciones de poder. Una democracia digna de ese nombre tiene que ser un eficaz instrumento para la construcción de una sociedad justa y, a la vez, una expresión de los avances logrados hacia la justicia social. Tal como ha sido señalado por numerosos autores inscriptos en la tradición socialista, existe una irreconciliable contradicción entre capitalismo y democracia.[1] El primero es por definición una estructura económica y social genéticamente anti-democrática toda vez que se constituye a partir de la escisión estructural entre propietarios y no propietarios de los medios de producción, condenando a los segundos a depender, para asegurar su sobrevivencia, de que los primeros consideren rentable contratar su fuerza de trabajo. El resultado es una sociedad profundamente desigual, que sólo admite —y esto luego de largas y enconadas luchas— algunas enmiendas marginales a su injusticia original. La democracia, en cambio es un régimen político y social basado en la igualdad; no sólo en la formal, que es importante, sino en la sustantiva, en la que hace a las condiciones de vida de la población. Esto es así, no sólo para la tradición marxista, sino para el liberalismo conservador y aristocrático de un Alexis de Tocqueville: tanto para el marxismo como para la concepción tocquevilliana la democracia es la expresión política de una sociedad de iguales —o al menos de potencialmente iguales— o por lo menos orientada hacia la entronización de la igualdad social. Por eso, le asiste la razón a Boaventura de Sousa Santos cuando al revisar el descendente itinerario histórico de la democracia concluyó que:
“La tensión entre capitalismo y democracia desapareció, porque la democracia empezó a ser un régimen que en vez de producir redistribución social la destruye […] Una democracia sin redistribución social no tiene ningún problema con el capitalismo; al contrario, es el otro lado del capitalismo, es la forma más legítima de un Estado débil.” [2]
Los golpes de Estado, ahora los de nuevo tipo, procuran corregir los “errores” de la masa plebeya que por su ignorancia y ofuscamiento y gracias al sufragio universal puede encumbrar a la primera magistratura a cualquier demagogo que le prometa el cielo en la tierra, olvidándose que, como lo recuerdan los políticos y publicistas de la burguesía, en la sociedad no existen los “almuerzos gratis”.
Injerencia externa
Aparte de estos factores endógenos que originan los golpes militares están los de carácter exógeno, aunque hay que aclarar sin más dilaciones que la distinción entre éstos y los de carácter endógeno es más analítica que real. Una palabra sintetiza la naturaleza de estos factores, supuestamente “externos”: imperialismo. Es decir, la continua injerencia de Estados Unidos a través de los más variados dispositivos —políticos, sociales, ideológicos, mediáticos, militares, policiales, económicos y financieros— en la vida de las sociedades latinoamericanas. Agréguese también aquí el nefasto rol jugado por los mal llamados organismos financieros internacionales (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, Banco Interamericano de Desarrollo, etcétera) que según uno de los más sofisticados intelectuales del imperio, Zbigniew Brzezinski, son meras extensiones del Departamento del Tesoro de Estados Unidos; y el rol jugado por las grandes empresas transnacionales, respaldadas invariablemente por los gobiernos de los países en los cuales tienen sus casas matrices, y de ese modo se tendrá una somera visión de la enorme gravitación que estos agentes tienen en el desenvolvimiento de la vida política de los países del área.[3] Un dato adicional que permite apreciar en sus justos términos la influencia estadounidense en la región —algo que es metódicamente subestimado, cuando no desechado por completo, por el saber convencional de las ciencias sociales— es lo que un estudioso norteamericano ha denominado “la presunción hegemónica” que los círculos dominantes de Estados Unidos comparten en relación a Latinoamérica.[4] Esta presunción, profundamente arraigada inclusive en expresiones políticas relativamente progresistas en ese país, es que los que se sitúan al Sur del Río Bravo deben estar bajo la permanente tutela de la Casa Blanca. Y esto no es nuevo. Así lo expresó claramente el presidente Theodor Roosevelt en lo que pasó a ser conocido como el “Corolario Roosevelt”. Corolario, tal como lo planteara sin ambages el presidente estadounidense, de la Doctrina Monroe (1823). En su Discurso sobre el estado de la Unión ante el Congreso de Estados Unidos del 6 de Diciembre de 1904, dijo que:
“No es cierto que los Estados Unidos desee territorios o contemple proyectos con respecto a otras naciones del hemisferio occidental excepto los que sean para su bienestar. Todo lo que este país desea es ver a las naciones vecinas estables, en orden y prósperas. Toda nación cuyo pueblo se conduzca bien puede contar con nuestra cordial amistad. Si una nación muestra que sabe cómo actuar con eficiencia y decencia razonables en asuntos sociales y políticos, si mantiene el orden y paga sus obligaciones, no necesita temer la interferencia de los Estados Unidos. Un mal crónico, o una impotencia que resulta en el deterioro general de los lazos de una sociedad civilizada, puede en América, como en otras partes, requerir finalmente la intervención de alguna nación civilizada, y en el hemisferio occidental, la adhesión de los Estados Unidos a la Doctrina Monroe puede forzar a los Estados Unidos, aun sea renuentemente, al ejercicio del poder de policía internacional en casos flagrantes de tal mal crónico o impotencia.” [5]
Desgraciadamente, los politólogos formados en la tradición anglosajona ignoran esta clarísima advertencia formulada nada menos que por el primer Roosevelt y donde deja sentadas las bases ideológicas y morales justificativas de la intervención de la Casa Blanca en los países del área. Por ejemplo, cuando Evo Morales recupera para Bolivia las riquezas hidrocarburíferas de ese país, está incurriendo en un acto claramente indecente, aparte de ineficiente, al igual que cuando Salvador Allende hizo lo propio con la nacionalización de las minas de cobre (“el sueldo de Chile”, decía el presidente mártir) o la reforma agraria; o cuando Hugo Chávez recuperó el petróleo venezolano o Rafael Correa ordenó el desalojo de la base de Manta y otorgó asilo diplomático a Julian Assange. O, caso extremo, cuando la Revolución Cubana decidió acabar con la sujeción de la isla a los dictados de Washington, haciéndose pasible del mismo escarmiento. En resumen: todas estas iniciativas, contrarias a todas luces a la “eficiencia y la decencia” que debe tener un gobierno no hicieron otra cosa que desatar la necesaria intervención correctiva de Estados Unidos, que así procede con la soberbia y la arbitrariedad de quien está convencido de tener la justicia y la moral de su lado.
El “golpe blando”
Sobre esta plataforma ideológica, hija del mesianismo heredado de sus primeros colonos y del “supremacismo” racial propio del Destino Manifiesto, se construye la parafernalia institucional y la estrategia política que conduce inevitablemente al “golpe blando”. Por eso el presupuesto federal de Estados Unidos aprueba año tras año ingentes sumas de dinero específicamente destinadas a “reanimar la sociedad civil” allí donde Tío Sam la encuentra pasiva y desorganizada; para educar en las virtudes de la “buena gobernanza” a líderes políticos y sociales opuestos a los gobiernos progresistas y de izquierda; para enseñar “buenas prácticas” a jueces, fiscales y legisladores de los países en cuestión así como para entrenar periodistas en los últimos avances de la comunicación social y para gestar el clima destituyente que garantice el éxito de la operación. Esto aparte de los dineros que con estos mismos fines aparecen camuflados en el presupuesto (bajo el rubro de “ayuda” administrada por la USAID) o simplemente, no aparecen, como el presupuesto de la CIA y otras agencias de inteligencia de Estados Unidos encargadas de abatir gobiernos desafectos.
Llegada la hora de los hornos, serán aquellos actores los que arremeterán contra los gobiernos adversarios para poner fin a políticas que el imperio considera contraria a sus intereses. Todo este despliegue va acompañado, por supuesto, por una sostenida penetración de todo tipo —equipamiento, logística, cursos de instrucción, ejercicios conjuntos, etcétera— en las fuerzas armadas, garantes en última instancia de la eficacia del “golpe blando”. Porque si bien este no requiere de los militares en la calle para destituir a un presidente de izquierda, sí los necesita para las labores de “limpieza política” que, conjuntamente con el paramilitarismo o los “grupos de tarea”, inexorablemente se pondrán en marcha a la hora de construir el nuevo orden. En suma, toda una nueva metodología golpista en donde el derrocamiento de un gobierno indeseable es, en principio, indoloro e inaudible. A diferencia de los golpes militares, cuyos preparativos eran indisimulables, la conspiración de los nuevos golpistas es silenciosa y casi imperceptible, salvo para unos pocos. No tiene el estrépito del golpe militar pues se disfraza con ropajes legales e irreprochablemente republicanos. Aparece como resultado del rodaje normal y previsible de las instituciones democráticas: una Cámara que denuncia, un Senado que juzga, unos jueces que condenan y una oligarquía mediática que dispone de la artillería necesaria para adormecer a la opinión pública y justificar la destitución del (o de la) presidente y la usurpación de su cargo. Pero el “golpe blando” es una gigantesca estafa a la voluntad popular, al juego democrático y además es tan sanguinario como sus predecesores. Los casos de Honduras y Paraguay demuestran taxativamente lo que estamos diciendo.
[1] El texto que elabora este argumento de modo exhaustivo es el libro de Ellen Meiksins Wood, Democracia contra capitalismo. Renovando el materialismo histórico (Buenos Aires: Siglo XXI, 1999). Una reflexión desde América Latina se encuentra en nuestro Aristóteles en Macondo. Notas sobre Democracia, Poder y Revolución en América Latina (Buenos Aires y Córdoba: Ediciones Luxemburg y Editorial Espartaco), 2014.
[2] Boaventura de Sousa Santos Renovar la teoría crítica y reinventar la emancipación social. (Buenos Aires: CLACSO/Instituto Gino Germani: 2006). pg. 75
[3] Refiriéndose explícitamente al Banco Mundial y al FMI Brzezinski dice que: “…son instituciones fuertemente dominadas por los Estados Unidos”. Lo mismo cabe decir del BID. Cf. Zbigniew Brzezinski, El Gran Tablero Mundial. La supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos (Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica, 1998), p. 37.
[4] El texto canónico sobre el tema lo escribió Abraham Lowenthal, “Two hundred years of American Foreign Policy. The United States and Latin America. Ending the hegemonic presumption”, en Foreign Affairs, Octubre 1976.
[5] Ver el discurso de Roosevelt en: http://www.infoplease.com/t/hist/state-of-the-union/116.html
Hemos examinado en detalle sus implicaciones contemporáneas en nuestro América Latina en la Geopolítica del Imperialismo (Buenos Aires: Ediciones Luxemburg, 2012), pp. 64-66.