Por Jairo Rivera Morales
En ninguna página de ninguno de los tres tomos que conforman el estudio intitulado ‘La violencia en Colombia’, escrito por Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna, se afirma que haya existido una “Violencia” sistemática en el territorio patrio, entre 1930 y 1946.
En el tomo segundo de la mencionada obra, el padre Germán Guzmán establece una distinción entre “causas remotas” y “causas inmediatas” de la violencia.
Las remotas se ubican en el siglo XIX. Están imbricadas con la herencia colonial española y en la mentalidad ascensionista y despectiva de los criollos que arrebataron el mando a los invasores pero asumieron la facultad de gobernar a sus connacionales con alma de virreyes; al problema del ordenamiento monopólico de la propiedad territorial y al infamante usufructo de sus rentas; y a la costumbre inveterada de resolver los conflictos aplastando a quien pensara de manera diferente y eliminando al adversario.
Las causas inmediatas radican en el propósito de retrotraer la historia y “echar para atrás” lo alcanzado en materia social, laboral, agraria, educativa y tributaria con las tímidas reformas impulsadas por el liberalismo desde el poder, precisamente durante los años comprendidos entre 1930 y 1946. Y, obviamente, a la consigna expresada por José Antonio Montalvo -uno de los ministros de la administración Ospina Pérez- de acabar “a sangre y fuego” con el liberalismo y con el comunismo en Colombia. Era el apogeo de la mentalidad cripto-franquista y de un estilo de trabajo político filo-fascista, entronizado en su colectividad por Laureano Gómez, quien se propuso instaurar en Colombia un régimen de terror inspirado en la fatídica experiencia de la Falange -¡violenta y exterminadora a morir!-, a partir de la derrota de la Segunda República Española. Todo se había originado, allá, en el miedo al comunismo. Todo se desprendía, acá, del miedo al “basilisco”. El miedo siempre mata para congelar el cambio, para petrificar la historia… ¡Mucho ojo: aun lo estamos viendo!
No estoy tratando de asumir la defensa de los dirigentes oficiales del partido liberal colombiano por aquellas calendas, gran parte de los cuales fueron tan culpables de la hecatombe como sus presuntos adversarios: tanto por haberse ahorrado el esfuerzo de garantizar el triunfo liberal en las elecciones presidenciales de 1946 como por haber “cocinado” con la ultraderecha violenta un proyecto regresivo y excluyente, tallando al país nacional con una camisa de fuerza institucional antidemocrática, apenas sostenible por medios represivos. La mayoría estaban enquistados en el “país político”, eran ajenos a las demandas del “país nacional”, odiaban a Jorge Eliécer Gaitán y a lo que representaba su movimiento disidente “por la restauración moral y democrática de la república”. Miraban con recelo a Gabriel Turbay y rodearon su candidatura oficial con una “alambrada de garantías hostiles” como él mismo lo dijera. Fueron, prácticamente, los mismos que, después, una vez creado el Frente Nacional, habiéndole dado curso a la alternación de los dos partidos tradicionales en el poder y a la consagración de la llamada “paridad política”, instauraron la hegemonía bipartidista e impusieron un régimen exclusivista, antipueblo, caracterizado por innumerables expediciones punitivas y por la permanencia del Estado de Sitio, la mordaza, la culata y la obsecuencia con los dictados del Imperio Norteamericano, el cual catalizaba las violencias e incidía de manera abierta y descarada en la profundización del conflicto social-armado que vivía la nación.
Esos dirigentes “liberales” se acogieron a los intereses y procedimientos de la “godarria tradicionalista”, pisoteando de soslayo las ideas de Gaitán, propiciando la evaporación de los postulados de su plataforma política y abjurando del compromiso que su colectividad había adquirido con las fuerzas populares del país y del continente. Parodiando la canción de Jorge Villamil, “en una llamarada se quemaron nuestras vidas, quedando las pavesas” de todo aquel fervor… Allí, donde el enemigo había disparado, donde habían estado, siempre altivas -!algunas veces vencidas pero nunca convencidas!- las banderas de Murillo Toro, Rojas Garrido, Gaitán Obeso, Juan de Dios Uribe, Diógenes Arrieta, Jorge Isaacs, Santos Acosta, Aquileo Parra, Santiago Pérez, Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera, consiguieron que el águila bicéfala del escudo de los Romanov se convirtiera en portaestandarte del arte de suplantar al pueblo para capitular en su nombre y consolidar la derrota popular. ¡Así de triste y macabro es el asunto!
Quince días después de la inmolación del presidente chileno Salvador Allende en el Palacio de la Moneda, Pablo Neruda escribió con pluma luctuosa y trepidante un texto destinado a vencer el olvido de los siglos. Decía en él: “Mi pueblo ha sido el más traicionado de toda la historia”. Aquí y ahora, podríamos decir lo mismo.
Quienes sustentaron la tesis según la cual la actual violencia colombiana se inició con el cambio de régimen que se operó en 1930, fueron Joaquín Estrada Monsalve y Jorge Enrique Gutiérrez Anzola. El primero pensaba con las ganas. El segundo estaba profundamente equivocado. Repito: nunca dicha tesis podría encontrarse en el libro de ‘La violencia en Colombia’.
Pero, en fin: de lo que se trata, aquí y ahora, es de superar el tiempo de los enfrentamientos armados, perdonar, reparar y establecer los cimientos de un nuevo ordenamiento que permita superar las violencias que se apoderaron de la Patria. Todo ello no será posible sin ampliar y profundizar la Democracia. Y para que ello ocurra es preciso poner punto final a esta guerra civil que algunos viven desmintiendo simplemente porque no fue declarada. Pero todo debe hacerse sin adentrarnos en la noche perversa del olvido; y sin obturar la verdad de lo acontecido, para acomodarla a intereses mezquinos y de poca monta frente al destino de Colombia.
Escribió Amiel: “¡La verdad ante todo, aun cuando nos hiera y nos deprima!”. Si no creemos estas cuestiones, preguntémosle al maestro Delimiro Moreno, quien las conoce en detalle y a profundidad.
Nunca, nadie, estará habilitado para “editar” la historia. Aunque siempre lo hayan hecho las clases dominantes; venturosamente de manera provisoria. Hay que estudiar, investigar, profundizar… más allá de los simples pensamientos que se ofrendan con las ganas. Esto es algo demasiado serio. Se trata de la consagración de la vida a la verdad o a la mentira.
Como dice la canción: “Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia: la historia verdadera”.