Por Juan Carlos Monedero
El «fin de la Historia» planteado por Francis Fukuyama tras el final de la Guerra Fría se convirtió en el siglo XXI en una suerte de «fin de la imaginación» de las fuerzas políticas hegemónicas. La democracia representativa se enfrenta a una severa crisis y las izquierdas solo parecen reaccionar rememorando paraísos perdidos. Entre tanto, un «momento populista» ha instalado nuevas divisiones en el campo político. La crisis económica global y la desafección ciudadana que la acompaña han generado movimientos políticos que impugnan la democracia representativa, cuestionan el modelo de partidos y trazan una línea entre la «elite» y el «pueblo».
Liberalismo contra democracia
Como señaló Karl Marx, el capitalismo sale de cada crisis económica con menores recursos para solventar la siguiente. Así, los intentos de volver a insistir en las mismas recetas suelen ser infructuosos y generan, invariablemente, protestas sociales. Es lo que hay detrás de la ola de indignación provocada por la crisis de 2008 y sus efectos. Esta crisis, que inspiró entonces la voluntad repetida de Angela Merkel, Nicolas Sarkozy y Barack Obama de «refundar el capitalismo», generó una ola de protestas que arrancó en el norte de África en 2010, llegó a Estados Unidos y América Latina pasando por Islandia, se detuvo en la emblemática Puerta del Sol de Madrid en 2011 y se expresó, finalmente, en el auge de populismos conservadores o de extrema derecha en eeuu, Europa e incluso América Latina. Si es cierto, por tanto, que el capitalismo sale de cada crisis con un abanico más reducido de soluciones, la actual no será ni la última ni la «definitiva», y ni el uso abusivo de los recursos naturales, ni la mayor transferencia de recursos del sur hacia el norte, ni la exportación a las generaciones futuras de la crisis vía deuda, ni el aumento de las tasas de explotación de los trabajadores serán previsiblemente un camino pacífico ni exitoso.
La crisis de 1973 había dejado poco a poco a la socialdemocracia y al sindicalismo sin agenda. El intercambio electoral entre socialdemócratas y democristianos se rompía mientras el «pueblo de izquierda» se quedaba sin sus principales referencias. El «fin de la Historia» planteado por Francis Fukuyama a partir de la caída de la Unión Soviética se convirtió en el siglo xxi en una suerte de «fin de la imaginación» de las fuerzas políticas hegemónicas. Así, los pueblos confrontados con sus necesidades terminan buscando nuevos instrumentos políticos. Se constituyó, entonces, un típico «momento populista», con una fase de impugnación (en marcha) y una fase de construcción posterior (que plausiblemente va a desembocar en una pérdida de densidad democrática, de no cuajar una respuesta popular alternativa).
La tradición política occidental ha tenido dos grandes vertientes: la liberal y la democrática. La tradición liberal es individualista, apuesta por la primacía de la propiedad privada y defiende el pluralismo y los pesos y contrapesos ligados a la división de poderes. La tradición democrática reposa sobre la soberanía popular y sus objetivos son la justicia y la igualdad. Durante los siglos xix y xx ambas tradiciones se fueron entremezclando. El liberalismo se hizo democrático –aceptó el sufragio universal y los derechos sociales– y la tradición democrática se hizo liberal –asumió la propiedad privada, renunció al asalto al Palacio de Invierno y aceptó el imperio de la ley–. Pero las crisis económicas son momentos de sinceramiento social. La caída del beneficio de las empresas y la incertidumbre ligada a los intereses del capital invitan invariablemente al liberalismo a regresar a su fondo doctrinario y renunciar a los componentes democráticos1. Es entonces cuando la ciudadanía amenazada en sus derechos impugna la situación económica y la política responsable de ese vaciamiento democrático. El neoliberalismo va a dar un salto y va a hacer del Estado un instrumento particular. Las desregulaciones propias del modelo neoliberal, las privatizaciones y las externalizaciones conllevan inevitablemente un aumento de la corrupción ligado a la laxitud de los controles, a la legitimación del enriquecimiento rápido, al ensanchamiento del ámbito geográfico de negocio y a la primacía del capitalismo financiero2. La situación de crisis derivada de la «traición» del liberalismo al compromiso democrático deja una estrecho catálogo de respuestas: algún gran acuerdo entre los principales partidos del sistema político (alguna variante de grosse Koalition), la denuncia de los excesos del sistema pero sin voluntad real de cambio sistémico (lo que podría definirse como «populismos de derechas»); un avance hacia formas que Boaventura de Sousa Santos llama «fascismo social»3 o una respuesta populista emancipadora que impugne el marco existente y plantee alguna suerte de proceso constituyente que cree un nuevo contrato social. Es en este sentido que las salidas populistas, en cualquiera de sus expresiones, se convierten en un espejo del estado real de la democracia4.
El neoliberalismo como sentido común
La extensión de la democracia a partir de la década de 1970 coincide con su vaciamiento de los derechos de ciudadanía marcados por la fórmula «Estado social y democrático de derecho». La democracia en el siglo xxi parte, pues, de una derrota. Entenderla es una condición necesaria para poner los cimientos que permitan salir de un «resistencialismo» ineficaz que, a su vez, ayude a trazar un nuevo «sentido común a favor de lo común» que articule las experiencias emancipadoras, la teoría crítica y las grietas abiertas en el sentido común neoliberal.
La lucha por este nuevo sentido común se hace extremadamente difícil porque el viejo sentido común ha tomado forma de deseo (la ideología del consumismo) o de una crítica catastrofista propia de momentos de crisis que también contribuye a la parálisis. La democracia dominada por el «Estado de partidos» incurre en paradojas irresolubles que, a su vez, la llevan a callejones sin salida: los partidos son el instrumento esencial de la gestión del Estado, pero operan en un marco liberal. De esta manera, los pesos y contrapesos propios de esa tradición dejan de estar en manos de la ciudadanía y se convierten en instrumentos de los propios partidos (un caso claro se ve en la prohibición constitucional del mandato imperativo de los representantes respecto de la ciudadanía, junto a su uso de facto por las direcciones de los partidos cartelizados, por ejemplo, cuando se exige la disciplina de voto a los diputados)5. De esta manera, la base de la llamada «posdemocracia»6 no es sino una situación de «pospolítica» en la que ha desaparecido la idea de conflicto tras la disolución del llamado «socialismo real» y se postula la futilidad de cualquier alternativa. Las dificultades de construir una agenda poscapitalista –o incluso una más modesta posneoliberal– están marcadas por la «selectividad estructural» del Estado, que mantiene la desafección en un inconformismo difuso (el Estado mantiene el discurso acerca del interés general pero no frena las desigualdades) e intercambia institucionalización por despolitización (las instituciones vaciadas, como las elecciones, funcionan solo gracias a una menor exigencia popular)7.
- Domenico Losurdo: Contrahistoria del liberalismo, El Viejo Topo, Barcelona, 2005; Albert O. Hirschman: Retóricas de la intransigencia, fce, Ciudad de México, 1991; Antoni Domènech: El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista, Crítica, Barcelona, 2004.
- David Hall: «Dealing with Corruption and State Capture in Europe», trabajo presentado en la conferencia del European Public Service Union (epsu), Zagreb, octubre de 2012.
- B. de Sousa Santos: El milenio huérfano. Ensayos para una nueva cultura política, Trotta, Madrid, 2005.
- Francisco Panizza: El populismo como espejo de la democracia, fce, Ciudad de México, 2009.
- Richard Katz y Peter Mair: «The Cartel Party Thesis: a Restatement» en Perspectives on Politics vol. 7 No 4, 2009.
- Colin Crouch: Posdemocracia, Taurus, Madrid, 2004.
- Bob Jessop: El futuro del Estado capitalista, Catarata, Madrid, 2008.
@MonederoJC
Nueva Sociedad, Buenos Aires.