octubre 11, 2024 6:48 pm
La democracia del siglo XXI

La democracia del siglo XXI

Por Pierre Rosanvallon

La actual crisis de la democracia no se limita a la «crisis de representación». Las elecciones tienen hoy menor capacidad de representación por razones institucionales y sociológicas y existe malestar y desasosiego ciudadano. El «pueblo» ya no es aprehendido como una masa homogénea sino más bien como una sucesión de historias singulares. Y para dar cuenta de ello, resulta urgente ampliar la democracia de autorización a una democracia de ejercicio, lo cual requiere de una democracia narrativa, con ciudadanos iguales en dignidad y reconocimiento. De lo contrario, el déficit de representación seguirá provocando oscilaciones entre la pasividad y el miedo, que a menudo favorecen a los llamados populismos de derecha.

El desencanto democrático contemporáneo es un hecho establecido. Se inscribe con evidencia en una historia hecha de promesas incumplidas e ideales traicionados. Pero ¿de dónde proviene precisamente y cómo superarlo? Necesitamos un diagnóstico y debemos rastrear soluciones. Una parte del problema involucra, sin duda, los defectos y faltas de los hombres y las mujeres políticos, a menudo aislados de la sociedad, muy concentrados en sus carreras y a veces incluso corruptos. Pero este proceso de la clase política, sobre el que prosperan los partidos populistas, está lejos de explicarlo todo. De hecho, existen causas estructurales y profundas que subyacen al fenómeno contemporáneo de la desafección democrática. Me gustaría hacer hincapié aquí en una de ellas, en el centro del problema: el declive del desempeño democrático de las elecciones.

 

El declive del desempeño democrático de las elecciones

 

Para poder medir la naturaleza y el alcance de este fenómeno, debemos recordar primero lo que era la teoría clásica de la elección, que reconstituyo aquí pues se mantuvo implícita y fragmentada en los hechos. Si tomamos el conjunto de las justificaciones históricas de las elecciones, podemos constatar que se espera de ellas que cumplan con las cinco funciones democráticas esenciales:

 

– una función de representación, al designar representantes que expresen los intereses y los problemas de los diferentes grupos sociales;- una función de legitimación de las instituciones políticas y los gobiernos;- una función de control sobre los representantes, que involucra la perspectiva de una reelección que ejerce presión sobre ellos para que cumplan sus compromisos y lleven a cabo sus programas. (Las nociones de voto retrospectivo y de reelección siempre han sido fundamentales para la aprehensión del carácter democrático de la elección);- una función de producción de ciudadanía, al dar consistencia al principio de «una persona/un voto» que define el sufragio universal (y que contribuye así en primer lugar a la producción de una «sociedad de iguales», retomando la fórmula de Alexis de Tocqueville, fundada en la condición de igualdad compartida por todos; el ejercicio del derecho de voto expresa en efecto una condición de igualdad para todos en tanto cumplen una función);- una función de animación de la deliberación pública, históricamente expresada por el modo de organización de las elecciones que reposaba sobre la participación en asambleas electorales en las que se podía intercambiar argumentos. (Durante la Revolución Francesa, el ciudadano era definido como «miembro de una asamblea primaria»). Aquí hay que recordar que el voto individual, expresado por el paso por un cuarto oscuro (llamado Australian ballot), no se difundió sino hasta principios del siglo xx.

 

Si cumplían estas funciones, las elecciones de hecho podían ser consideradas como el instrumento democrático por excelencia. Sin embargo, pronto se hizo evidente, desde las primeras experiencias del sufragio universal, que estas cinco funciones estaban lejos de cumplirse de forma automática. De ahí la larga historia, desde comienzos del siglo xix, de los proyectos de reforma y los cambios institucionales para mejorar el desempeño democrático de las elecciones. Implementación de las elecciones proporcionales, formación de partidos de clase que sucedieron a agrupaciones de notables, o inclusive la adopción del principio de paridad para mejorar la calidad representativa de los representantes surgidos de elecciones; establecimiento de comités electorales y de primarias para reducir el peso de los aparatos políticos y asociar a los ciudadanos a la selección de los candidatos; adopción de reglas que prohíben la acumulación de mandatos o restringen el número consecutivo de estos para limitar la tendencia a la profesionalización de la política; mecanismos de revocación (recall) o de juicio político (impeachment) para controlar a los representantes elegidos, lo que da lugar a la interrupción del mandato y al llamado a nuevas elecciones; instalación de comisiones independientes para garantizar el buen funcionamiento del proceso electoral y hacer más transparentes las elecciones; limitación de los gastos electorales para reducir el papel del dinero; organización de campañas oficiales para poner en pie de igualdad a los candidatos. Los proyectos en este campo son numerosos y todavía queda mucho por hacer para mejorar la calidad del proceso electoral. Pero no podemos permanecer en esta visión del progreso democrático para lograrlo. Por varias razones:

En primer lugar, las elecciones tienen hoy menor capacidad de representación por razones institucionales y sociológicas. Desde una perspectiva institucional, la creciente centralidad del Poder Ejecutivo ha modificado la noción de representación. El proyecto de representar a la sociedad había sido concebido en el nivel de asambleas parlamentarias. Se trataba, según la famosa fórmula de Mirabeau de 1789, de concebirlas como la composición ideal de una imagen de la sociedad a una escala reducida. La noción de representación era inseparable de la expresión de una diversidad. Pero hoy en día es la elección del Poder Ejecutivo la que se encuentra en el centro de la vida democrática (sea esta elección directa, como en Francia, o indirecta, derivada de una mayoría parlamentaria, como en Alemania o Gran Bretaña). Es lo que se ha denominado «presidencialización de las democracias». El problema es que una sola persona, el jefe del Ejecutivo, no puede tener un carácter representativo propiamente dicho, en tanto la representación implica, por definición, la manifestación de una pluralidad. Con la excepción de los regímenes cesaristas/populistas/totalitarios (equivalentes desde este punto de vista), que pretenden fundarse en el principio de encarnación: Napoleón afirmaba de forma pionera en este dominio ser un «hombre-pueblo» (en correspondencia con un retorno secularizado a la noción del rey-soberano que incorpora a la sociedad, tal como lo había formulado Thomas Hobbes).

Revista Nueva Sociedad, Buenos Aires.

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