Por Eduardo Sarmiento Palacio
Durante varias décadas los gobiernos han fallado en el propósito de dotar al país de una infraestructura vial adecuada. La experiencia ha sido que los proyectos cuestan más de los valores que sirvieron para adjudicarlos y se demoraron mucho más que los períodos estipulados para la ejecución. Las realizaciones físicas son muy inferiores a los anuncios presupuestales. Así, el Gobierno notificó que los productos de la tercera y cuarta generación contrarrestarían el desplome del petróleo. La observación de los hechos revela algo muy diferente. La infraestructura vial no influye ni en un cuarto de punto al crecimiento económico.
Las irregularidades son cada día más frecuentes. En la Autopista del Sol se encontró que los sobornos de la Odebrecht incidieron en la prórroga de la obra y obligó a suspenderla. En el túnel de la Línea se encontró que el contratista no pudo cumplir con el compromiso porque el Gobierno no le satisfizo las pretensiones de sobrecostos. Ahora, el Gobierno se apresta a conceder la continuación del proyecto en una licitación pública de un solo participante.
Buena parte de las dificultades está en la Ley 80 que autoriza a las firmas constructoras a modificar los diseños e incurrir en presupuestos adicionales que modifican los compromisos iniciales. Los concesionarios obtienen los proyectos a pérdida y generan las ganancias en los sobrecostos. Semejante práctica abre el camino para sobornos y deja sin piso los estudios previos de planificación y anticipación de riesgos.
Muchos de los contratiempos no se han entendido por las características económicas especiales del sector y el desconocimiento de su historia. De tiempo atrás se ha visto que la infraestructura vial está expuesta a los costos fijos que dificultan su financiación con peajes. La rentabilidad privada es muy inferior a la social, que a su vez es menor a los del resto de la economía.
Esta realidad no se advierte en los estudios económicos. En las evaluaciones de los proyectos se estiman rentabilidades de 14 % para atraer inversionistas y financiamiento, como ocurrió con la venta de Isagén. Por simples razones de tráfico, la rentabilidad promedio no puede ser más que el promedio de la economía. Los altos retornos se obtienen subvaluando las obras. Luego, el ofrecimiento de estos proyectos subvaluados llevan a los concesionarios a buscar las licitaciones a pérdida, confiando que las ganancias se conseguirán con los sobrecostos.
La inconsistencia tiende a resolverse concediéndole atribuciones especiales a la Agenda Nacional de Infraestructura (ANI) para impulsar y estimular a los concesionarios con créditos a plazos muertos, acceso a presupuestos adicionales y garantías de tráfico. Se configuró un vínculo entre juez y parte, que facilita las irregularidades y favoritismos, y nunca termina bien. En los estudios internacionales se observa que los mayores incumplimientos de los presupuestos se dan en las alianzas público-privadas. Lo grave es que la definición del valor del proyecto queda en manos de instancias gubernamentales que desconocen los detalles técnicos y están expuestas a serias presiones políticas.
En fin, las causas de las fallas reiteradas de la infraestructura física están a la vista. Se encuentran en la baja rentabilidad de los proyectos viales, los estímulos perversos de los sobrecostos y un marco institucional expuesto a grandes presiones. De hecho, se plantea reformar la Ley 80 para limitar los sobrecostos a situaciones excepcionales y condicionarlos a decisiones del más alto nivel, elevar la exigencia de los estudios de evaluación, garantizar la participación amplia en las licitaciones y rehacer la ANI a la luz de la experiencia de tres décadas.
El Espectador, Bogotá.