Por Jorge Beinstein
La hipótesis de que Argentina se encuentra actualmente sumergida en un proceso de tipo contrarrevolucionario puede parecer exagerada, no tendría sentido hablar de contrarrevolución cuando no había en 2015 ninguna amenaza revolucionaria sino una experiencia que desde el punto de vista económico podría ser caracterizada como keynesianismo light extremadamente sensible a las presiones del establishment y asociada a un paquete político-cultural igualmente moderado que aunque entre otros temas reivindicaba a la militancia revolucionaria de los años 1960 y 1970 lo hacía borrando su programa y sus formas de lucha, reduciéndola a la imagen herbívora de una generación “idealista” que “quería cambiar el mundo”. Eso y un poco más (sobre todo una gradual transferencia de ingresos hacia las clases bajas) bastaron a las élites dominantes para alzar la bandera del combate contra el “populismo” y arrastrar a grandes sectores de la capas medias.
No todas la contrarrevoluciones han sido generadas por situaciones o peligros revolucionarios, en ciertos casos se trataba de procesos que buscaban liquidar reformas o bloqueos que impedían la ofensiva elitista. Si nos atenemos a la experiencia histórica esa moderación del adversario constituye una condición importante para la irrupción de avalanchas reaccionarias, Ignazio Silone se refirió al ascenso del fascismo italiano como “la victoria de una contrarrevolución enfrentada a una revolución inexistente”[1], ausencia que incentivó la agresividad fascista segura de su impunidad.
De 1955 a 1976
Podríamos ubicar en 1955 a la primera tentativa contrarrevolucionaria[2], el objetivo de sus protagonistas locales era el retorno a la vieja sociedad oligárquica de comienzos del siglo XX, el intento fracasó pese a las represiones y proscripciones desbordado por el nuevo país con sus sindicatos obreros , sus industrias y sus nuevas clases medias. Aunque no fracasó del todo ya que inició un complejo proceso de sometimiento a los Estados Unidos, de extranjerización industrial y financiera, de concentración de ingresos, de reconversión policial de las Fuerzas Armadas. El mismo despertó resistencias populares que se fueron extendiendo y radicalizando hasta llegar a disputar el poder hacia comienzos de los años 1970, su cuerpo político era el peronismo que como lo señalara Cooke se había convertido en “el hecho maldito del país burgués” bloqueando su estabilización. Los círculos dirigentes no podían consolidar su predominio mientras que las fuerzas populares no conseguían derrocarlos, es lo que Portantiero definió como empate hegemónico. No se trató de un tira y afloje con resultado cero, ese pantano cubierto por una densa capa de podredumbre política engendró germenes, primeros desarrollos y articulaciones de un abanico social parasitario que se fue adueñando de los circuitos económicos e institucionales del país interrelacionado con la expansión imperial de los Estados Unidos.
La dictadura instalada en 1976 marcó el salto cualitativo del proceso degenerativo del sistema, la acumulación de cambios perversos se convirtió en victoria del capitalismo gangsteril donde convergían viejos oligarcas reconvertidos y burgueses advenedizos, militares, propietarios rurales y de grandes medios de comunicación, contratistas del estado, industriales, banqueros y comerciantes, masa difusa atravesada por la integración de la cultura de la especulación financiera y de los negocios rápidos en general con prácticas criminales a gran escala.
Más allá de su final político grotesco la contrarrevolución de 1976 implantó cambios duraderos ya que a partir de ella la clase dominante transformada en lumpenburguesía dejó definitivamente atrás sus componentes industrialistas-nacionales (poco serias) u oligárquicas-aristocráticas (con turbios pasados no muy lejanos). También obtuvo otros éxitos no menos significativos como la consolidación en los espacios políticos, judiciales, sindicales y comunicacionales de redes mafiosas que pasaron a ser el elenco central del sistema y sobre todo al hundir en el pasado a los desafíos revolucionarios de los años 1960-1970.
De todos modos no consolidó estructuras estables de dominación, la dinámica cortoplacista y transnacionalizada fue llevando al sistema hacia el desastre de 2001 que aparentó sellar su agotamiento histórico aunque en realidad solo se trató del repliegue táctico de élites aturdidas y algo asustadas por el derrumbe a la espera de tiempos mejores.
La era Menem, había marcado en los años 1990 el auge ideológico de ese ciclo, coincidió con los fenómenos globales de financierización y unipolaridad estadounidense y dejó entre sus varias herencias a una derecha peronista política y sindical que venía de antes pero que pasó a formar parte del instrumental operativo normal de los círculos dominantes.
De 2001 a 2015
La degradación de los años 2000 y 2001 no derivó en una nueva contrarrevolución, las clases dirigentes deterioradas fueron incapaces de superar por derecha su propia crisis, no pudieron aglutinar a sus núcleos centrales imponiendo un régimen durable de penuria generalizada para las clases bajas y la posibilidad de agrupar a las capas medias como furgón de cola fue quebrada por el desenlace económico catastrófico de fines de 2001. Entonces se produjo una situación que al parecer reproducía la de los años del “empate hegemónico” aunque en realidad se trataba de otra cosa: un pantano sin alternativas, sin banderas a la vista, donde la clase dominante no podía mostrar las suyas y las clases populares carecían de ellas.
El resultado fue la irrupción en 2003 de un híbrido progresista que fue avanzando en el espacio de “lo posible”, la mejoras de los precios internacionales de las materias primas, la expansión del mercado de Brasil y otros beneficios externos fueron combinados con estrategias de ampliación prudente del mercado interno. Aumentaron los salarios reales recuperando los niveles de mediados de los años 1990 pero por debajo de los de mediados de los 1980 inferiores a su vez de los de mediados de los 1970. Se redujo la desocupación, se duplicó el número de jubilados (y se renacionalizó el sistema jubilatorio) pero quedaron intactos los intereses de los grupos parasitarios dominantes.
La experiencia alcanzó su techo cuando comenzó el desinfle de los precios internacionales de las materias primas mientras la expansión indolora del mercado interno tocaba los límites del sistema. Se agotó la ampliación de ese mercado apelando al achicamiento del desempleo con salarios reales en alza moderada, el paso siguiente necesario habría sido distribuir ingresos hacia las clases bajas a gran escala acelerando las subas salariales, lo que requería establecer un fuerte control público del comercio interior (bloqueando las corridas inflacionarias), del comercio exterior y del mercado de divisas (para liberar a la economía del chantaje de los exportadores concentrados) y del sistema bancario (para reducir costos financieros). Pero eso no se podía hacer sin el quiebre del poder de bloqueo de las mafias cuyos instrumentos mediáticos y judiciales cumplen un rol decisivo. Dicho de otra manera para que la economía siguiera creciendo era necesario ir más allá de los límites concretos del país burgués-mafioso desplegando una revolución popular democratizadora del conjunto de las relaciones sociales, objetivo inexistente en el imaginario de aquel gobierno. Los argumentos básicos del kirchnerismo eran que esa ofensiva no solo no era necesaria sino que además resultaba suicida dado el enorme poder de la derecha o bien que no existía el respaldo popular necesario para dicha aventura. Claro, el respaldo no aparecía porque no era incentivado mediante grandes medidas sociales (salariales, crediticias, etc.). Así fue como la dinámica astuta de “lo-posible” se convirtió en el camino hacia la derrota, el híbrido pudo reinar durante doce años gracias al repliegue inicial de las élites dirigentes, pero su reinado posibilitó la recomposición de esas élites, su redespliegue económico, mediático, político, judicial, orquestando un enorme tsunami reaccionario.
La contrarrevolución
Con la llegada de Macri a la presidencia se desencadenó un fenómeno que combina aspectos propios de una restauración conservadora y sus brotes neofascistas con otros que expresan una desaforada fuga saqueadora hacia adelante. Nostalgias de los tiempos de la dictadura militar y del menemismo más algunas pequeñas dosis desteñidas de viejo aristocratismo oligárquico unidas al ímpetu del saqueador completamente desinteresado de esas u otras nostalgias a lo que se agrega el desprecio hacia los pobres, todo ello atravesado por componentes de barbarie altamente destructivas.
Observemos en primer lugar el comportamiento del sujeto del desastre, reiteración ampliada y radicalizada del espectro lumpenburgués de los años 1990 donde se presentan personajes de configuración variable inmersos en complejas tramas de operaciones que van desde actividades industriales mezcladas con embrollados negocios de exportación e importación hasta turbios contratos de obras públicas, ganando mucho dinero con la compra-venta de jugadores de fútbol vinculada el blanqueo global de fondos provenientes del narcotráfico, concretando emprendimientos agrícolas, subas desaforadas de precios, contrabandos, manipulaciones financieras, estafas al Estado y manejos de multimedios. Mundo tenebroso protegido por redes madiáticas y judiciales, reducida lumpenburguesía transnacionalizada, rodeada por un círculo más extendido de aspirantes a la cumbre donde se revuelcan jueces, políticos, burócratas sindicales, periodistas y comerciantes audaces, ejerciendo su influencia sobre grandes masas fluctuantes de clase media.
Es posible visualizar a la cima de la clase dominante argentina como a una suerte de articulación mafiosa inestable que puede en ciertas coyunturas unir fuerzas en torno de una ofensiva saqueadora pero que más adelante aparece sumergida en interminables disputas internas acosada por las consecuencias sociales y económicas de sus saqueos y por un contexto global de crisis.
Dos personajes sintetizan el recorrido histórico de esa clase desde sus lejanos orígenes en la colonia hasta hoy: José Alfredo Martines de Hoz y Maurizio Macrì.
La familia Martinez de Hoz se instaló en Buenos Aires hacia fines del siglo XVIII y amasó una primera fortuna con el contrabando y el tráfico de esclavos, convertida luego en gran propietaria terrateniente (exterminio de pueblos originarios mediante) en 1866 el descendiente José Toribio Martinez de Hoz fundó en su casa la Sociedad Rural Argentina, bastión de la oligarquía, mucho tiempo después José Alfredo Martinez de Hoz encabezando negocios legales e ilegales muy diversificados fue en 1976 el cerebro civil de la dictadura militar dándole cobertura institucional a los negocios parasitarios dominantes como el dictado de la Ley de entidades financieras vigente hasta la actualidad. Los Martinez de Hoz representan el ciclo completo que va desde los orígenes coloniales pasando por la consolidación aristocrática-terrateniente hasta llegar a su transformación lumpenburguesa.
Por su parte Maurizio Macrì es el primogénito de un clan mafioso originario de Calabria, su abuelo Giorgio acumuló una importante fortuna en la Italia mussoliniana como contratista del estado en obras públicas (principalmente en la Abisinia ocupada por el ejército italiano), terminada la guerra fundó una fuerza política neofascista, pero acosado por los nuevos tiempos democráticos emigró a la Argentina seguido luego por sus hijos en 1949. Su primogénito Franco continuando la especialidad de su padre se convirtió al poco tiempo en empresario del sector de la construcción haciendo grandes negocios como contratista del estado y contrajo matrimonio en los años 1950 con Alicia Blanco Villegas perteneciente a una tradicional familia de terratenientes de la Provincia de Buenos Aires. El gran salto se produjo durante la última dictadura militar en estrecha relación con varios de sus jefes, fue el caso del Almirante Massera con quien compartió la pertenencia a la célebre logia mafiosa italiana P2. Siguiendo la línea sucesoria clásica, su primogénito Maurizio aparece, según lo explican diversos autores, como el heredero y jefe natural del clan familiar, el capobastone de la ’ndrina (si empleamos la terminología de la mafia calabresa: la ‘ndrangheta)[3]. Es un caso sin precedentes en la historia argentina y muy raro a nivel global el que un personaje de este tipo ocupe la presidencia de un país aunque esa aberración puede ser comprendida a partir de la degradación profunda de la burguesía argentina. Ya no se trata de políticos o militares vendidos a las mafias ni de oligarcas devenidos mafiosos sino de un mafioso convertido en Presidente.
Todo esto nos sirve para entender mejor la contrarrevolución en curso. Desde diciembre de 2015 se sucedieron vertiginosamente medidas como la hiperdevaluación del peso, la reduccción o anulación de impuestos a la exportación, la suba de tasas de interés y de tarífas de electricidad o la apertura importadora y la liberalización del mercado cambiario que aumentaron el ritmo inflacionario, contrajeron los salarios reales, achicaron el mercado interno, incrementaron el déficit fiscal, la desocupación y la fuga de capitales. Como es lógico las inversiones extranjeras anunciadas nunca llegaron mientras aumenta sin cesar la deuda pública externa. Todo lo anterior puede ser sintetizado como un gran saqueo concentrador de ingresos que van siendo sistemáticamente enviados al exterior, pillaje desenfrenado sostenido con deudas que en principio debería derivar tarde o temprano en una mega crisis al estilo de lo ocurrido en 2001.
El fenómeno no se reduce al plano económico extiende sus garras hacia el conjunto de la vida social, desde la destrucción sistemática de la educación pública, hasta la sinuosa reinstalación de la teoría de los dos demonios alivianando la carga del genocidio de la última dictadura (que según el gobierno macrista no sería tan grande) y el intento de ir reduciendo los derechos sindicales y de protesta, pasando por el gradual despliegue represivo y el bombardeo mediático convencional y a través de las redes sociales inflando formas subculturales fascistas. Visualizando su dinámica general y más allá de los discursos oficiales, el gobierno macrista apunta desde su instalación hacia la consolidación de una dictadura mafiosa, sistema autoritario de gobierno con rostro civil y apariencia constitucional, que viene avanzando en medio de desprolijidades y tanteos. La lógica del proceso es simple: el achicamiento del mercado local combinado con un mercado internacional enfriado que no permite auges exportadores empuja a las élites dominantes a acentuar la rapiña interna lo que plantea crecientes problemas de control del descontento popular. La intoxicación mediática resulta insuficiente, la base social del gobierno se va restringiendo, entonces el recurso a la represión directa con más o menos coberturas “legales” se va convirtiendo en un instrumento cada vez más importante.
El pantano y el laberinto
Dos imágenes, la del pantano y la del laberinto, facilitan la comprensión de la tragedia argentina.
Los primeros meses de 2017 marcan el empantanamiento del proceso, la impopularidad del gobierno asciende rápidamente, algunos círculos opositores señalan fracasos macristas como resultado de la torpeza del presidente, de su falta de inteligencia, sería más acertado verlos como las consecuencias del choque entre una mentalidad mafiosa simplificadora y audaz, muy eficaz en el mundo de los negocios turbios pero crecientemente ineficaz ante el despliegue de una sociedad compleja. Un amplio abanico de complicidades parlamentarias y sindicales, de no-oficialismos complacientes, posibilitó el avance arrollador de los primeros meses, pero la persistencia de la recesión y la multiplicación de perversidades gubernamentales fueron generando una oposición popular creciente. La realidad se presenta como un pantano que traba, dificulta la marcha de los depredadores cuyos delirios se hunden en el barro viscoso del territorio conquistado. La lógica del poder hace que las tentativas por salir de esa situación tienden a agravarla, la intoxicación mediática va perdiendo eficacia, las arbitrariedades judiciales y las represiones engendran su contrario: repudio popular. El gobierno va cambiando de aspecto, la memoria latente mafiosa-fascista de la ‘ndrina original, del mussoliniano abuelo Giorgio, convergiendo con los recuerdos de los magníficos negocios realizados en los tiempos de Massera y Videla, asoma desde el rostro crispado de Maurizio desplazando a la cara amable fabricada por los asesores de imagen. El sello autoritario convocante de minorías feroces aparece como la bandera de la contrarrevolución acosada.
De todos modos el actual sistema de poder no se apoya solo en sus propias fuerzas, cuenta con un aliado decisivo: la debilidad estratégica de sus víctimas enredadas en un laberinto que les ha impedido hasta ahora pasar a la ofensiva. Laberinto simbólico, psicológico, pero también construido con aparatos sindicales y represivos, instituciones degradadas, dinámicas económicas depresivas.
Como no recordar a los dirigentes opositores y a otros no tanto repitiendo desde los primeros días del proceso su deseo de que “al gobierno le vaya bien porque de ese modo al país también le irá bien” mientras el gobierno devaluaba, eliminaba retenciones a la exportación, subía las tasas de interés, liberaba importaciones, daba las primeras señales represivas. Como no tener presentes a esos mismos personajes insistiendo en que el de Macri es un gobierno legítimo, avalado por su origen electoral democrático y que por consiguiente debería disfrutar de gobernabilidad hasta el final legal de su mandato (fines de 2019) ignorando su llegada al poder a través una sucesión de manipulaciones mediáticas y judiciales que bien podría ser caracterizada como golpe blando y su desarrollo posterior como construcción zigzageante pero sistemática de un sistema dictatorial.
Nos encontramos ante el bloqueo ideológico de políticos que predican el sometimiento a “las instituciones” (mafiosas) y de jefes sindicales dedicados a enfriar las protestas sociales, empezando por la cúpula de la CGT, condenando a las bases populares a recorrer un embrollado laberinto regiminoso sin salida real. Tratan de convencernos de que ese laberinto tiene una puerta de salida y que un conjunto de sabios dirigentes ha podido localizar el hilo de Ariadna que permitirá superar la encerrona. Recomiendan aferrarse al mismo y recorrer mansamente pasadizos que atraviesan plazos electorales (y sus correspondientes intrigas politiqueras), decisiones arbitrarias de camarillas judiciales, avalanchas mediáticas y posibles diálogos con un poder autoritario. En realidad el laberinto no tiene salida, la única posibilidad emancipadora es destruirlo en los cerebros de las víctimas, en las calles, desplegando una amplia ofensiva popular, aplastando las fortalezas elitistas (mediáticas, judiciales, empresarias, políticas).
Lo que aparece con el fracaso económico de Macri: una recesión que puede derivar en la normalización de una “economía de baja intensidad”, de estancamiento tendencial prolongado (más allá de algunas expansiones anémicas), puede llegar a convertirse en la consolidación de una sociedad desintegrada, caótica, albergando vastas áreas sumergidas en la pobreza y la indigencia, gobernada por una cúpula mafiosa (con o sin el capobastone calabrés).
Si observamos el largo plazo constataremos que desde la formación de la Argentina moderna, hacia fines del siglo XIX, se ha perpetuado la reproducción, como componente imprescindible del subdesarrollo, de una clase dominante oligárquica que llega ahora finalmente a su nivel de degeneración extrema de articulación mafiosa navegando en los circuitos globales de negocios parasitarios. Ese recorrido histórico fue de tanto en tanto atravesado por tentativas democratizadoras que buscaban principalmente integrar al sistema a capas sociales excluidas. Pero una y otra vez el sistema las desbarató imponiendo su dinámica excluyente, lo han podido hacer porque esas oleadas populares nunca eliminaron los pilares esenciales de su dominación, apaciguadas, desviadas, engañadas por los mitos cambiantes del país burgués, sus pasadizos institucionales, seudopatrióticos o globalistas, dialoguistas o restauradores del orden.
En última instancia se trata del combate entre la creatividad del pueblo, reproducción ofensiva de identidad, desarrollo de luchas, enfrentada hoy a fuerzas tanáticas desatadas por una élite cuyo único horizonte es el saqueo.
[1] Ignazio Silone, “L’école des dictateurs”, Gallimard, Paris, 1981.
[2] Queda abierta la reflexión acerca del significado del golpe de estado de 1930.
[3] Recomiendo la lectura de:
– Rocco Carbone, “Andragathos”, Página 12, 24 de febrero de 2017, https://www.pagina12.com.ar/22055-andragathos
– “Antonio Macri, italian leader of the ‘Ndrangheta…”, https://www.revolvy.com/topic/Antonio Macrì&uid=157
– Horacio Verbitsky, “De Calabria al Plata. El presidente Maurizio Macrì y las mafias”, Página 12, 9 de abril de 2017, https://www.pagina12.com.ar/30709-de-calabria-al-plata