Por Eduardo Escobar
Se hizo llamar rey, aunque sabía que ser rey es como ser nada. Y su corte era de ranchos de paja.
Entre los monstruos de humanidad que hicieron la crónica de la conquista de América sobresale Lope de Aguirre, muerto en Barquisimeto en 1561 por sus hombres, hartos de su tiranía, tanto que después lo desmembraron, dieron su cuerpo a los perros, pusieron su cabeza en una jaula, y se ordenó derribar sus casas y sembrar de sal los lugares donde se había aposentado. Ni Francisco de Carvajal se compara en mala fama con el hiperactivo vasco.
Recorrió América a sangre y fuego cumpliendo el espíritu de su tiempo, dejando un tendal de muertos. Además, albergaba un extraño concepto de lo justo. Al apuñalar a su hija Elvira, engendrada en la americana Inés de Atienza, a quien debió adorar, le dijo que le evitaba el asco de compartir el lecho con hombres que no la merecían. Yo sospecho un hombre puro que también fue un canalla.
Las mejillas magras, la nariz enorme, los ojos duros como guijarros. Dicen que solo dormía a ratos, y de día, y siempre armado. Desconfiaba en los hombres porque se conocía. Y sin embargo confiaba en Dios, que los hizo.
El rey fue un adversario a la medida del orgullo que fue la honda conciencia de su infimidad. En una carta famosa le dice que para reclamar el señorío de las tierras ultramarinas primero debía mostrarle el testamento de Adán. Se declaró en rebeldía. Y en consecuencia no aceptaba que se rezara ante él, esos tiempos rezanderos. Creía que nuestras pobres oraciones no nos pueden asegurar la salvación. Ni nuestras malas obras el infierno. Con humildad ejemplar. Hubiera sido un buen franciscano. Pero oyó hablar de América. Y aquí vino.
Tal vez perteneció a una secta de alumbrados, o fue el último cátaro que cubría su fe de la inquisición alborotando la tierra. Imaginaba el cielo, igual que su contemporáneo Lutero, como un don otorgado por gracia, no por dar limosnas. Pero añadió un matiz aterrador a las doctrinas de la Reforma. Encarnó los grandes debates teológicos de su tiempo. Y se aferró con horrible lucidez a la filosofía que profesó. Debió estar involucrado en alguna fe atrabiliaria que circuló entre los muchachos de Guipúzcoa. No me sorprendería. Y tampoco me sorprende que Jesús acabara asando albigenses. Y Lutero justificando el antisemitismo nazi: Bach transfigurado en Wagner. Agustín extremado en Bakunin.
Su lema. La Tierra para el que más pueda, y el cielo para el que Dios quiera. Confiaba en Dios no desde el fondo de un alma que no le pertenecía, sino desde la carne levantisca y necesitada que le dio. No podía acatar al rey ultramarino como Lutero no aguantaba la tutela de Roma. Se hizo llamar rey, aunque sabía que ser rey es como ser nada. Y su corte era de ranchos de paja, de injurias, intrigas y niguas. Vivió sin ilusiones. Despreciaba el dolor, el propio y el ajeno. Era duro empeñándose. Y debió desdeñar también las efímeras posesiones terrestres, pues murió pobre. Y arriesgando el peor despojo, como dicen de Judas: el odio de la posteridad. Al final de su vida firmaba, el Peregrino. Sus cartas muestran un hombre cultivado.
Si fuéramos capaces de relativizar nuestra bondad nos aterraría menos. Y podríamos dedicarle una oración de vez en cuando antes de dormir ya que él no conoció el lujo de descansar. Algunos afirman que fue el chivo expiatorio de los crímenes de sus contemporáneos, frailes, conquistadores, funcionarios. Él hubiera desechado el honor. Se le agradece la maestría: el valor de nuestras obras siempre da cero ante el Gran Tribunal. No podemos mejorar el mundo. Ni empeorarlo por perversos que consigamos ser.
Se llamó Príncipe de la libertad. Bolívar lo llamó Precursor de la independencia americana. Desvelando al mismo tiempo la herencia de Caín, que lo cobijaba. Pero Aguirre se hubiera burlado del elogio. Su espíritu contumaz sigue vivo en nuestra historia. Su poderosa confusión.
El Tiempo, Bogotá.