Por Eduardo Sarmiento Palacio
Bogotá ha evolucionado entre los contrastes. Luego de varios años de avances sociales, está regresando a la prioridad del cemento y el embellecimiento. La ciudad carece de pesos y contrapesos que aseguren la continuidad de los proyectos y experiencias exitosas.
Durante mucho tiempo la Alcaldía de Bogotá actuó como una agencia de obras civiles del Gobierno central. El presupuesto distrital no llegaba a 3 % del PIB, el gasto social dependía de la transferencia regional y no cumplía con las mínimas necesidades de asistencia. El éxito de los alcaldes se medía en cemento y ladrillos. El regreso de Peñalosa obedece en buena medida a sus ejecutorias en la construcción de vías, en particular en el Transmilenio.
Las condiciones cambiaron drásticamente entre 2003 y 2015. En la administración de Lucho Garzón se realizaron estudios para evaluar el efecto de cambiar la prioridad de la infraestructura al gasto social y subsidios para los grupos menos favorecidos, y se halló que la transformación reduciría la pobreza en forma considerable. Aún más importante, se descubrió que el gasto social tiene un componente mucho mayor en el empleo que las obras civiles. Así, las administraciones se encontraron con una bonanza económica que les daba margen para una orientación importante del presupuesto al gasto social. La pobreza, que era de 30 % al principio del siglo, bajó a 10 %, mucho más que en el promedio nacional. Aún más diciente, el desempleo, que durante varios años estuvo por encima de 10 %, bajó a 8,5 %, el menor del país.
Bogotá es un buen caso de estudio. Los avances de los indicadores sociales no sólo son mejores que en el resto del país, sino que su experiencia fue imitada en muchas ciudades. El gasto social, que se demerita calificándolo de populista, se abrió camino como prioridad en la política pública. Los hechos se encargaron de demostrar que las soluciones sociales son más fáciles en la medida que el Estado está más cerca de los beneficiarios.
Peñalosa, sin reparar la historia reciente de la ciudad, de un tajo cambió las prioridades de desarrollo con la anuencia del Concejo. Su administración ha sido un monumental despliegue de propuestas faraónicas que no se compadecen con las necesidades de la ciudad y las condiciones de la economía y el presupuesto nacional. Los recursos provienen en buena medida de soluciones que generan ganancias desproporcionadas a los sectores más favorecidos y son rechazadas por la ciudadanía, como las enajenaciones de los activos de la EEB y la ETB por debajo de su valor. Para completar, está empeñado en una expansión horizontal que propicia la urbanización en los humedales y se basa en el sistema de transporte superficial que carece de economías de escala. En lugar del metro subterráneo financiado en 70 % por el Gobierno Nacional con vigencias futuras, se optó por un metro aéreo combinado de transmilenios paralelos que tiene elevados costos y no dispone de estudios de suelos y detalle acabados. Todo esto se refleja en una carga financiera que excede las posibilidades de la ciudad y precipitó la caída del presupuesto social de 80 % a 55 %.
Los bajos índices de popularidad del alcalde no son una ficción; aparecen en las cifras del DANE. La pobreza medida en términos monetarios y necesidades básicas subió en 2016 con respecto al 2015. Aún más lamentable, el desempleo aumentó en el último año de 8,5 a 10,6 %.
El Plan de Desarrollo distrital falla porque le concede prioridad excesiva a la construcción de vías con respecto a las necesidades básicas de la ciudadanía. Lo menos que puede hacer el alcalde para superar los niveles de popularidad es recortar la inversión en vías, restituir el porcentaje de gasto social, mejorar la eficacia de la salud y suspender la entrega de los activos de la EEB y la ETB.
El Espectador, Bogotá.