Por James Petras
Una de las principales consecuencias de la presidencia de Donald Trump son las revelaciones que muestran las complejas fuerzas y relaciones que compiten en el mantenimiento y la expansión del poder global de Estados Unidos (el “imperio”).
Cuando se habla habitualmente del “imperio” no se es consciente de las interrelaciones y los conflictos existentes entre las instituciones encargadas de proyectar los distintos aspectos del poder político de EE.UU.
En este artículo analizaré las actuales divisiones de poder, los intereses y la dirección de las configuraciones de influencias en litigio.
Las fuerzas contrapuestas en la construcción del imperio
“Imperio” es un concepto muy engañoso en tanto que se supone que hace referencia a un conjunto de instituciones homogéneas, coherentes y cohesionadas que persiguen intereses similares. Lo cierto es que “imperio” es un término general simplista, que engloba un área enorme disputada por instituciones, personalidades y centros de poder, algunos aliados y otros cada vez más enfrentados.
Aunque hablar de “imperio” puede dar a entender que todos persiguen el objetivo general común de dominar y explotar los países, regiones, mercados, recursos y mano de obra elegidos, las dinámicas involucradas (la elección del momento oportuno y el foco de la acción) se ven determinadas por fuerzas contrapuestas.
En la coyuntura actual, las fuerzas contrapuestas han dado un giro absoluto: una de las configuraciones intenta usurpar el poder y derrocar a la otra. Por ahora, la primera de ellas ha recurrido a mecanismos judiciales, mediáticos y a procedimientos legislativos para modificar determinadas políticas. No obstante, bajo la superficie, la meta es destituir al enemigo en el cargo e imponer un poder rival.
Quién gobierna “el imperio”
Últimamente, es la autoridad ejecutiva quien gobierna los imperios. Puede tratarse de primeros ministros, presidentes, autócratas, dictadores, generales o una combinación de estos. En su mayor parte, los jefes del imperio se dedican a “legislar” y a “ejecutar” políticas estratégicas y tácticas. Cuando se produce una crisis, la autoridad ejecutiva puede ser cuestionada por el poder legislativo o judicial que se le opone y dicho proceso puede concluir con una destitución (un golpe de Estado blando).
Por lo general, las autoridades ejecutivas centralizan y concentran el poder, aunque puedan consultar, evadir o engañar a los principales legisladores o funcionarios judiciales. En ningún momento los votantes tienen nada que decir.
El poder ejecutivo se ejerce mediante ministerios o secretarías especializados: el Tesoro, Asuntos Exteriores (o Secretaría de Estado), Interior, así como las distintas agencias de seguridad. En la mayor parte de los casos, las diversas agencias compiten en mayor o menor medida por el presupuesto, los programas propuestos y el acceso a quienes ejercen el poder ejecutivo y toman las principales decisiones.
En tiempos de crisis, cuando el liderazgo ejecutivo entra en cuestión, esta jerarquía vertical se desmorona. Entonces surge la cuestión de quién gobernará y dictará la política imperial.
Con el ascenso de Donald Trump a la presidencia estadounidense, el gobierno imperial se ha convertido en un campo de batalla muy disputado, en el que compiten inflexibles aspirantes con la intención de derrocar al régimen democráticamente elegido.
Aunque sean los presidentes quienes gobiernen, en la actualidad toda la estructura del Estado está escindida en centros de poder antagónicos. En estos momentos todos aquellos que pretenden el poder están en guerra para conseguir estar al mando del imperio.
En primer lugar, el estratégico aparato de seguridad ya no está bajo control del presidente, sino que actúa en coordinación con los insurgentes centros de poder del Congreso, los medios de comunicación de masa adversos y las configuraciones de poder extragubernamental de los oligarcas (empresas, comerciantes, fabricantes de armas, sionistas y lobbies que defienden intereses específicos).
Algunos sectores del aparato del Estado y de la burocracia se dedican a investigar al ejecutivo, filtrando sin reservas informes perjudiciales a los medios, distorsionando, fabricando o magnificando incidentes. Están públicamente empeñados en un camino cuya meta es el cambio de régimen.
El FBI, la Seguridad Nacional, la CIA y otras configuraciones de poder están actuando como aliados fundamentales de los golpistas que buscan minar el control presidencial sobre el imperio. No hay duda de que múltiples facciones de las autoridades regionales están a la espera, observando con nerviosismo si el presidente cae derrotado a manos de estas configuraciones de poder rivales o sobrevive y purga a sus actuales directores.
Dentro del Pentágono podemos encontrar a los dos tipos de elementos, los que están a favor del poder presidencial y los que se le oponen. Algunos generales en activo se han aliado a los principales promotores del cambio de régimen, mientras que otros se oponen al mismo. Ambas fuerzas contendientes influyen en las políticas militares imperiales.
Los más visibles y agresivos promotores del cambio de régimen se encuentran dentro del ala militarista del Partido Demócrata. Están integrados en el Congreso y en alianza con los militaristas del Estado policial dentro y fuera de Washington.
Los golpistas han iniciado una serie de “investigaciones” aprovechando su presencia en las instituciones, para generar propaganda destinada a los medios de comunicación de masas y preparar a la opinión pública para que favorezca o al menos acepte un “cambio de régimen” extraordinario.
El complejo de congresistas y medios de comunicación del Partido Demócrata aprovecha la divulgación de determinados secretos de las agencias de seguridad de dudoso valor, incluyendo cotilleos obscenos, que pueden ser muy relevantes para el derrocamiento del régimen actual.
La autoridad imperial presidencial se ha escindido en fragmentos de influencia entre el aparato legislativo, el de seguridad y el Pentágono.
El poder presidencial depende del gabinete ministerial y de sus aparatos en su lucha implacable por el poder imperial, polarizando con ello el sistema político al completo.
El presidente contraataca
El régimen de Trump tiene muchos enemigos estratégicos y pocos defensores poderosos. Sus consejeros se encuentran sometidos a un continuo ataque: algunos han sido expulsados, otros están siendo investigados y tendrán que declarar a causa de escuchas de corte macarthiano y, por último, están los incompetentes y de segundo orden cuya principal virtud es la lealtad. Los ministros de su gabinete han intentado poner en marcha el programa defendido por su presidente, incluyendo la derogación de la desastrosa ley de Cuidados Asequibles de la Salud de Obama y la reducción de los sistemas regulatorios federales, todo ello con poco éxito, a pesar de que estos programas cuentan con el firme respaldo de los banqueros de Wall Street y los grandes grupos farmacéuticos.
Las pretensiones napoleónicas del presidente han sido sistemáticamente minadas por el constante menosprecio de los medios de comunicación de masas y la ausencia de apoyo de los ciudadanos de a pie una vez pasadas las elecciones.
El presidente carece de una base mediática que le apoye y tiene que echar mano de Internet y de mensajes personales al público, los cuales son inmediatamente criticados por los medios.
Los principales aliados del presidente se encuentran dentro del Partido Republicano, en mayoría en ambas cámaras, Senado y Congreso. Pero estos legisladores no actúan como un bloque homogéneo, pues los ultramilitaristas se unen a los demócratas para intentar su destitución.
Desde una perspectiva estratégica, todo señala un debilitamiento de la autoridad del presidente, a pesar de que su tenacidad de buldog le permita retener el control de la política exterior.
Pero sus declaraciones en esta materia se ven filtradas por unos medios de comunicación hostiles, que han conseguido definir a sus aliados y a sus adversarios, así como los fallos de algunas de sus decisiones.
La hora de la verdad llegará en septiembre
La mayor prueba de poder se centrará en el aumento del techo de gasto público y la continuación del presupuesto de todo el gobierno federal. Si no logra un acuerdo se producirá una suspensión general de la actividad gubernamental –incluyendo una especie de “huelga general” que paralizará programas esenciales internos y externos– incluidas la financiación de Medicare, el pago de las pensiones de la Seguridad Social y de los salarios de millones de empleados del gobierno y de las fuerzas armadas.
Las fuerzas favorables al “cambio de régimen” (los golpistas) han decidido jugárselo todo con el fin de conseguir la capitulación programática del régimen de Trump o su destitución.
La élite presidencial que detenta el poder puede escoger la opción de gobernar por decreto, basándose en la subsiguiente crisis económica. Puede capitalizar el alboroto que supondría el colapso de Wall Street y pretender una inminente amenaza a la seguridad nacional en nuestras fronteras y nuestras bases del extranjero para declarar una emergencia militar. Si no cuenta con el apoyo de los servicios de inteligencia, su éxito es bastante dudoso.
Pero ambas partes se culparán del creciente fracaso. Los recursos temporales del Tesoro no salvarán la situación. Los medios de comunicación entrarán en una dinámica histérica que oscilará entre la crítica política y la exigencia de un cambio de régimen. En ese momento, el régimen presidencial puede asumir poderes dictatoriales para “salvar al país”.
Los congresistas moderados propondrán una solución provisional: un goteo de fondos federales semana a semana.
Pero los golpistas y los “bonapartistas” bloquearán cualquier “compromiso podrido”. Se producirá una movilización del ejército y de los aparatos de seguridad y judicial que dictará los resultados.
Las organizaciones de la sociedad civil acudirán a los poderes emergentes para que defiendan sus intereses concretos. Cuando los pensionistas y los maestros se queden sin financiación, empleados públicos y privados saldrán a las calles a manifestarse. Los representantes de los grupos de presión, desde los favorables a los intereses de las empresas petroleras y gasísticas hasta los defensores de Israel, exigirán su propio tratamiento prioritario.
La configuración del poder demostrará su fuerza y los cimientos de las instituciones del Congreso, el Senado y la Presidencia se tambalearán.
Visto por el lado positivo, el caos interno y las divisiones institucionales apaciguarán de momento la creciente amenaza de nuevas guerras en el extranjero. El mundo respirará aliviado. No así el mundo del mercado de valores: el dólar y los especuladores se desmoronarán.
La disputa y las indecisiones sobre quién gobierna el imperio permitirá que las potencias regionales efectúen reclamaciones sobre las regiones en litigio. La Unión Europea, Japón, Arabia Saudí e Israel competirán con Rusia, Irán y China. Ninguno de ellos va a esperar a que Estados Unidos decida cuál de sus centros de poder debe mandar.
Traducido del inglés para Rebelión.org por Paco Muñoz de Bustillo.
Rebelión.org.