febrero 6, 2025 7:59 pm
Los nuevos hechiceros: materiales para un humanismo popular

Los nuevos hechiceros: materiales para un humanismo popular

Por Luciana Cadahia

De un tiempo a esta parte asistimos a dos fenómenos que parecen ir en direcciones opuestas: el famoso “fin del ciclo progresista” en América y el auge de los populismos en Europa y Estados Unidos. En el primer caso muchos asumen este final como una vuelta a la “normalidad” de la política; a partir del supuesto de que los ciudadanos latinoamericanos se habrían cansado de tantas pasiones políticas, ahora preferirían otros tipos de liderazgos que apuntasen a una reconciliación pacífica de la sociedad consigo misma. Por citar algunos ejemplos, esto es lo que se podría inferir de perfiles tan diversos como puede ser el de Enrique Peñalosa, alcalde de Bogotá, Mauricio Rodas en la ciudad de Quito, o Peña Nieto y Macri en México y Argentina respectivamente. No hace falta mucho análisis del discurso para descubrir que el perfil de cada uno de estos gobernantes se construye en oposición a los políticos populistas. Y uno de los rasgos comunes que comparten es el intento de cortocircuitar los afectos, esto es, hacer de su figura la encarnación de la desafección política, entendida como una especie de progreso civilizatorio en sus países.

Resulta curioso que, en paralelo a este fenómeno de las sociedades latinoamericanas, Estados Unidos y Europa se encaminarían a un fenómeno inverso donde los afectos tienen un lugar preponderante. El colapso de la socialdemocracia en Europa ha suscitado todo tipo de pasiones políticas y los pueblos parecen exigirle a sus políticos más compromiso con sus “verdaderas necesidades”. En el caso de Estados Unidos, el auge de Trump viene dado por ese simulacro de parresia que atraviesa todas las demandas que expone. Es esa sensación de decir verdadero lo que permite a los sectores más vulnerables de la sociedad norteamericana identificarse con sus palabras. Mientras las pasiones políticas suscitadas durante esta década en América Latina son leídas como sinónimo de demagogia y engaño, la desafección política de los países “desarrollados” se experimenta como un signo de cinismo por parte de sus gobernantes y de un alejamiento de las “verdaderas” necesidades de sus pueblos.

Ahora bien, estos dos puntos de vista “opuestos” acerca de cómo encauzar el nuevo escenario de crisis mundial comparten un mismo juego de representación que consiste en naturalizar las desigualdades sociales. Quizá lo sucedido con el brexit en el Reino Unido sea el mejor ejemplo de lo que trato de exponer aquí. Podría pensarse que la salida de este país de la Unión Europea ha sido el resultado de una ciudadanía confundida y un conjunto de populistas exacerbados que supieron leer la coyuntura. En cierta medida esta lectura genera la creencia de que los resultados han sorprendido a todo el arco político del Reino Unido, como si un populismo impensado hubiera emergido del pueblo inglés. Pero si prestamos atención al modo en que Boris Johnson y Nigel Farage –principales agitadores del brexit– fueron instrumentalizados en última instancia por el Partido Conservador británico, se evidencia una jugada magistral de la vieja derecha inglesa para hacer frente a las nuevas exigencias del capitalismo. Es la postura liberal de la agonizante socialdemocracia europea la que vio con asombro los resultados del brexit, pero no así la vieja élite inglesa que busca asumir un papel dentro del nuevo escenario económico mundial. Si hay que darle la estocada final a los usos y costumbres de un liberalismo que ya no sabía mostrar ningún rostro amable, ellos están dispuestos a hacerlo. A su vez, la postura liberal asume con desprecio la decisión tomada por el pueblo inglés. Ahora bien, ¿no es ese mismo desprecio hacia el pueblo lo que nos ha llevado a esta situación? Tanto Johnson como Farage han tenido la habilidad para interpelar a los sectores más populares y devolverles –aunque sea de manera ficticia y xenófoba– un sentimiento de dignidad y la posibilidad de verse reconocidos por los políticos. ¿No hay un lugar de verdad en el pronunciamiento del pueblo inglés ante la dramática situación de marginación social que vive cotidianamente? Lo cierto es que el resultado del brexit terminará acrecentando la desigualdad social y golpeará a los sectores populares que defendieron la medida. Salvando las distancias, pareciera operar un mecanismo similar en las últimas elecciones argentinas. Las mismas clases medias que decidieron dar un paso hacia “la revolución de la alegría” ahora observan con gran desconcierto cómo se van deteriorando sus condiciones materiales de existencia. Y es muy probable que si triunfa Trump en Estados Unidos suceda algo similar.

En un registro diferente, en España observamos las dificultades que tienen las nuevas fuerzas políticas para que la gente deje de votar al partido conservador que se encuentra en el gobierno. Hace poco estuvo circulando en las redes un vídeo donde una señora mayor era capaz de escandalizarse por el fenómeno de los desahucios en España a la vez que anunciaba su apoyo incondicional al PP en las próximas elecciones. Aunque el humor social parezca inclinarse por orientaciones políticas opuestas –una inclinación hacia la postpolítica en América Latina, un acercamiento al populismo en Europa, la búsqueda de un cambio radical ante un escenario económico de crisis, la convicción de que ese escenario desolador es menos malo que una experiencia nueva, etc.–, lo cierto es que se experimenta un efecto común a toda esta diversidad de fenómenos: la inclinación colectiva hacia aquellas fuerzas políticas que acrecentarán las diferencias de clase. Observamos así con cierta perplejidad e impotencia cómo la gente se siente más seducida por lo que causará su propia ruina. A pesar de la claridad del diagnóstico hay grandes dificultades para revertir esta situación, puesto que el juego de las representaciones políticas parece estar dictado por un sentido común que no podemos desarticular. Y la forma de operar este sentido común nos recuerda a esa famosa conversación de El Gatopardo en la que el Príncipe de Salina, ante la inminente decadencia de la aristocracia borbónica de las Dos Sicilias, exhorta a su sobrino para que no se sume a las milicias rebeldes de Garibaldi, a lo que éste le responde: “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”. Según se mire, es algo muy parecido a lo que escribió en su día Benjamin a propósito de la moda, entendida como el eterno retorno de lo nuevo bajo la forma de lo de siempre. ¿Y no es esta idea de “cambio” la que parece resonar una y otra vez en cada uno de los escenarios políticos antes descritos? Es como si este escenario confuso y multifacético tuviera la finalidad de controlar nuevamente las energías colectivas hasta convertirlas en el nuevo respirador artificial del capitalismo.

Tanto es así que incluso vemos asistir al nacimiento de algo que nos parecía impensable: grupos históricamente excluidos, como pueden ser los ecologistas, transexuales, gays, lesbianas, etc., saliendo públicamente a defender el voto republicano en los Estados Unidos. Este nuevo fenómeno que se agrupa bajo la bandera de los “libertarios culturales” o “Alt-Right” (derecha alternativa) está librando una batalla pública y cultural contra los “guerreros de la justicia social” en el único terreno donde, según ellos, realmente valdría la pena: en el terreno del autoritarismo. Pero en este caso el autoritarismo no estaría siendo ejercido por los clásicos grupos opresores sino por sus víctimas: los oprimidos. Según ellos, gracias a académicos, artistas y variados referentes de la cultura, las luchas de los oprimidos se habrían transformado en una caza de brujas que se vuelve contra sus supuestos opresores. El lema de este colectivo es que cada uno pueda decir lo que piensa, incluso si esto se vuelve ofensivo y políticamente incorrecto. De alguna manera, llevan el discurso de la diversidad y la diferencia a sus propios límites, puesto que una verdadera sociedad de la diferencia sería aquella que naturaliza el discurso de su propio adversario. Según algunos de sus mayores referentes, como pueden ser la hipermediática transexual Caitlyn Jenner o el activista gay Milo Yiannopoulos, habría en el interior de los movimientos feministas, LGTBI, étnicos o ecologistas una especie de policía moral autoritaria que se aprovecharía de sus privilegios para oprimir a los que no piensan como ellos. Estos nuevos rebeldes, por tanto, buscan emanciparse de ese autoritarismo moral y dar rienda suelta a cualquier tipo de pensamientos, incluso los más hostiles. Cuando uno se acerca a sus textos más emblemáticos se descubre un misterioso pastiche donde una cosa y su contrario es expresada en un mismo párrafo. Así, asistimos a una prosa bélica y pacifista, teológica y atea, xenófoba e igualitaria, nihilista y voluntarista, identitaria y aperturista, entre otras antinomias del pensamiento. Pero la única antinomia que no vemos operar allí, la que hábilmente se oculta debajo de ese océano de paradojas expresadas con jerga libertaria, es la categoría de clase. Es decir, si prestamos atención a la letra chica de estas expresiones aparentemente caóticas descubrimos una unilateralidad que apunta a naturalizar las desigualdades sociales y el sistema de privilegio de clases. Ese es el único aspecto que no está en discusión y que opera como aquel impensado que viene a estructurar todo el discurso. Una gran exclusión bajo la forma de que todo es susceptible de ser dicho. Y es justamente esta idea de cierre del discurso sobre sí lo que se convierte en un modo sofisticado de fascismo expresado bajo la forma de su otro. Como si esta versión deformada y abigarrada de los estudios culturales hubiera encontrado la manera de convertir la cultura de la diferencia en una perpetuación de las diferencias económicas.

Así, el éthos de las formas culturales históricamente excluidas queda al servicio del capitalismo financiero y la naturalización de las desigualdades sociales. Y como no podía ser de otro modo en los tiempos que corren, esta nueva forma de fascismo sofisticado genera adhesiones en las clases medias y bajas de los Estados Unidos. Otra vez, el deseo de la gente apuntando contra la gente. Este cortocircuito discursivo nos recuerda a lo que sostuvo Macri en su campaña para ganar las elecciones en Argentina, cuando prometía una continuidad de los logros del kirchnerismo mediante una ruptura radical con el mismo. ¿Y no sucede otro tanto en el discurso de Albert Rivera de Ciudadanos cuando se muestra como una alternativa que continuaría la matriz económica del PP?

En todos estos casos es como si la forma del cortocircuito lograse tener mayor poder de persuasión que los esfuerzos pedagógicos por explicar racionalmente las aporías de estos discursos. De esta manera, asistimos no tanto a un sentido común compartido como a la construcción de una misma forma del sentido común, a pesar de sus diferentes e incluso contradictorios contenidos. Esta homogeneización del sentido común es el resultado de una construcción histórica y responde a las formas de sensibilidad que nos damos a nosotros mismos. Y estas formas de la sensibilidad son el resultado de una compleja dialéctica entre el sentido común y la disposición hacia eso que se nos presenta como dado. Es muy habitual decir que los sujetos se encuentran manipulados por los medios de comunicación y que como tal asumen una actitud pasiva ante ese sentido común construido. Pero lo cierto es que tiene que existir una disposición que engendra un deseo hacia esos contenidos. Posiblemente sea necesario prestar más atención a esas disposiciones, a los modos de darse colectiva e individualmente las formas de su transformación. Esta preocupación acerca del papel que cumple el sentido común en la propuesta de proyectos hegemónicos, ya sean conservadores o emancipadores ha puesto otra vez en debate las tesis ofrecidas por el pensador italiano Antonio Gramsci y sus lúcidas lecturas sobre la batalla cultural, la construcción del sentido común y la posibilidad de poner en marcha proyectos hegemónicos emancipadores. Sin embargo, hemos olvidado a otro italiano que, por la misma época, pensaba cuestiones similares a las elaboradas por Gramsci. Se trata de Ernesto de Martino que, entre sus múltiples intereses y competencias, llevó a cabo agudas investigaciones sobre la cultura popular del sur de Italia. Si bien los textos de Gramsci fueron elaborados con anterioridad, El mundo mágico de De Martino ve la luz por los mismos años que los Cuadernos de la cárcel. A pesar de que la prematura muerte de Gramsci impidió un fluido intercambio de ideas entre ambos, De Martino elaboró una serie de reflexiones a partir de las coincidencias halladas con Gramsci. Sin embargo, hay un punto de distanciamiento entre ambos que resulta importante tomar en consideración. En “Observaciones sobre el folclore”, Tomo 6 de los Cuadernos de la cárcel, Gramsci nos dice que en la cultura popular conviven de manera confusa fuerzas contradictorias, tanto conservadoras como emancipadoras, y que es tarea del intelectual no sólo saber distinguir unas de otras, sino ayudar a los sectores populares a preferir aquellas que los orienten hacia la emancipación. Como todos sabemos, Gramsci tiene el mérito de tomarse en serio la cultura popular de su época y otorgarle una dignidad que los estudios del marxismo más positivista habían desestimado. El folclore dejaba de ser visto como aquellos aspectos pintorescos y anecdóticos de un pueblo, para convertirse en la forma viviente de la cultura de un pueblo. Gramsci nos advierte que despreciar o destruir la cultura popular –como muchas veces se hace desde el marxismo o desde cierta teoría crítica– sin ofrecer nada a cambio es un error que los intelectuales de izquierda no se pueden permitir y que expresa “la necesidad de nuevas creencias populares, de un sentido común y, por consiguiente, de una nueva cultura y una nueva filosofía que arraiguen en la conciencia popular con la misma solidez e imperatividad que las creencias tradicionales” (Gramsci, 1971, 129). No obstante, nos dirá Gramsci, allí conviven todo tipo de fuerzas contradictorias que muchas veces hacen de la cultura popular un sistema disgregado, caótico y acrítico. Por eso, “habría que distinguir diferentes estratos: aquellos fosilizados que reflejan condiciones de vida pasada y por tanto conservadores y reaccionarios, y aquellos que son una serie de innovaciones, a menudo creativas y progresivas”. (2000, 204-206) Como sugiere Carles Feixa (2008), en su recopilación de ensayos sobre De Martino, sorprende descubrir que antes de que se publicase las “Observaciones…”, De Martino ya hubiera elaborado una reflexión muy similar a la de Gramsci al decir que “en la fase del ingreso en la historia del mundo popular subalterno etnología y folclore tienen que contribuir a dicho ingreso, identificando los elementos arcaicos, sin retorno posible, y los elementos progresivos, que aluden al futuro, de modo que la acción práctico-política pueda […] dar un significado nuevo, progresivo, a los elementos arcaicos. (2008, 31).

Así como Gramsci se esfuerza por mostrarnos que en la cultura popular conviven tanto fuerzas conservadoras y reaccionarias como creativas y progresivas, De Martino se referirá a esta tensión en los términos de fuerzas arcaicas y progresivas. En el caso de Gramsci, “conocer el folclore significa […] conocer qué otras concepciones del mundo y de la vida operan de hecho en la formación intelectual y moral de las generaciones más jóvenes para extirparlas y sustituirlas por concepciones que se consideran superiores” (2000, 205). Es decir, la cultura popular aparece como algo que tiene que ser superado con ayuda de los intelectuales, puesto que el folklore estaría compuesto por una “concepción del mundo no sólo no elaborada y sistemática, porque el pueblo […] por definición no puede tener concepciones elaboradas, sistemáticas y políticamente organizadas y centralizadas en su desarrollo […] que además debe hablarse de un conglomerado indigesto de fragmentos de todas las concepciones del mundo y de la vida que se han sucedido en la historia” (2000, 203-204).

Por tanto, su lectura peyorativa divide el campo entre dos formas de producción de la cultura y hace del pueblo un lugar pasivo y oscuro a la espera de una “vanguardia intelectual”. Una vanguardia que si bien necesita adentrarse en las “formas de sentir” popular, no deja de ubicar a esta en una especie de exterioridad, como si el intento de construir vínculos afectivos con lo popular tuviera la finalidad de extirpar ese resto premoderno. Esta concepción espontaneísta del folclore nos permite apreciar que quizá en la propuesta de Gramsci todavía persiste un resto de la teleología marxista, al considerar una cierta idea de progreso al interior de la cultura popular, una especie de punto de vista evolucionista, en el que la emancipación supondría algo así como el abandono del folclore por una cultura más elevada. Pero esta distancia con Gramsci no apunta tanto a la aceptación del polo contrario: la cultura popular como el lugar puro de la emancipación, puesto que de proceder así estaríamos pasando de una unilateralidad a otra, de una lectura peyorativa a un purismo egoísta que puede observarse hoy en los “intelectuales indigenistas de América Latina”. Entendido como la búsqueda burguesa por encontrar un consuelo metafísico, un retorno al origen como lugar incontaminado que, a fin de cuentas, se vuelve una forma sofisticada de pensamiento inmunitario. La pregunta es si acaso no podría pensarse este acercamiento hacia lo popular de manera “contaminada”. En este sentido, De Martino nos ofrece un punto de vista diferente al que podríamos llamar dialéctico, es decir, una forma de aproximación al problema donde no se trata tanto de separar lo “nuevo” de lo “viejo”, lo “conservador” de lo “creativo”, sino de insertarse en el interior de las fuerzas contradictorias de lo arcaico, prestando mucha atención a cómo éstas habitan lo popular y engendran sus vínculos históricos. Hacer de lo arcaico una forma progresiva y convertir lo progresivo en un modo de expresión de lo arcaico. Es decir, observar cuáles serían esas imágenes populares de lo arcaico y darles un uso distinto. Si bien el pueblo no es algo dado sino a construir, con De Martino podemos decir que también existe toda una serie de supervivencias históricas que operan de manera impensada en nuestras “disposiciones espontáneas” hacia las cosas. Pues bien, De Martino nos invita a pensar en qué medida una aproximación dialéctica a lo arcaico, lo conservador, o incluso lo reaccionario, nos pueden dar las claves para entender que nuestras formas de la sensibilidad tienen una historia y que no cesan de manifestarse de manera inmediata en nuestra disposición hacia el mundo. Incluso De Martino, en su ensayo Gramsci e il folklore, nos advierte sobre su distancia con el sardo, puesto que éste no alcanzó a apreciar que las fuerzas populares tienen su propia historia. A diferencia de Gramsci, para quien las fuerzas populares no dejaban de ser una especie de caos abigarrado y atravesado por un espontaneísmo contradictorio, De Martino se interesó por estudiar las lógicas que articulaban a estas fuerzas, dado que solamente así encontraría la forma de intervenir sobre ellas. Pero habría algo más en De Martino, y es que estudiando estas formas de lo arcaico las descubrimos habitando en nosotros. Es decir, se disuelve el punto de vista por el cual habría algo así como una “vanguardia intelectual” y un “pueblo abigarrado”. Nosotros devenimos pueblo y es allí donde me parece que está la clave que lo diferencia de Gramsci. Por eso llegará a decir que su “interés teórico de comprender lo primitivo nacía de mi [su] interés práctico de participar en su liberación real” (De Martino, 2008, 103). Transformar nuestras formas sensibles requiere un trabajo material con lo arcaico, puesto que la apertura “a esa propiedad histórica por lo arcaico” será “la mejor profilaxis contra la idolatría antihistórica de los arcaísmos” (De Martino, 2004, 63). Esta necesidad de trabajar lo arcaico se observa con mayor claridad en sus investigaciones sobre la historia de la magia.

En su obra El mundo mágico, De Martino recupera una serie de investigaciones antropológicas sobre la crisis de la presencia sufrida por varias culturas indígenas en diferentes regiones del mundo, consistente en la predisposición que algunas comunidades indígenas experimentan para abandonar la unidad de la persona y anular la división entre individuo y mundo. Los indígenas entran en un estado de indeterminación e indistinción en los que su yo se mimetiza con los espacios que habitan. En otras ocasiones, la relación mimética tiene lugar con otro miembro de la comunidad y el individuo reproduce de manera involuntaria los gestos que la otra persona lleva a cabo. Esta pérdida de la presencia en el mundo es vivida de manera paradójica como un temor y como una posibilidad. Según De Martino, por lo general se ha prestado atención dentro del drama mágico solamente a la dimensión de la pérdida de la presencia y, por el contrario, poco se ha dicho de las estrategias elaboradas para su recuperación. En este sentido, la magia funciona como un mecanismo para lidiar con esta fragilidad y recuperar la presencia tanto del yo como del mundo. La figura del hechicero, “el Cristo mágico” –como lo llama De Martino–, es el héroe de la presencia que tiene habilidades para jugar con ambos polos del drama mágico: pérdida y recuperación. Las comunidades diseñan rituales mágicos para negociar su ser en el mundo y reconocen que su presencia en él es el resultado de un arduo trabajo. Y la fragilidad de su situación les ayuda a comprender el éthos de su presencia. La creación de formas culturales no aparecen en estas comunidades como simples objetos a consumir, sino como estrategias pedagógicas para lidiar con esta fragilidad en el mundo, puesto que “a través de este compromiso paradójico –pérdida y recuperación de la presencia–, y en virtud de su relación resultante, se torna posible una verdadera pedagogía del ser en el mundo como presencia” (Ibid., 144).

Al estudiar cómo el pensamiento mágico funciona en algunas culturas, De Martino pone en evidencia las huellas de éste en el corazón del pensamiento occidental y asume que la tradición positivizada de nuestra cultura da por sentado la presencia en el mundo y naturaliza aquello que ha sido el resultado de un largo trabajo. Pero también habría otro peligro, el de aquellos que entendiendo la complejidad del asunto se adentran en una fascinación por la pérdida de la presencia, quedando atrapados en la experiencia de su crisis. Si la fascinación por la pérdida de la presencia se vuelve un juego peligroso, la negación de su fragilidad también. Según De Martino, Hegel ha sido uno de los primeros pensadores occidentales en darse cuenta de este drama mágico y Heidegger nos habría advertido sobre la ilusión de nuestro triunfo. A pesar de las valiosas críticas a la metafísica de la presencia, la deriva de Heidegger no convence a De Martino y nosotros podríamos hacerla extensiva a Derrida y su psicótica máquina deconstructiva girando en el vacío del sentido. Podríamos decir que para De Martino el histórico juego dialéctico del sujeto y el objeto es la forma en que la cultura occidental ha llegado a pensar la fragilidad de la presencia en el mundo. ¿Y no sería el pensamiento dialéctico una de las pocas supervivencias del drama mágico, comprendido a partir de la experiencia de lo negativo? El drama de la dialéctica viene dado por el polo de la negatividad radical –pérdida de la presencia– y el polo de la positivización del mundo –recuperación de la presencia. Pero habría algo más, la pérdida de la presencia no es el lugar originario al que todos retornamos –lo cual sería un modo positivizado de pensar la negatividad–, sino la disolución de lo positivo dado previamente y la experiencia de una sustracción. De alguna manera, la negatividad radical viene a ser esa sustracción a partir de la cual configuramos un mundo simbólico colectivo. Y nuestro “Cristo mágico” sería el “significante amo”. Por otra parte, en sus últimos textos, De Martino conectará sus investigaciones sobre la crisis de la presencia en las culturas indígenas y las empleará para pensar, desde la tradición marxista, las sociedades contemporáneas. Al respecto, pondrá en evidencia que la crisis de la presencia no solo supone la posibilidad de la pérdida del sujeto sino también la pérdida del mundo. Y que el capitalismo está travesado por este drama mágico constitutivo. Es interesante observar que el colectivo Tiqqun retoma los planteamientos elaborados por De Martino y los hace extensivos a los rituales mágicos del capitalismo. Por lo que se pregunta cuáles son las posibilidades de la izquierda para competir con el capitalismo en el terreno de la magia. Pero para ello es necesario detectar un punto clave que Marx pasó inadvertido, puesto que éste “se niega a comprender lo que el fetichismo pone en juego […] y hace como si esto, lo que tiene que ver con la experiencia sensible, no formara parte en absoluto de ese famoso carácter fetichista […] Marx, que pretende explicar la necesidad de todo, no comprende la necesidad de esta ilusión mítica, su anclaje en el vacilar de la presencia y en el repliegue de ésta” (Tiqqun, 2008, 76-77).

El engaño de la tradición crítica del marxismo estaría en creer que, al descubrir el mecanismo del encantamiento, éste pierde sus efectos en el ámbito de lo real. Pero lo cierto es que el fetichismo de la mercancía es una manera de negociar con la presencia, a través de un chantaje mágico social que se hace cargo de los deseos de los individuos. Esta forma de fetichismo se juega en el vacilar de la presencia. Por eso, hace falta prestar más atención a ese “entre” de los hombres y las cosas. Como bien dice Tiqqun, la guerra se libra en el ámbito de la experiencia sensible. Pero el chamanismo de Tiqqun corre el riesgo de incurrir en eso mismo que nos advertía De Martino acerca de la fascinación por la pérdida de la presencia, toda vez que la “ciencia de los dispositivos” de Tiqqun tiene por finalidad subvertir la economía de la presencia y destruir sus dispositivos, puesto que la esencia de todo dispositivo es imponer una división autoritaria de lo sensible como presencia debe enfrentarse al chantaje de su opuesto. Considero que han desviado el problema y sucumben en la misma crítica que hacían a Marx, a saber: renunciar a aquello que permite negociar con la fragilidad de la presencia. Por eso, hace falta observar qué aspectos de los dispositivos escapan a la magia del capitalismo y, como diría Benjamin, propiciar un reencantamiento del mundo para convertir esas imágenes oníricas de la mercancía en imágenes dialécticas. O dicho de otra manera, reencantar el mundo para desatarlo del encantamiento mítico del capitalismo y mostrar que esos objetos de la mercancía no son otra cosa que nuestros mismos deseos cosificados. A la actitud de Tiqqun habría que contraponer la estrategia elaborada por Jesús Martín-Barbero, puesto que en vez de priorizar cómo el poder configura sus estrategias de dominio, prefirió investigar las distintas reapropiaciones que las personas hacen de la denominada cultura de masas. Es decir, “ver desde el otro lado” cómo determinados usos escapan a los rituales mágicos del capitalismo y nos introduce en el terreno de lo arcaico. A fin de cuentas la magia del capitalismo no ha hecho otra cosa que proponer diferentes usos de lo arcaico bajo las formas de lo nuevo. En esta guerra por las formas de la sensibilidad no se trata de destruir la economía de la presencia, sino de modificar sus éthos. Bajo la creencia de que todo cambia, el mundo se ha vuelto un lugar rígido, por eso nuestra inteligencia sensible tiene que ser capaz de dialectizar aquellas imágenes cosificadas de la política, aquellas fetichizaciones que nos encierra en discursos como los de “los libertarios culturales” o los políticos de la postpolítica. Algo que la derecha parece estar haciendo con más inteligencia que nosotros cuando reactiva esa ilegibilidad de lo arcaico que la izquierda apenas consigue rozar con símbolos cerrados sobre sí mismos. Como veíamos al inicio de este texto, y a diferencia de la falsa polarización que tiene atrapados a los liberales entre un ilimitado populismo de las pasiones y un mesurado republicanismo de lo instituido, la derecha viene jugando con estas oposiciones en los términos de un “republicanismo libertario” con tintes populistas. Por lo que quizá sea momento de cortocircuitar esta nueva forma del sentido común, disolver las falsas oposiciones y convertir esta imagen ecléctica ofrecida por la derecha en un verdadero juego dialéctico de populismo republicano. Una forma de imaginación política donde los afectos y las instituciones encuentren su mejor expresión para conjurar la magia del capitalismo y retomar la esperanza tanto de Gramsci como de De Martino por construir un nuevo humanismo. Necesitamos instituir los afectos y afectar las instituciones de forma tal que el entusiasmo colectivo por explorar otras formas de vida sea aún posible. Pero solo podremos asumir esta batalla en todas sus consecuencias cuando comprendamos –como ya viene haciendo la derecha desde hace mucho tiempo– que esta guerra política se juega en el ámbito de la estética, de lo sensible.

Bibliografía

Antonio Gramsci (1971). El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, Nueva visión: Bs As.

Antonio Gramsci (2000). Cuadernos de la cárcel, Tomo 6, Era: México.

Ernesto de Martino (2004). El mundo mágico, Araucaria: Bs As.

Ernesto de Martino (2008). Folclore progresivo y otros ensayos, MACBA: Barcelona.

Tiqqun (2008) “Podría surgir una metafísica crítica como ciencia de los dispositivos…”, en Contribución a la guerra en curso, Errata Naturae: Madrid.

*Doctora en Filosofía de la Historia, Universidad Autónoma de Madrid, España; docente de la Facultad de Ciencias Sociales (Flacso), sede Ecuador.

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